– ¿Quién es esta -gritó-, esta Maureen ? -La hoja de papel, de bordes azules, le temblaba en la mano-. ¡Maldito sea -dijo a través de los dientes apretados-, maldito sea el cabrón!

En mi imaginación, lo veo por un instante, en el chalet, de hecho, de noche, regresando por la puerta abierta, en medio de la espesa luz amarilla de la lámpara de parafina, lanzándome una mirada extrañamente socarrona, casi sonriendo, una mancha de luz procedente de la lámpara le brilla en la frente, y a su espalda, más allá del vacío de la puerta, la oscuridad aterciopelada e insondable de la noche de verano.

Lo último, cuando las cadenas de televisión están a punto de sumirse en su programación nocturna, inaceptablemente chabacana, el televisor se apaga con contundencia y el coronel se toma una infusión que le prepara la señorita Vavasour. Me dice que odia ese brebaje -«¡Ojo, ni una palabra!»-, pero que no se atreve a rechazarlo. Ella insiste en que le ayudará a dormir; él está tristemente convencido de lo contrario, aunque no protesta, y apura la taza con una expresión de condenado a muerte. Una noche le convencí de que me acompañara al Bar del Embarcadero a tomar una copita, pero fue un error. Mi compañía le puso nervioso -no le culpo, yo también me puse nervioso- y estuvo jugueteando con su pipa y su jarra de cerveza negra, y continuamente apartaba el puño de la chaqueta para mirar el reloj. Los pocos habitantes del pueblo que había nos miraban ceñudos, y pronto nos marchamos y regresamos a los Cedros en silencio, bajo el tremendo cielo de estrellas de octubre, y la luna que vuela y las nubes deshilachadas. Casi todas las noches bebo hasta quedarme dormido, o lo intento, con media docena de vasos hasta el borde de una enorme botella del mejor Napoleón, que guardo en mi cuarto. Supongo que podría ofrecerle una copita, pero mejor que no. La idea de una charla con el coronel hasta altas horas de la madrugada sobre la vida y cuestiones semejantes no me seduce. La noche es larga y mi paciencia corta.

¿He mencionado lo mucho que bebo? Bebo como una esponja. No, no como una esponja, las esponjas no beben, sólo absorben el agua, es su manera de ser. Bebo como alguien que acaba de enviudar, una persona de escaso talento y más escasa ambición, agrisada por los años, insegura y errante y que necesita consuelo y el efímero alivio del olvido que provoca el alcohol. Tomaría drogas si las tuviera, pero no las tengo, y no sé cómo conseguirlas. Dudo que Ballyless tenga camello propio. Quizá el Viruela Devereux podría ayudarme. El Viruela Devereux es un temible sujeto todo hombros y tronco amplio, con la cara grande, áspera y curtida y brazos arqueados de gorila. Su enorme cara está toda marcada por alguna antigua viruela o acné, y en cada cavidad anida su mota de suciedad, negra y reluciente. Antes era marino, y se dice que mató a un hombre. Tiene un huerto, donde vive en una caravana sin ruedas bajo los árboles, con su esposa, escuálida como un galgo inglés. Vende manzanas y, de manera clandestina, un licor nebuloso y sulfuroso que destila de las manzanas que caen al suelo y que los sábados por la noche vuelve locos a los jóvenes del pueblo. ¿Por qué hablo de él así? ¿Qué más me da este Viruela Devereux? En esta región la equis se pronuncia, Devreks, dicen, no puedo parar. Cómo se desboca la fantasía cuando no la vigilan.

