Era su don especial, su mirada desencantada, desencantadora. Me acuerdo de las fotos que tomó en el hospital, al final, al principio del final, cuando aún estaba sometida a tratamiento y tenía fuerzas para levantarse de la cama sin ayuda. Hizo que Claire buscara nuestra cámara, hacía años que no la usaba. La perspectiva de ese regreso a su antigua obsesión me hizo pensar, no sé por qué, que eso era un presagio de algo. También encontré perturbador, aunque, de nuevo, tampoco podría haber dicho exactamente por qué, el hecho de que le hubiera pedido a Claire, y no a mí, que le trajera la cámara, con el tácito acuerdo, además, de que yo no tenía que enterarme. ¿Qué significaba, tanto secretismo y clandestinidad? Claire, que acababa de regresar por una breve temporada de sus estudios en el extranjero -Francia, los Países Bajos, Vaublin, todo eso-, se quedó muy impresionada al encontrar a su madre tan enferma, y, naturalmente, se puso furiosa conmigo por no haberla hecho venir antes. No quise decirle que era Anna la que no la quería en casa. Era algo un tanto raro, pues en el pasado esa pareja siempre se había llevado muy bien. ¿Estaba celoso? Sí, un poco, de hecho, más que un poco, para ser honesto. Soy perfectamente consciente de lo que esperaba, de lo que espero, de mi hija, y del egoísmo y patetismo de esperar eso. Se le exige mucho a la hija del diletante. Ella hará lo que yo no pude hacer, y será una gran estudiosa, si tengo algo que decir acerca del asunto, y lo tengo. Su madre le dejó algo de dinero, pero no lo bastante. Yo soy la gran gallina, y me cuesta soltar los huevos de oro.

Pillé a Claire sacando a escondidas la cámara de la casa por casualidad. Quiso quitarle importancia, aparentar indiferencia, pero Claire no sabe fingir. Tampoco sabía, no más que yo, por qué tenía que ser un secreto. A Anna siempre le gustó hacerlo todo de manera subrepticia, incluso lo más sencillo, imagino que por la permanente influencia de su padre y la vida de truhanes que habían llevado juntos. Ella tenía un lado infantil. Quiero decir que era terca, reservada, y se mostraba profundamente rencorosa con la menor interferencia u objeción. Yo soy igual, lo sé. Creo que probablemente es que los dos éramos un par de críos. Eso suena raro. Quiero decir que lo dos éramos hijos únicos. Eso también suena raro. ¿Da la impresión de que desapruebo su intento de ser artista, si es que sacar fotos se puede considerar un arte? De hecho, yo prestaba escasa atención a sus fotos, y ella no tenía ninguna razón para creer que quisiera esconderle la cámara. Todo esto es muy desconcertante.

De todos modos, un día o dos después de pillar a Claire con la cámara, me llamaron del hospital para informarme, enfadados, de que mi esposa había estado sacando fotos a los demás pacientes y había habido quejas. Me sonrojé en nombre de Anna, de pie, delante del escritorio de la enfermera jefe y sintiéndome como un alumno al que han llevado a ver al director por una travesura cometida por otro. Al parecer, Anna se había estado paseando por los pabellones, descalza, con su bata blanca y blanqueada proporcionada por el hospital, arrastrando el suero -ella lo llamaba su mesita rodante- en busca de los enfermos más señalados y mutilados, junto a cuya mesilla aparcaba el suero, sacaba su Leica e iba sacando fotos hasta que alguna enfermera la descubría y le ordenaba volver a su habitación.

– ¿Te han dicho quién se ha quejado? -me preguntó enfurruñada-. Los pacientes no, sólo los parientes, ¿y qué saben ellos?

Me hizo llevar a revelar la película a su amigo Serge. Su amigo Serge, que posiblemente, en algún momento del pasado remoto, fue más que un amigo, es un tipo fornido, cojo, con una melena de hermoso pelo negro que se aparta de la frente con un elegante movimiento de sus manos grandes y toscas. Tiene su estudio en lo alto de una de esas casas altas, estrechas y antiguas de Shade Street, junto al río. Es fotógrafo de modas, y se acuesta con sus modelos. Afirma ser refugiado de algún país, y habla con un ceceo que, dicen, las chicas encuentran irresistible. No utiliza apellido alguno, e incluso Serge, que yo sepa, podría ser un nom-d'appareil. Es la clase de personas que solíamos conocer, Anna y yo, en los viejos tiempos, que entonces aún eran nuevos. Ahora no entiendo por qué soportaba a ese tipo; nada como un desastre para poner al descubierto la vulgaridad y fraudulencia del propio mundo, de mi antiguo mundo.

