Aparte de ellos, había otro encargado alemán, que llevaba un uniforme a rayas impecable y una cinta amarilla alrededor del brazo: a éste, por suerte, no lo veía mucho; más tarde -para mi mayor sorpresa- aparecieron varias personas con la cinta negra, con la inscripción -menos ostentosa- de Vorarbeiter [capataz]. Allí estaba yo cuando apareció por primera vez -en la cena- con la cinta en el brazo uno de los que dormían en nuestro bloque: antes no me había fijado mucho en él puesto que no tenía ninguna característica especial ni nada que lo distinguiera, aunque era fuerte y alto. Sin embargo, todo cambió: a partir de entonces ya no sería un perfecto desconocido; los amigos se le acercaron, lo rodearon, le desearon suerte y lo felicitaron por el nombramiento, saludándolo y ofreciéndole la mano, que él aceptaba o no, según el caso (los rechazados se retiraban enseguida). El momento más solemne -por lo menos para mí- fue cuando en medio de aquel silencio casi reverente, en medio del interés general y de las miradas envidiosas de todos, él se levantó lentamente, con dignidad y sin prisa, para recoger la segunda ración que le correspondía por el cargo; el Stubendienst se la sirvió con la complicidad de dos personas que se encuentran en el mismo nivel.
En otra ocasión, me fijé en la cinta distintiva de un hombre con andar gallardo y pecho erguido. Lo reconocí enseguida: era el oficial de Auschwitz. Un día me encontré bajo su mando y ahora puedo decir que es verdad que por algunos de sus hombres habría puesto la mano en el fuego, mientras que no aguantaba a los que vagueaban y «hacían que otros les sacasen las castañas del fuego»; él mismo había utilizado esas palabras para explicarse al empezar el trabajo. Al día siguiente, Bandi Citrom y yo nos las ingeniamos para cambiar de destacamento.
También advertí otros cambios, sobre todo en las personas ajenas al campo, como la gente de la fábrica, nuestros guardias, algunos representantes de la autoridad, etc. Al principio no entendía el porqué de esos cambios, me parecía que el aspecto de todos ellos era mucho más saludable. Luego reparé en que el cambio se había producido en nosotros, no en ellos, sólo que era más difícil de percibir. Por ejemplo, cuando miraba a Bandi Citrom no veía en él nada especial, pero cuando trataba de acordarme de él, de la primera vez que lo había visto, en la fila o en el trabajo, y había observado sus músculos fuertes, imponentes y durísimos, apenas podía dar crédito a lo que ahora veía. Comprendí entonces que a veces el tiempo nos engaña. No había advertido esa cuestión tan obvia al observar, por ejemplo, a la familia Khollmann. Allí todos la conocíamos; procedía de un pueblo llamado Kisvárda, igual que otras muchas personas del campo, y donde era seguramente gente respetable; por lo menos los otros los trataban con deferencia y hablaban de ellos con reverencia. Eran tres: el padre, bajito y calvo, el hijo mayor y el más pequeño -los dos tenían unas facciones diferentes a las del padre, pero eran casi idénticos, por lo que deduje que se debían de parecer a la madre-; eran dos muchachos rubios, de ojos azules. Los tres iban siempre juntos, y siempre que podían, cogidos de la mano. A medida que pasaba el tiempo observé que el padre se iba quedando atrás y los dos hijos tenían que ayudarlo, cogiéndolo de las manos. Más tarde, el padre ya no iba con ellos, entonces era el hijo mayor el que tenía que arrastrar a su hermano pequeño, que acabó desapareciendo también; finalmente era el mayor el que se arrastraba solo, hasta que no lo vi más. Al reflexionar ahora sobre todas estas cosas, comprendo que yo asistí a aquel proceso de una manera gradual, acostumbrándome a cada fase, sin verlo en realidad. Me imagino que yo también habría cambiado porque el Curtidor, con quien me crucé un día al entrar en la cocina, donde había encontrado un trabajo envidiable de pelador de patatas, no me reconoció. Cuando logré convencerlo de que tenía delante a su compañero de la Shell, le pregunté si por casualidad no habría alguna sobra en la cocina, algún resto, lo que fuera. Me dijo que iría a verlo, y que por su parte no quería nada a cambio, pero me preguntó si tenía cigarrillos puesto que el Vorarbeiter de la cocina estaba «loco por el tabaco». Al confesarle que no tenía se marchó. Al instante comprendí que no tenía mucho sentido esperar y que la amistad es una cosa pasajera, limitada por las leyes de la vida, y que eso es natural.
