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Existen situaciones en que parece imposible que se puedan agravar o empeorar. Yo mismo, al cabo de tanto esfuerzo, de tanto afán, de tanto empeño, acabé encontrando la paz, la tranquilidad y el alivio. Ciertas cosas, por ejemplo, que antes me habían parecido sumamente importantes, perdieron por completo su significado para mí. Así, estando en la fila durante el recuento, si me cansaba -y sin mirar si me encontraba en medio de un charco o si había barro-, me dejaba caer, me sentaba y me quedaba sentado o acostado hasta que mis vecinos me levantaban a la fuerza. No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención, como por costumbre y de manera mecánica. En el trabajo no cuidaba ya ni las apariencias. Si tenían algún inconveniente, lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque me quedaba dormido.

Una sola cosa se había hecho más fuerte dentro de mí: el enfado. Si alguien me molestaba, me tocaba o me rozaba, si me equivocaba en el paso (lo que ocurría con frecuencia) y alguien me pisaba, por ejemplo, habría sido capaz de matarlo allí mismo, sin titubear, si hubiera tenido las fuerzas para matar y si al levantar la mano no me hubiese olvidado ya de lo que quería hacer. Tenía broncas hasta con Bandi Citrom; «me abandonaba», yo era una carga para el destacamento, traía problemas para todos, le contagiaba mi sarna: todo eso me reprochaba. Yo parecía molestarle en un aspecto especial. Me di cuenta aquella vez que por la noche me llevó a los aseos. Yo pataleaba, protestaba, pero al fin consiguió quitarme toda la ropa a la fuerza, y por mucho que tratase de golpearle el cuerpo y la cara con el puño, me frotó el cuerpo con agua helada. Le había dicho mil veces que me dejase en paz, que no me pusiera bajo su tutela, que se ocupase de su propia mierda. Me preguntó si quería morir allí o si quería volver a casa, y no sé qué respuesta habría leído en mi cara, pero yo vi en la suya un asombro repentino, una especie de susto como cuando miramos a los desgraciados, a los condenados o a los enfermos graves contagiosos: fue entonces cuando me acordé de lo que había dicho sobre los musulmanes. El hecho es que desde entonces me evitaba, y yo, por fin, me libré de esa última carga.

Sin embargo, de mi rodilla no me podía librar: el dolor me acompañaba siempre, a todas partes. Un día me atreví a mirarla, y aunque mi cuerpo estuviera acostumbrado a casi todo, pensé que sería mejor volver a esconder enseguida esa nueva sorpresa, ese bulto rojo en el que se había convertido mi rodilla derecha. Sabía perfectamente que en nuestro campo había un dispensario, pero la hora de la consulta coincidía con la hora de la cena, y ésta me parecía más importante que la salud. Por otra parte -debido a las experiencias ya adquiridas- mi confianza en los «servicios médicos» era relativa. Además, estaba dos tiendas más adelante, y en aquel entonces, debido a los fuertes dolores, ya no me arriesgaba a tales caminatas, por lo menos si no era indispensable. Al final, me llevó Bandi Citrom con otro compañero, haciéndome sentar entre sus manos unidas, cargando conmigo. Al llegar me obligaron a sentarme sobre una mesa y me dijeron que probablemente me iba a doler, puesto que era necesario operarme de inmediato y sin anestesia, ya que no disponían de ella. Con una navaja me hicieron dos cortes entrecruzados encima de la rodilla y me sacaron todo lo que se había acumulado en mi muslo; luego me vendaron con papel. Enseguida reclamé mi cena, y me aseguraron que ellos se cuidarían de ese asunto, y resultó ser verdad. La sopa era de remolacha y colinabo, una de mis favoritas, y a los que estábamos «hospitalizados» nos dieron la parte más espesa. Yo estaba muy contento. Pasé la noche en la tienda del dispensario, en uno de los compartimientos de arriba, totalmente solo. Lo único desagradable fue que, a la hora habitual de la diarrea, no pude utilizar mi propia pierna, por lo que tuve que pedir ayuda -primero en voz baja, luego más alto y al final a gritos-, pero nadie acudió a socorrerme. Al día siguiente por la mañana, junto con otros cuerpos, el mío fue arrojado encima del suelo mojado de un camión y trasladado a la cercana localidad de «Gleina» -no sé si me enteré bien del nombre-, donde se encontraba el hospital propiamente dicho de nuestro campo. Nos vigilaba un soldado, sentado en un práctico taburete portátil, con su fusil brillante en el regazo: estaba visiblemente disgustado, hacía muecas, seguramente con razón, considerando lo que tenía que ver y oler sin quererlo. Sobre todo me molestó pensar que hubiera sacado ya sus conclusiones y que creyese que eran verdaderas; yo tenía ganas de disculparme, diciendo que no era yo el único culpable, que en el fondo yo no era así, pero hubiera sido difícil de demostrar, por supuesto.