Hay algo en mí que Serge encuentra irresistiblemente divertido. Es una fuente inagotable de chistecillos sin gracia, que, estoy convencido, son un pretexto para reír sin que parezca que se ríe de mí. Cuando fui a recoger las fotos reveladas se puso a buscarlas entre el pintoresco desorden de su estudio -no me sorprendería que se tratara de un desorden estudiado, como lo que se exhibe en un escaparate-, abriéndose paso con agilidad sobre sus pies desproporcionadamente delicados a pesar de que se escoraba bruscamente a la izquierda a cada paso. Bebía café de una taza al parecer sin fondo y me hablaba por encima del hombro. El café es otra de sus señales distintivas, junto con el pelo, la cojera y esas tolstoianas camisas holgadas que tanto le gustan.

– ¿Cómo está la hermosa Annie? -me preguntó. Me miró de soslayo y se echó a reír. Siempre la llamaba Annie, cosa que nadie más hacía; reprimí el pensamiento de que quizá la llamaba así cuando eran amantes. Yo no le había hablado de su enfermedad, ¿por qué iba a hacerlo? Él estaba escarbando en el caos de la gran mesa que utiliza como escritorio. El hedor avinagrado de los líquidos de revelado, que llegaba del cuarto oscuro, me irritaba la nariz y los ojos-. Alguna noticia de Annie -canturreó para sí, como si fuera le melodía de un anuncio, y soltó otra risa por la nariz, como un bufido. Me vi corriendo hacia él con un grito en la garganta y empujándolo hacia la ventana y lanzándolo de cabeza a la calle adoquinada. Exhaló un gruñido de triunfo y apareció con un grueso sobre color manila, pero cuando alargué el brazo para cogerlo, lo retiró, estudiándome con una mirada alegremente especulativa, la cabeza ladeada-. Estas fotos que está sacando son buenas de verdad -dijo, levantando el sobre con una mano y sacudiendo la otra, inerte, arriba y abajo con su estudiado estilo mitteleuropeo. A través de una claraboya que quedaba sobre nuestras cabezas, el sol se derramaba de pleno sobre su mesa de trabajo, por lo que el papel fotográfico que había desperdigado ardía con un brillo blanco y cálido. Serge negó con la cabeza y soltó un silbido sordo a través de sus labios fruncidos-. ¡Menudas fotos!

Desde su cama de hospital, Anna alargó ávidamente la mano con los dedos infantilmente extendidos y me quitó el sobre de la mano sin decir palabra. La habitación estaba sobrecalentada y húmeda, y había una película de reluciente sudor gris en la frente y el labio superior de Anna. El pelo había vuelto a crecerle, sin mucho entusiasmo, como si supiera que no lo necesitaría mucho tiempo; le salía a manchas, lacio, negro y grasiento, como la piel lamida de un gato. Me senté a un lado de la cama y la observé romper con las uñas, impaciente, la solapa del sobre. ¿Qué tienen las habitaciones de hospital que las hace tan seductoras, a pesar de lo que ocurre en ellas? No son como las habitaciones de hotel. Las habitaciones de hotel, incluso las más imponentes, son anónimas; todo en ellas muestra una absoluta indiferencia hacia los huéspedes: la cama, la neverita con las bebidas, incluso la prensa planchapantalones, colocada, de manera deferente, en posición de firmes de espaldas a la pared. A pesar de los tantísimos esfuerzos, de arquitectos, diseñadores y la dirección, las habitaciones de hotel siempre están impacientes por que nos vayamos. Las habitaciones de hospital, por el contrario, y sin que nadie se esfuerce en ello, están para que nos quedemos, para que queramos quedarnos y estemos contentos. Nos recuerdan el cuarto de los niños, con esa relajante y gruesa pintura color crema en las paredes, los suelos recubiertos de caucho, el lavamanos en miniatura en un rincón, con su recatada toallita en la barra que hay debajo, y la cama, naturalmente, con sus ruedas y palancas, que parece la complicada cama de un bebé, donde uno podría dormir y soñar, donde te vigilarán, te cuidarán, y nunca, nunca, morirás. Me pregunto si podría alquilar una, una habitación de hospital, quiero decir, y trabajar en ella, vivir en ella, incluso. Las diversiones serían maravillosas. Tendría la alegre llamada para que te despiertes de la mañana, la comida servida con férrea regularidad, la cama hecha, pulcra y sin arrugas, como un sobre blanco y largo, y todo un equipo médico preparado para enfrentarse a cualquier emergencia. Sí, aquí estaría contento, en una de estas grandes celdas blancas, con mi ventana con barrotes, no, no con barrotes, me estoy dejando llevar, mi ventana daría a la ciudad, las chimeneas, las concurridas calles, las casas encorvadas, y todas esas figurillas, corriendo interminablemente de un lado a otro.