Hoy nuestro día se ha visto aligerado, si ésa es la manera de expresarlo, por la visita de Bollo, una amiga de la señorita Vavasour, que ha venido a comer porque era domingo. Me he topado con ella a mediodía en el salón, desbordando una butaca de mimbre en el mirador, apoltronada con una sensación de desamparo y jadeando un poco. El espacio donde estaba sentada rebosaba de un sol humeante, y al principio apenas la he distinguido, aunque la verdad es que es tan difícil que pase desapercibida como la reina de Tonga. Es una persona enorme, de una edad indeterminada. Llevaba un vestido de tweed color saco muy ceñido en la cintura, y parecía que la hubieran hinchado hasta reventar en la cadera y el pecho, y sus piernas cortas color corcho asomaban delante de ella como dos gigantescos tapones que brotaran de sus regiones inferiores. Su cara, menuda y dulce, de rasgos delicados y un brillo rosáceo, se emplaza en el gran budín pálido de su cabeza, manteniendo el fósil, maravillosamente conservado, de la chica que fue hace mucho tiempo. Su pelo plata-ceniciento iba peinado en un estilo pasado de moda, con la raya en medio y echado hacia atrás en un moño epónimo. [8] Me sonrió y me hizo una inclinación de cabeza, y le tembló la papada. Yo no sabía quién era, creía que era un huésped recién llegado: era temporada baja y la señorita Vavasour tenía media docena de habitaciones vacías. Cuando se puso en pie en un tambaleo, la butaca de mimbre emitió un grito de torturado alivio. Realmente su volumen es prodigioso. Me dije que si le fallaba la hebilla y se le desabrochaba el cinturón, el tronco formaría una forma esférica perfecta, con la cabeza en lo alto como una gran cereza sobre un, bueno, sobre un bollo. Por la mirada que me lanzó de simpatía y ávido interés, quedó claro que sabía quién era yo, y que estaba informada de mi afligido estado. Me dijo su nombre, que sonó imponente, con guión y todo, pero de inmediato lo olvidé. Tenía la mano pequeña y blanda y húmeda, de bebé. En ese momento el coronel Blunden entró en la sala, con el periódico dominical bajo el brazo, la miró y puso ceño. Cuando pone ceño de ese modo, el blanco amarillento de sus ojos parece oscurecerse, y la boca forma un cuadrado romo que se proyecta hacia delante, como un bozal.

Entre las consecuencias más o menos angustiosas de haber perdido a Anna está la sensación de vergüenza de haber sido un impostor. A la muerte de Anna todo el mundo me hacía mucho caso, me trataba con deferencia, me hacían objeto de especial consideración. Cuando estaba entre gente que sabía lo de mi pérdida me rodeaba un silencio, de modo que no me quedaba otra opción que corresponder con un silencio solemne y reflexivo, que rápidamente me provocaba un temblor. Comenzaron a hacerme esta distinción en el cementerio, si no antes. Con qué ternura me miraban desde el otro lado del agujero de la fosa, y con qué dulzura -y también firmeza- me llevaron del brazo cuando la ceremonia finalizó, como si corriera peligro de desmayarme y caer yo también en el agujero. Incluso me pareció detectar un no sé qué de tanteo en el afecto con que algunas mujeres me abrazaban, en cómo demoraban el apretón de manos, me miraban a los ojos y negaban con la cabeza en silenciosa conmiseración, con esa enternecedora imperturbabilidad que las actrices trágicas de estilo antiguo ponían en la escena final, cuando el héroe apesadumbrado aparecía trastabillando en escena con el cadáver de la heroína en brazos. Me decía que debía parar aquello, levantar una mano y decirles a esas personas que la verdad es que no merecía su reverencia, pues reverencia es lo que parecía, que yo no había sido más que un mirón, un comparsa, mientras que Anna era la que interpretaba la muerte. Durante todo el almuerzo Bollo insistió en dirigirse a mí en un tono de afectuoso interés, de silencioso respeto, y por mucho que lo intenté fui incapaz de responderle en ningún tono que no fuera valiente y avergonzado. Me di cuenta de que la señorita Vavasour encontraba toda esa emotividad cada vez más irritante, e hizo repetidos intentos de crear un ambiente menos sentimental, más brioso, aunque sin éxito. El coronel tampoco le fue de ayuda, aunque lo intentó, interrumpiendo las imparables atenciones de Bollo con partes del tiempo y asuntos que aparecían en el periódico, pero tan sólo encontró rechazo. Sencillamente no era rival para Bollo. El coronel, mostrando su deslustrada dentadura postiza en una espantosa exhibición de sonrisas y muecas, tenía la expresión de una hiena, moviendo la cabeza y retorciéndose ante el inconsciente avance de un hipopótamo.