Otro día fui yo quien al principio no reconocí a una criatura muy rara que pasaba a mi lado, probablemente en dirección a las letrinas. Llevaba el gorro calado hasta las orejas, su cara flaca y huesuda estaba llena de magulladuras y de su nariz caían gotas amarillas. «¡Suave!», grité pero él ni siquiera se inmutó. Se arrastraba de una forma penosa, agarrando sus pantalones con una mano; yo pensé que nunca habría imaginado que alguien pudiera cambiar tanto. Otro día vi también al Fumador -creo que era él-, todavía más amarillo y más flaco que el Suave, con los ojos más grandes y febriles.
En ciertas circunstancias, no basta con la buena voluntad. En una ocasión, cuando todavía estaba en casa, había leído que con el tiempo y con el esfuerzo necesarios uno puede incluso acostumbrarse a vivir preso. No dudo de que esto sea verdad cuando se está encerrado en una casa o en una prisión normal, civil, pero en un campo de concentración, según mi experiencia, es imposible. Y estoy totalmente convencido de que no es por falta de esfuerzo, ni de buena voluntad; el problema es que simplemente no te dejan tiempo para ello.
Sé que en un campo de concentración hay tres formas de evadirse, puesto que había visto y oído cómo otros lo hacían y yo mismo llegué a ponerlas en práctica. Yo escogí la primera forma, quizá la menos pretenciosa, pues existe una parcela de nuestra naturaleza que -según aprendí- es verdaderamente un don eterno que le impide al hombre caer en la locura. Es un hecho demostrado que nuestra imaginación permanece libre incluso en condiciones de privación de libertad. Yo podía, por ejemplo, hacer lo siguiente: mientras mis manos estaban ocupadas con la pala y el pico -ahorrando fuerzas, suministrándolas bien, limitándome a realizar sólo los movimientos más necesarios-, yo lograba escapar de allí. Al mismo tiempo, me di cuenta de que la imaginación no es ilimitada, pues con el mismo esfuerzo me habría podido trasladar a Calcuta, Florida o a cualquiera de los lugares más bellos del mundo. Sin embargo, como eso no me parecía bastante serio y no me habría resultado muy convincente, la mayoría de las veces me quedaba en casa. La verdad es que tampoco era menos atrevido que estar en Calcuta, pero por lo menos tenía algo de humildad, y daba cierto trabajo que igualaba el esfuerzo y lo hacía auténtico. Pronto advertí que cuando era libre no había vivido de la mejor manera posible, que había malgastado mis días, que tenía de qué arrepentirme… Sin ir más lejos, me acordaba de que algunas comidas no me gustaban, no las comía o sólo lo hacía a medias, simplemente porque no eran de mi agrado; eso me pareció una falta incomprensible e imperdonable. O la eterna discusión entre mi padre y mi madre por mi persona. «Cuando esté de nuevo en casa terminaré con todas estas discusiones para que haya paz», pensé de una manera sencilla y con estas mismas palabras, sin vacilar ni un instante, como si sólo me interesaran los problemas derivados de ese hecho completamente natural. Había también cosas de mi vida previa que me ponían nervioso o que, por ridículo que parezca, me daban miedo: ciertas asignaturas en el colegio, los profesores que las enseñaban, los exámenes y sus resultados, el comportamiento de mi padre al enterarse de las notas; me acordaba de esos temores y me divertía. Uno de mis pasatiempos favoritos era imaginarme una y otra vez un día completo, un día íntegro en casa, desde la mañana hasta la noche, ateniéndome siempre a la regla de la humildad. El mismo esfuerzo me hubiera costado imaginarme un día especial, un día perfecto, pero yo me imaginaba un día malo: madrugar, ir a la escuela y agobiarme, comer mal… y al imaginarme todo eso, enmendaba todas aquellas posibilidades malgastadas y fallidas o, simplemente, inadvertidas. Lo había oído decir, y ahora también puedo dar fe de ello: es verdad que las paredes de la cárcel no pueden poner límites a nuestra imaginación. El único problema era si mi imaginación me llevaba tan lejos como para olvidarme de mis manos, porque entonces la realidad restablecía sus derechos de la manera más concreta y contundente.