Anna esparció las fotografías a su alrededor, sobre la cama, y las estudió ávidamente, los ojos iluminados, esos ojos que por entonces habían comenzado a parecer enormes, que comenzaban en el armazón del cráneo. La primera sorpresa fue que había utilizado película en color, pues siempre había preferido el blanco y negro. Luego estaban las fotos propiamente dichas. Podrían haber sido tomadas en un hospital de campaña durante la guerra, o en la sala de urgencias de una ciudad derrotada y devastada. Había un anciano al que le faltaba una pierna por debajo de la rodilla, con una gruesa línea de suturas, como el prototipo de un cierre de cremallera atravesando el reluciente muñón. Una obesa mujer de mediana edad había perdido un pecho, y la carne de donde acababan de sacárselo estaba arrugada e hinchada como si fuera una gigantesca cuenca de ojo vacía. Una madre sonriente y de grandes pechos, con un camisón de encaje, mostraba a un bebé hidrocéfalo con una mirada atónita en sus ojos saltones de nutria. Los dedos artríticos de una anciana, tomados en primer plano, se veían nudosos y llenos de bultos, como raíces de jengibre. Un muchacho con una úlcera en la mejilla, intrincada como un mándala, le sonreía a la cámara, alzaba los dos puños y levantaba los dos pulgares, sacando con descaro una gruesa lengua. Había una toma en picado de una papelera metálica llena de pegotes y tiras de una carne oscura, húmeda e inidentificable en su interior: ¿eran restos de la cocina o del quirófano?

Lo que más me sorprendía de la gente fotografiada era la manera serena y sonriente con que mostraban sus heridas, sus puntos, sus supuraciones. Recuerdo sobre todo un estudio grande y a primera vista formal, en tonos muy contrastados de rosas y morados plásticos y grises brillantes, tomada desde poca altura, al pie de la cama, de una mujer vieja y gruesa, de pelo alborotado, con las piernas fofas, surcadas de venas azules y rodillas separadas, exhibiendo lo que, presumí, era un prolapso de útero. La composición era tan sorprendente y meticulosa como el frontispicio de uno de los libros proféticos de William Blake. El espacio central, un triángulo invertido limitado en dos lados por las piernas dobladas de la mujer y en la parte superior por el dobladillo de su bata blanca, tensada de rodilla a rodilla, podría haber sido un trozo de pergamino a la espera de una furiosa inscripción, presagiando quizá el remedo de parto del objeto rosa y morado oscuro que ya le asomaba del regazo. Por encima del triángulo, la cabeza de Medusa de la mujer parecía, mediante un sutil truco de perspectiva, haber sido cercenada y levantada hacia delante, y por fin colocada en el mismo plano que las rodillas, mientras que el muñón limpiamente cortado del cuello parecía estar en equilibrio sobre la línea recta del dobladillo de la bata que formaba la base invertida del triángulo. A pesar de la posición en la que se encontraba, la cara estaba perfectamente serena, y es posible incluso que sonriera, con un humor despectivo, con cierta satisfacción y, sí, definitivamente con orgullo.