Bollo vive en la ciudad, en un piso situado sobre una tienda, en circunstancias que, me había hecho saber con firmeza, están muy por debajo de su nivel social, pues es hija de la pequeña nobleza y en su apellido lleva un guión. Me recuerda una de esas entusiastas vírgenes de una época ya desaparecida, la hermana, pongamos, de un clérigo soltero o de un caballero viudo, que vive con él y le lleva la casa. Mientras seguía cotorreando me la imaginé vestida de bombasí, sea lo que sea eso, con botas abotonadas, sentada con toda ceremonia en lo alto de una escalera de granito, delante de una enorme puerta principal, en medio de un hilera de criados que bizquean; la vi, la némesis del zorro, con su traje rosa de caza y su bombín con velo, a horcajadas sobre el curvo lomo de un gran caballo negro al galope; o estaba en una enorme cocina, con sus fogones a gas, mesa de pino refrotada y jamones colgando, dándole órdenes a la anciana señora Grub acerca de qué cortes de ternera servir para la cena anual del Señor en conmemoración del Glorioso Doce de Julio. [9] Entreteniéndome de manera tan inocente no observé la riña que libraban ella y la señorita Vavasour hasta que no estuvo ya avanzada, y no tuve la menor idea de cómo empezó ni por qué fue. Las dos motas de color normalmente apagadas de las mejillas de la señorita Vavasour estaban encendidas, mientras que Bollo, que parecía hincharse hasta alcanzar proporciones más grandes bajo los efectos neumáticos de una creciente indignación, miraba a su amiga desde el otro lado de la mesa con una inmutable sonrisa de rana, respirando en rápidos jadeos levemente oclusivos. Hablaban con vengativa cortesía, atropellándose como un par de caballitos de juguete mal apareados. De verdad, no entiendo c ó mo puedes decir… ¿ He de entender que t ú …? La cuesti ó n no es que yo… La cuesti ó n es que t ú … Bueno, eso es justo… Desde luego que no… ¡ Perdona, ya lo creo que s í ! El coronel, con creciente alarma, miraba con los ojos muy abiertos a uno y otro lado, los ojos parpadeándole en las órbitas, como si mirara un partido de tenis que hubiera comenzado de manera amistosa y ahora se jugara a vida o muerte.

Habría dicho que la señorita Vavasour saldría fácilmente victoriosa de esa contienda, pero no fue así. No estaba utilizando todas las armas que, estoy seguro, tenía a su disposición. Me di cuenta de que algo la contenía, algo de lo que Bollo era perfectamente consciente y en lo que se apoyaba con todo su considerable peso y para su gran ventaja. Aunque en medio de su acalorada discusión parecían haberse olvidado de mí y del coronel, lentamente comprendí que esa batalla se libraba de cara a mí, para impresionarme, y para intentar ponerme de un lado u otro. Se me hizo evidente por la manera en que los ojillos negros y ansiosos de Bollo parpadeaban con coquetería en dirección a mí, mientras que la señorita Vavasour no quiso mirarme ni una sola vez. Comencé a darme cuenta de que Bollo era mucho más ladina y astuta de lo que al principio había pensado. Uno tiende a pensar que las personas gruesas son también estúpidas. Esa persona gruesa, sin embargo, me había calado, y, estaba convencido, se había hecho una clara idea de lo que yo era, en lo fundamental. ¿Y qué era lo que veía? En toda mi vida jamás me importó que una mujer rica, o bien situada, me mantuviera. Nací para ser un diletante, y tan sólo me faltaban los posibles, hasta que conocí a Anna. Tampoco es que me preocupara especialmente el origen del dinero de Anna, que primero fue de Charlie Weiss y ahora es mío, ni cuánta maquinaria pesada ni de qué tipo tuvo que comprar y vender Charlie para conseguirlo. ¿Qué es el dinero, después de todo? Casi nada, cuando uno tiene suficiente. Así pues, ¿por qué me avergonzaba bajo el velado pero incisivo e irresistible escrutinio de Bollo?

[8] Lo dice porque «moño» es bun, que al mismo tiempo significa «bollo (de los redondos)», otra palabra que también define a la señora y que luego repite. (N. del T.)


[9] Celebrado por los protestantes de Irlanda del Norte como el aniversario de la batalla de Boyne (1690), en la que Guillermo III derrotó a Jacobo II. (N. del T.)