Al llegar, tuve que soportar los inesperados chorros de agua a presión que salían de una manguera y que me mojaban por todo el cuerpo, hiciese lo que hiciese, quitándome todo: ropa, suciedad, vendas de papel, lo que fuera. Luego me llevaron a una sala donde me dejaron un camisón y un lecho, la parte de abajo de una litera de madera, donde por fin pude acostarme encima de un colchón aplastado y desigual, hecho con paja, cubierto con una sábana endurecida por el que había dormido en la misma cama que yo, una sábana llena de manchas sospechosas, que desprendían un hedor igualmente sospechoso; pero al fin tenía un colchón entero sólo para mí, y pronto me dejaron en paz, para que pasara el rato como quisiera, lo que al principio se tradujo en dormir.

Parece que nuestras viejas costumbres las llevamos con nosotros también a los lugares nuevos; así, en el hospital, tuve que luchar al principio contra numerosos condicionamientos, numerosas ideas fijas del pasado. Por ejemplo, el sentido del deber; al principio me despertaba sobresaltado al alba, pensando que no me había presentado al recuento y que me estarían buscando; me costó mucho trabajo admitir que había sido un error y acostumbrarme a la idea -cuya evidencia quedaba demostrada por la realidad- de que me encontraba en mi casa, de que todo estaba bien: alguien estaba gimiendo, más allá otros conversaban, otro callaba, se quedaba con la mirada fija a lo lejos, por donde le indicaba su nariz aguileña, mirando al techo, boquiabierto; a mí, sólo me dolía la herida y, como siempre, tenía mucha sed, debido lógicamente a la fiebre. El hecho es que me costaba convencerme de que no había recuento, de que no tenía que ver a soldados y, sobre todo, de que no tenía que ir al trabajo: todas esas ventajas eran tan importantes para mí que ninguna circunstancia secundaria, ninguna enfermedad las podía echar a perder. A veces me llevaban a una salita del piso de arriba, donde trabajaban dos médicos, uno más joven y el otro mayor; a mí me tocó ser «paciente» de este último. Era un hombre moreno y delgado, muy amable, vestido con bata blanca, zapatos limpios y una cinta alrededor del brazo, con cara fácilmente reconocible de viejo zorro simpático. Me preguntó de dónde era y me contó que él había llegado hasta allí desde Transilvania. Me despojó de mis vendas de papel, que para entonces se habían vuelto verdes y se habían endurecido, y luego, con las dos manos, me sacó del muslo todo lo que se había acumulado. Para terminar, con la ayuda de un instrumento parecido a una aguja, me metió una gasa enrollada por debajo de la piel, explicándome que era para «permitir el drenaje» y facilitar así «el proceso de limpieza y de curación», no fuera que la herida se cerrase antes de tiempo. Yo, por mi parte, estaba encantado con la idea puesto que no tenía nada especial que hacer fuera, no tenía ninguna prisa por nada, ni siquiera por curarme. Otra observación suya me gustó menos. Como, según su opinión, un solo canal de drenaje en la rodilla no bastaría creía que había que abrir otro, por un lado, y unirlo con el primero por un tercer corte. Me preguntó qué me parecía y yo me sorprendí porque me miraba como si de verdad estuviera esperando mi respuesta, mi consentimiento, por no decir mi autorización. «Como a usted le parezca», contesté y entonces dijo que no había más tiempo que perder. Enseguida se puso manos a la obra, pero yo me vi obligado a comportarme de una manera un tanto ruidosa y eso pareció molestarle. Me lo hizo saber. «Así no puedo trabajar»; yo traté de disculparme, diciendo: «No puedo remediarlo». Avanzó un par de centímetros más, y lo dejó, sin acabar el plan original en su totalidad. Aun así, parecía bastante contento, y observó: «Por lo menos es algo», puesto que de esa manera podría drenar el pus por dos sitios, en lugar de por uno.

