Casi todo el tiempo que duró el traslado lo pasé durmiendo. Había oído decir que en Zeitz estaban terminando la construcción de unos barracones de piedra, en lugar de las tiendas, para pasar el invierno, y que no se habían olvidado de acondicionar uno como hospital. Me arrojaron sobre el suelo de un camión -era de noche, todo estaba a oscuras y, por el frío que hacía, calculé que probablemente estaríamos a mediados de invierno-; lo siguiente que vi fue una sala enorme y bien iluminada, con una fría antesala que olía a productos químicos y con una bañera de madera en el medio, donde tuve que sumergirme hasta la coronilla. No sirvieron ni peticiones, ni quejas ni protestas; me estremecí al sentir el líquido helado y al pensar que muchos enfermos se hubiesen sumergido ya en el mismo líquido pardusco, con heridas y todo.
El tiempo pasaba más o menos igual que antes, excepto por algunas diferencias. En el nuevo hospital, por ejemplo, las literas eran de tres pisos. Nos llevaban con menor frecuencia al médico, por lo que mi herida se limpiaba más o menos sola, como podía. Para colmo, empecé a sentir dolor en la parte izquierda de la cadera, y apareció el conocido bulto rojo e inflamado. Al cabo de un par de días, durante los cuales esperé que se me pasara, que pasara algo, tuve que decírselo al enfermero, y al cabo de otros dos o tres días de apuros y de esperas, me tocó el turno del médico, instalado en la parte delantera del barracón, donde me practicaron otro corte del tamaño de la palma de una mano en la cadera. Otra circunstancia molesta se debía al lugar que yo ocupaba, en una de las camas de abajo, justo enfrente de una pequeña ventana alta, que miraba al cielo invariablemente gris, y que no tenía vidrio, sólo unos barrotes de hierro, en los cuales se formaban unas eternas estalactitas de hielo, debido probablemente a la acumulación de los vapores que subían del interior. Yo estaba vestido como correspondía a todos los enfermos: con un camisón corto y sin botones y una gorra de lana verde que nos habían distribuido debidamente al empezar los fríos; tenía dos orejeras y un corte en «V» sobre la frente, por lo que recordaba el gorro de un campeón de patinaje sobre hielo, o de algún actor que estuviera en las gradas representando el papel de Satanás; también debo reconocer que la gorra resultó sumamente útil. Así pues, pasaba mucho frío, sobre todo desde que había perdido una de mis dos mantas con cuyas tiras hubiera podido entonces apañarme para rellenar los agujeros y roturas de la otra. El enfermero me había dicho que se la prestara, que me la devolvería pronto. En balde me agarré a ella con las dos manos, él resultó ser el más fuerte. Además de la pérdida, me preocupaba bastante la idea de que las mantas se las quitaran normalmente a los enfermos cuyo fin estaba próximo, según todas las previsiones y cálculos. En otra ocasión, una voz ya bien conocida a esas alturas que procedía de una de las camas de abajo me previno de la llegada de un enfermero con otro enfermo nuevo en los brazos, buscando con cuál de nosotros lo podría acostar. Al enfermo de aquella voz, sin embargo, la autorización del médico le aseguraba el derecho a una cama para dormir solo debido a su gravedad. Así protestaba y chillaba vivamente: «¡Protesto! ¡Tengo derecho! ¡Pregúntenle al médico!». Así una y otra vez hasta que los enfermeros tuvieron que llevar su carga a otra cama, en este caso la mía: me tocó un muchacho de mi edad. Me pareció que su cara estaba amarilla y sus ojos ardientes, pero ya todos teníamos las caras amarillas y los ojos ardientes. Enseguida me preguntó si tenía agua para beber, a lo que le respondí que ya me gustaría a mí también, y luego que si tenía tabaco para fumar… y claro, tampoco tuvo suerte. Me ofreció darme su ración de pan a cambio pero le dije que no insistiera, que no dependía de eso, que no tenía, y entonces se quedó callado. Me imaginé que tendría fiebre porque su cuerpo, en constante temblor, desprendía un calor que yo no dejaba de aprovechar con gusto. Por la noche dio muchas vueltas en la litera, y eso me gustó menos, puesto que no siempre tenía debidamente en cuenta la ubicación de mis heridas. Le dije que se estuviera quietecito y, al final, me hizo caso. Por la mañana me di cuenta de por qué me había obedecido: en vano traté de despertarlo para el café. Sin embargo, como había prisa, yo le entregué sin tardanza su tazón al enfermero, puesto que me lo pedía justo cuando yo iba a explicarle lo ocurrido. También cogí su ración de pan, y por la noche su sopa, y así, hasta que un día empezó a comportarse de manera muy rara y tuve que avisar; al fin y al cabo no podía seguir guardándolo así en mi cama. Estuve un tanto preocupado, porque la tardanza se había hecho más que evidente, y la explicación era obvia, dadas las circunstancias, pero el caso se selló sin mayores consecuencias, se olvidó como otros, y a mí -gracias a Dios- me dejaron otra vez sin compañero.
