A la hora de comer el coronel y yo nos las hemos de arreglar por nuestra cuenta, pues la señorita Vavasour se retira cada día a su habitación entre mediodía y las tres, para dormir, leer o trabajar en sus memorias, nada me sorprendería. El coronel es un rumiante. Se sienta a la mesa de la cocina en mangas de camisa y con un jersey sin mangas pasado de moda, masticando un sandwich mal hecho -un trozo masacrado de queso o un pedazo de fiambre entre dos topes para puerta untados con su pasta, o embadurnados de la salsa más picante de Colman, o a veces las dos cosas si le parece que necesita una buena sacudida-, e intenta entablar amagos de conversación conmigo, como un astuto comandante de campo que busca un saliente entre las defensas enemigas. Se atiene a los temas neutrales, el tiempo, deportes, carreras de caballos, aunque me asegura que no es de los que apuestan. A pesar de su retraimiento, su necesidad es patente: teme las tardes, esas horas vacías, al igual que yo temo las noches de insomnio. No acaba de calarme, le gustaría saber qué hago realmente aquí, yo, que podría estar en otra parte si quisiera, o eso cree él. ¿Quién, pudiendo permitirse ir al soleado Sur -«El sol es el único médico para los dolores y achaques», opina el coronel-, iría a los Cedros a llorar la muerte de alguien? No le he hablado de los viejos tiempos, de los Grace, de todo eso. Tampoco es que todo eso sea una explicación. Me levanto para marcharme -«Trabajo», digo solemnemente- y me lanza una mirada desesperada. Incluso mi silenciosa compañía es preferible a su habitación y a su radio.

Menciono fortuitamente a mi hija y reacciona con gran entusiasmo. Él también tiene una hija, casada, con un par de pequeñas, dice. Un día de éstos vendrán a visitarlo, la hija, el marido -que es ingeniero- y las niñas, que tienen siete y tres años. Tengo la premonición de que ahora me enseñará las fotos, y claro, saca la cartera de un bolsillo de atrás y ahí están, una joven coriácea con un gesto de insatisfacción que no se parece en nada al coronel, y una niña con un vestido de fiesta que por desgracia sí se parece. El yerno, sonriente en la playa con el bebé en brazos, es inesperadamente guapo, un tipo sureño de hombros anchos con un tupé engominado y ojos amoratados: ¿cómo consiguió pillar la ratonil señorita Blunden a un hombretón como ése? Otras vidas, otras vidas. De repente, no sé por qué, son demasiado para mí, la hija del coronel, su marido, sus hijas, y le devuelvo rápidamente las fotos, negando con la cabeza.

– Oh, lo siento, lo siento -dice el coronel, aclarándose la garganta avergonzado.

Cree que hablar de su familia despierta en mí recuerdos dolorosos, pero no es eso, o no sólo eso. Estos días debo tomar el mundo en dosis pequeñas y mesuradas, me estoy sometiendo a una especie de cura homeopática, aunque no estoy seguro de qué pretende arreglar esta cura. Quizá estoy aprendiendo a vivir otra vez entre los vivos. Practicando, quiero decir. Pero no, no es eso. Estar aquí no es más que una manera de no estar en otra parte.

La señorita Vavasour, tan diligente a la hora de cuidarnos en otros aspectos, se muestra caprichosa, por no decir displicente, en la cuestión no sólo del almuerzo, sino de las comidas en general, y la cena, especialmente, suele ser una impredecible refacción. Cualquier cosa puede aparecer sobre la mesa, y así es. Esta noche, por ejemplo, nos ha servido arenques ahumados con huevos escalfados y col hervida. El coronel, sorbiendo por la nariz, ha esgrimido ostentosamente sus frascos y los ha movido como si fuera un experto trilero. Ante estas mudas protestas por parte del coronel, la reacción de la señorita Vavasour es, invariablemente, de una aristocrática distracción que linda con el desdén. Después de los arenques nos ha servido peras de lata alojadas en el interior de una sustancia tibia, gris y arenosa que, si no me fallan los recuerdos de la infancia, creo que era semolina. Semolina, por favor. Mientras engullíamos esa pasta, sin más sonido que los golpes de la cuchara contra el plato, de repente me vi como una especie de cosa simiesca grande y morena hundida en esa silla, o no como una cosa, sino como nada, un agujero en la habitación, una ausencia palpable, una oscuridad visible. Fue muy extraño. Vi la escena como desde fuera de mí mismo, el comedor medio iluminado por dos lámparas corrientes, la fea mesa con las patas salomónicas, la señorita Vavasour mirando a ninguna parte y el coronel encorvado sobre su plato y mostrando un lado de su dentadura postiza superior mientras masticaba, y yo, esa forma grande, oscura y confusa, como la forma que, en una sesión de espiritismo, nadie ve hasta que no se revela el daguerrotipo. Creo que me estoy convirtiendo en mi propio fantasma.