El tiempo pasaba más deprisa en el hospital: cuando no dormía, estaba ocupado con el hambre, la sed, el dolor, la herida, alguna que otra conversación, la visita al médico, pero incluso sin ningún tipo de ocupación me encontraba también muy bien, o justamente por eso, por esa sensación dulce y placentera de no tener que ocuparme de nada. También hacía preguntas a los recién llegados para enterarme de las noticias del campo, de qué bloque eran y si conocían por casualidad a un tal Bandi Citrom, del bloque cinco, ni alto ni bajo, con la nariz rota y sin dientes, aunque nadie parecía acordarse. Observaba las heridas de los demás en la consulta: eran parecidas a las mías, sobre todo en las piernas y los muslos, aunque también las había más arriba, en caderas, traseros, brazos e incluso cuellos y hombros: las llamaban «infecciones», y su aparición y masiva propagación no eran -según los médicos- extrañas ni anormales en los campos de concentración. Más tarde empezaron a llegar enfermos a quienes había que amputar algún dedo de los pies, en el peor de los casos todos, pues, según contaban, fuera, en el campo era invierno, y sus pies se habían congelado en los zapatos de madera. En una ocasión entró una persona vestida con un uniforme de preso hecho a medida; era obvio que se trataba de una autoridad. Lo oí decir claramente, aunque en voz baja, «Bonjour»; por eso y por la letra «F» de su triángulo rojo adiviné que era francés; por la cinta que llevaba en el brazo con la inscripción «O. Arzt» también me enteré de que era el médico en jefe de nuestro hospital. Me quedé mirándolo porque hacía mucho que no veía a un hombre tan atractivo: no era muy alto, pero su uniforme estaba debidamente relleno de carne por todas partes, su cara también era rellenita, y todos sus rasgos eran inequívocamente los suyos propios; conservaba las proporciones y los distintos matices para expresar sus sentimientos: su barbilla era redonda y tenía un hoyuelo en el medio, su piel morena y aceitosa brillaba como las pieles solían brillar antaño, en casa, entre la gente normal. No me parecía mayor, calculé que tendría unos treinta años. Los otros médicos parecían estar muy ajetreados, buscando su aprobación, explicándole todo con pelos y señales y, según observé, no a la manera acostumbrada en el campo sino más bien a la antigua usanza, de fuera -que tantos recuerdos me traía-, con la distinción, la educación y el buen comportamiento que se manifiestan en sociedad, cuando se nos presenta la ocasión de demostrar que conocemos y manejamos bien un idioma culto, en este caso concreto el francés. Sin embargo, me di cuenta de que todo eso no significaba nada en absoluto para el médico en jefe: lo miraba todo, respondía brevemente a todo, asentía con la cabeza, pero todo lo hacía muy despacio, como apagado, taciturno, tenebroso, con una constante expresión de desaliento, casi de abatimiento en el rostro y en los ojos oscuros. Yo estaba asombrado, no entendía en absoluto a qué se podía deber todo eso en el caso de una persona de tanta autoridad, tanto poder y tanto rango. Trataba de adivinarlo fijándome bien en su cara, en sus gestos, y poco a poco llegué a la conclusión de que al fin y al cabo él también estaba allí; comprendí entonces, no sin extrañarme, que él estaba simplemente apenado por su condición de preso. Me entraron ganas de decirle que no se preocupara, que eso era lo de menos, pero no me atreví, y luego también me acordé de que yo no hablaba francés.