También tuve la ocasión de conocer a fondo todo tipo de bichos. Las pulgas resultaban imposibles de agarrar, eran más rápidas que yo, claro, estaban mejor alimentadas. Los piojos eran más fáciles de cazar pero no tenía mucho sentido hacerlo. Cuando estaba muy enfadado con ellos, pasaba la uña del dedo gordo a través del camisón por cualquier sitio de mi espalda, y podía apreciar la magnitud de la venganza por el número de ejemplares que se dejaban aplastar con un chasquido; yo disfrutaba de la matanza, pero al cabo de un escaso minuto podía repetir la operación en el mismo sitio y con idéntico resultado. Estaban en todas partes, escondidos en todos los rincones, mi gorro verde parecía gris por la cantidad de piojos allí acumulados: casi se movía solo. Para mi mayor sorpresa, asombro y horror, hube de descubrir -buscando un día las razones de un repentino picor en la cadera debajo de las vendas de papel- que se habían instalado hasta en mis heridas, alimentándose de mi carne. Traté de sacarlos de allí, uno por uno, como fuera, obligándolos a detenerse, a esperar un poco más, y puedo afirmar que nunca en mi vida lucha alguna me había parecido tan desesperada como ésa, ninguna resistencia tan tenaz, tan descarada como ésa. Así pues, abandoné el intento y me dediqué simplemente a contemplar ese ir y venir, esa insaciabilidad, esa hambre, esa indisimulada felicidad: yo mismo la conocía de alguna manera. Advertí que podía comprenderlos hasta cierto punto. Eso me alivió, casi logré librarme de la aversión. No digo que me alegrara, seguía igual de desesperado, creo que es fácil de comprender, pero admití que así eran las leyes de la naturaleza; con lo cual me volví a cubrir la herida, no luché más con ellos, ni volví a molestarlos.
Puedo afirmarlo: ni las experiencias acumuladas, ni la tranquilidad más perfecta, ni la total aceptación de nuestras situaciones pueden impedirnos dejar una última posibilidad a la esperanza, en el supuesto de poder hacerlo, se entiende. Así pues, cuando, junto con otros enfermos cuyas posibilidades para reincorporarse al trabajo eran visiblemente escasas, me enviaron otra vez a Buchenwald, como de vuelta al remitente, yo compartí -con lo que me quedaba de fuerzas- la alegría de los demás puesto que me acordaba de los días pasados allí y, sobre todo, de la sopa que se distribuía por las mañanas. Reconozco, sin embargo, que no me planteé el hecho de que antes tenía que llegar hasta allí y, para colmo, en tren y en las condiciones que ese tipo de viajes normalmente implicaban; puedo afirmar que hay cosas que antes yo no había comprendido y que difícilmente hubiera podido imaginar. Por ejemplo, la expresión tantas veces oída «los restos mortales» de alguien se refería, para mí, a una persona que estuviera forzosamente muerta. No había duda alguna de que yo estaba vivo; aun débil, medio apagado, todavía no se había extinguido en mí la llama de la vida, como la denominan. Allí estaba mi cuerpo y yo era consciente de todo lo que le pasaba, aunque no estuviera por completo dentro de él. Sin ninguna dificultad asumí la sensación de que aquella cosa, con otras cosas parecidas alrededor, estuviera tirada encima de un montón de paja húmeda y maloliente, en el suelo de un camión, de que las vendas de papel se hubiesen roto y deshecho, de que la camisa y los pantalones que me habían suministrado para el viaje estuvieran adheridos a mis heridas abiertas: todo eso no significaba nada para mí, no me interesaba, ni tenía influencia sobre mí; incluso puedo afirmar que hacía mucho que no me sentía tan liviano, tan en paz, como en un sueño, sí, tan agradablemente bien. Después de tanto tiempo también logré librarme de la tortura que representaba para mí el enfado: ya no me molestaban los otros cuerpos, parecidos al mío; al contrario, casi me alegraba de que estuvieran allí, conmigo, tan similares, tan familiares; por primera vez creo que me invadió un sentimiento extraño, anormal, el sentimiento tímido y torpe del amor. Lo mismo experimenté por parte de los demás, aunque no había mucha esperanza para ninguno. Quizás esto también contribuyera -junto con las dificultades de otra índole- a que estuviéramos tan silenciosos y tan unidos en nuestras quejas, suspiros y gemidos, y a que se oyeran igualmente algunas palabras de consuelo y de aliento. No eran