Más tarde, empezaron a no cuadrar los números en los recuentos de las mañanas, como sucedió un día en el bloque seis, que estaba junto al nuestro. Todos sabíamos qué ocurría, puesto que el toque de diana en un campo de concentración arranca del sueño a todo el mundo: aquellos que no despertaban ya no lo harían nunca más, y allí quedarían sus cuerpos. Pues bien, en esto consiste la segunda forma de evasión, ¿quién no ha tenido la tentación, aunque sea una sola vez, de abandonarse? Yo sí, con seguridad, sobre todo por la mañana cuando me despertaba y debía afrontar un nuevo día en el alboroto de la tienda. Así me ocurrió en repetidas ocasiones, pero Bandi Citrom nunca dejó que lo hiciera. Al fin y al cabo, el café no importaba tanto, y al recuento ya llegaríamos: eso piensa uno, eso pensaba yo también. Naturalmente, no podíamos quedarnos acostados, hubiera sido algo infantil; debíamos levantarnos y luego… conocíamos algún sitio, algún rincón del todo seguro. Lo teníamos previsto, calculado, porque habíamos encontrado aquel lugar por pura casualidad, sin buscarlo, casi sin darnos cuenta. Nos acostábamos, nos metíamos, por ejemplo, debajo de las cabinas. Cualquier rincón, cualquier sitio o escondite bastaban. Nos cubríamos bien con paja, mantas, con lo que fuera. Al mismo tiempo, considerábamos la idea de estar presentes en el recuento; los más atrevidos hasta llegaban a pensar que la falta de una sola persona quizá no llamaría la atención, que quizá contarían mal -a fin de cuentas todos podemos equivocarnos-, que quizá precisamente aquel día la falta de una sola persona no llamaría tanto la atención, y ya por la noche -estábamos seguros- cuadrarían los números; los más atrevidos incluso llegaban a estar seguros de que en aquel escondite nunca los encontrarían. Sin embargo, los verdaderamente atrevidos no pensaban ni siquiera en eso, porque ellos simplemente creían -como yo lo he llegado a creer también- que una hora más de sueño justifica cualquier riesgo, cualquier precio, lo que sea.
En realidad, nunca era una hora ya que por las mañanas las cosas se sucedían muy rápido: enseguida se formaban los destacamentos de búsqueda. Aquel día, como otros muchos, el Lagerältester iba delante, vestido de negro, recién afeitado y perfumado, con su gallardo bigote; el guardia alemán y un Blockältester y un Stubendienst les seguían de cerca. Todos armados con palos, porras y garrotes entraron en el bloque seis. Desde dentro se oyeron voces y gritos y, al cabo de unos minutos -¡vaya!-, el aire se llenó del vociferar triunfante y victorioso de los que acaban de encontrar lo que buscaban. También oímos otra voz, cada vez más débil, que se calló pronto. Lo que sacaron de la tienda sólo parecía un bulto, una cosa sin vida, un montón de trapos que dejaron tirado al final de la fila, allá, echado. Sin embargo, algún detalle, algún rasgo típico llamaron mi atención, y pude reconocerlo: el hombre desafortunado. Siguió entonces el grito de «Arbeitskommandos antreten» [Comandantes, ¡empezad!] y ya sabíamos que los soldados serían más severos con todos nosotros.