Después de cenar la señorita Vavasour quita la mesa con unos pocos movimientos ampulosos y elegantes -es demasiado buena para estas tareas de poca monta-, mientras el coronel y yo nos quedamos sentados en una vaga angustia, escuchando cómo nuestros organismos hacen lo que pueden para afrontar los insultos a que acaban de ser sometidos. A continuación, de una manera solemne, la señorita V. encabeza la comitiva rumbo a la sala de televisión. Es una pieza triste, mal iluminada, que posee una atmósfera casi subterránea, y que siempre está húmeda y fría. También el mobiliario posee un aire subterráneo, al igual que las cosas que a lo largo de los años han acabado ahí tras haber habitado lugares más luminosos. Un sofá forrado de chintz se extiende como aterrado, abriendo los dos brazos y con los cojines hundidos. Hay una butaca tapizada a cuadros, y una mesita de tres patas con una planta polvorienta dentro de una maceta que creo es una aspidistra auténtica, una especie que no había visto desde hace no sé cuánto tiempo, si es que la había visto alguna vez. El piano vertical de la señorita Vavasour, la tapa cerrada, está apoyado contra la pared del fondo, como si apretara los labios, resentido con el llamativo rival que tiene delante, una poderosa Prixilate Panoramic de color gris plomo hacia la cual su propietaria muestra una mezcla de orgullo y recelo un tanto avergonzado. En ese aparato miramos las comedias, prefiriendo las más amables que se repiten desde hace veinte o treinta años. Nos sentamos en silencio, y el público enlatado ríe por nosotros. La temblorosa luz de colores que emana de la pantalla juega sobre nuestras caras. Estamos extasiados, absortos como niños. Esta noche había un programa sobre un lugar de África, la Planicie del Serengeti, creo, y sus grandes rebaños de elefantes. Qué animales tan asombrosos son, seguramente un vínculo directo con una época muy anterior a la nuestra, cuando bestias aún más grandes que ellos rugían y arrasaban la selva y los pantanos. Tienen un aire melancólico, aunque también se les ve como divertidos en secreto, como si nosotros les hiciéramos gracia. Deambulan plácidamente en fila india, la punta de la trompa de uno delicadamente enroscada en la risible cola de cerdo del primo que va delante. Los jóvenes, más peludos que sus mayores, trotan alegremente entre las patas de sus madres. Si uno se pusiera a buscar entre las criaturas de nuestro mundo, o al menos entre las que viven en tierra firme, cuál es la más opuesta a nosotros, seguramente nos daríamos cuenta de que son los elefantes. ¿Cómo hemos permitido que sobrevivieran tanto tiempo? Esos ojillos tristes y perspicaces parecen invitarte a coger un trabuco. Sí, a meterles una enorme bala ahí en medio, o dentro de una de esas absurdas orejotas lacias. Sí, sí, exterminad a todos los salvajes, cortad el árbol de la vida hasta que sólo quede el tocón, y luego, amorosamente, acuchilladlo también. Acabad con todo.

Puta, maldita puta, cómo has podido dejarme así, revolcándome en mi propia inmundicia, sin nadie que me salve de mí mismo. C ó mo has podido.

Hablando de la sala de la televisión, de repente me doy cuenta, no entiendo cómo no se me ha ocurrido antes, de obvio que es, que lo que me recuerda, lo que me recuerda toda la casa, si a eso vamos, y que debe de ser la causa por la que, para empezar, vine aquí a esconderme, es a las habitaciones alquiladas que mi madre y yo habitamos, nos vimos obligados a habitar, a lo largo de mi adolescencia. Cuando mi padre se fue, mi madre se vio obligada a buscar trabajo para mantenernos y pagar mi educación, aunque ésta no fuera nada del otro mundo. Nos trasladamos a la gran ciudad, ella y yo, donde pensó que encontraría más oportunidades. No tenía ninguna preparación, había dejado la escuela pronto, y había trabajado poco tiempo de dependienta antes de conocer a mi padre y casarse con él para poder separarse de su familia, pero a pesar de todo estaba convencida de que en alguna parte la esperaba el puesto ideal, un trabajo de primera, el que ella y sólo ella podía llevar a cabo, pero, para su frustración, nunca lo encontró. De modo que rodamos de un lugar a otro, de pensión en pensión, llegando siempre a nuestras nuevas residencias entre la llovizna de una invernal tarde de domingo. Eran todas parecidas, esas habitaciones, o al menos lo son en mi recuerdo. Había una butaca con el brazo roto, el linóleo marcado de pústulas, la achaparrada cocina negra de gas, huraña en su rincón, oliendo aún a las frituras de los anteriores inquilinos. El retrete estaba al final del pasillo, con un asiento de madera astillada y una gran mancha de óxido marrón al fondo de la taza, y a la cadena le faltaba la anilla de tirar. El olor del pasillo era como el olor de mi aliento cuando respiraba una y otra vez dentro de mis manos ahuecadas para saber lo que sentiría alguien que se ahoga. La superficie de la mesa en la que comíamos tenía un tacto pegajoso por fuerte que mi madre la frotara. Después de tomar el té, mi madre quitaba la mesa y extendía el Evening Mail sobre la mesa, bajo el débil resplandor de una bombilla de sesenta vatios, y pasaba una horquilla por las columnas de ofertas laborales, dando un golpecito a cada oferta, y murmurando furiosa bajo la barba: « Imprescindible experiencia previa…, se piden referencias…, se exige t í tulo universitario… ¡Bufl» Luego estaba el grasiento mazo de cartas, las cerillas divididas en montoncitos iguales, el cenicero de hojalata rebosante de colillas, el cacao para mí y el vaso de jerez de cocinar para ella. Jugábamos al old maid, al gin rummy, a los corazones. Después había que desplegar el sofá cama y extender la sábana bajera de olor agrio, y la manta que colgaba vertical de un lugar del techo, a un lado de su cama, para que ella tuviera un poco de intimidad. Yo me echaba y me quedaba escuchando, en una cólera impotente, sus suspiros, sus ronquidos, las entrecortadas ventosidades que emitía. Me parecía que una noche sí y una no me despertaría y la oiría llorar, un nudillo apretado contra la boca y la cara enterrada en el almohadón. Rara vez mencionábamos a mi padre, a menos que se retrasara con el giro postal mensual. Mi madre era incapaz de pronunciar su nombre; era Gentleman Jim, o Su Señoría, o, cuando estaba hecha una furia o había bebido demasiado jerez, Phil el Flautista o incluso el Violinista Pedorro. Su idea era que mi padre estaba disfrutando de un gran éxito, por ah í , un éxito que cruelmente se negaba a compartir con nosotros, como debería haber hecho y merecíamos. Los sobres que traían los giros postales -nunca una carta, sólo una tarjeta por Navidad o por mi cumpleaños, inscrita en esa elaborada caligrafía de la que siempre había estado tan orgulloso- llevaban matasellos que incluso todavía, cuando estoy por ah í y los veo en algún poste indicador en las carreteras que con su trabajo ayudó a construir, me provocan unos sentimientos confusos entre los que hay una pegajosa tristeza, cólera o su secuela, una curiosa añoranza que es nostalgia, nostalgia de otro lugar en el que nunca he estado. Watford. Coventry. Stoke. Él también debió de conocer las deprimentes habitaciones, el linóleo en el suelo, la cocina de gas, los olores del pasillo. Luego llegó la última carta, enviada por una desconocida -¡Maureen Strange, así se llamaba!-, que anunciaba tengo que comunicarle una trist í sima noticia. Las amargas lágrimas de mi madre fueron de rabia y de pena.