sólo palabras, todos hacíamos también todo cuanto podíamos, y así me llegó -en el momento oportuno y quién sabe desde qué distancia-, pasando por manos piadosas y aplicadas, la lata amarilla de conservas que servía de orinal. Cuando finalmente sentí que no estaba tendido sobre el suelo del vagón sino encima de unos guijarros, en medio de unos charcos helados -no sabía ni cuándo ni cómo había llegado hasta allí-, la verdad es que ya no significaba mucho para mí haber tenido la suerte de llegar a Buchenwald, y hasta se me había olvidado que era el lugar al que tanto había deseado regresar. No sabía dónde estaba, si todavía en la estación o ya dentro del campo, no reconocía los alrededores, no veía los caminos, ni las casas, ni la estatua que recordaba perfectamente. De todas maneras, parecía que había estado acostado allí, tranquilamente y en paz, sin curiosidad, con paciencia, allí donde me habían dejado. No sentía frío ni dolor, ni tampoco sentía -más bien me daba cuenta por deducciones mentales- que mi cara estuviera salpicada por algo parecido al agua y la nieve. Me pasaba el tiempo reflexionando, observando lo que veía sin tener que esforzarme en absoluto: el cielo bajo, gris y sin brillo, las nubes pesadas como plomo que desfilaban lentamente ante mis ojos, cubriendo el cielo invernal. Las nubes se apartaban durante breves momentos, se veía la luz a través de algún pequeño hueco, por alguna minúscula rendija, y eso reflejaba de cierta manera el misterio repentino de las profundidades, desde las cuales me llegaba como un rayo, desde arriba, la mirada rápida y avizor de unos ojos de color indefinido pero ciertamente claro, unos ojos parecidos a los del médico de Auschwitz, delante del cual había tenido que pasar a mi llegada. A mi lado había un objeto contundente, un zapato de madera, y al otro lado se veía una gorra de diablo parecida a la mía, con dos ángulos en los dos extremos: la nariz y la barbilla, y en el medio un hueco: la cara. Más allá había más cabezas, cosas, cuerpos, claro, los restos de la carga recién llegada, los desechos, para utilizar una palabra más exacta, que de momento habían depositado allí. Pasó un tiempo -no sé si fue una hora, un día o un año- y por fin se oyeron voces, ruidos, señales de que algo estaba pasando. La cabeza que estaba a mi lado se movió, y vi unos brazos con uniforme de preso que agarraban el cuerpo para arrojarlo sobre una carretilla, o algo así, encima de otros cuerpos que ya yacían allí acumulados. Al mismo tiempo, llegaban a mis oídos unos retazos de palabras, y en aquel susurrar apenas audible reconocí una voz antaño más potente que balbuceaba: «Pro… tes… to…». Su cuerpo se detuvo un momento, suspendido en el aire, antes de seguir su vuelo, y yo escuché otra voz, probablemente la del que lo sujetaba por el hombro. Era una voz agradable, masculina, que pronunciaba una frase con el típico acento chapurreado del alemán del campo, una voz que reflejaba sorpresa o asombro, más que crítica: «Was? Du willst noch leben?» [¿Qué, aún quieres vivir?], preguntaba, y yo mismo no podía más que estar de acuerdo en que la protesta no era la respuesta más apropiada para aquel momento. Por mi parte decidí ser más sensato. Pero ya se estaban inclinando sobre mí, y me vi obligado a parpadear, puesto que una mano se movía delante de mis ojos, hasta que me encontré encima de una carretilla repleta que ya estaban empujando hacia algún lugar, no me apetecía preguntar cuál. Me obsesionaba una sola idea que se me había ocurrido pensar. Probablemente fuera por mi propio descuido, pero no había sido tan precavido como para enterarme de las costumbres, usos o prácticas que existían en Buchenwald, y no sabía cómo lo hacían: con gas, como en Auschwitz, o con medicamentos como me habían contado, también en Auschwitz, o quizá con balas o de alguna de las mil maneras existentes que yo, presumiblemente, no podía ni siquiera imaginar. De todas formas, tenía la esperanza de que no dolería y, aunque parezca extraño, esa esperanza era tan real y me invadía como lo hubiera hecho cualquier esperanza más real relativa al futuro. Me di cuenta también de que la vanidad es un sentimiento que parece acompañar al hombre hasta en sus últimos momentos, porque por muy intrigado que estuviera no se me habría ocurrido preguntar nada, ni pedir nada; permanecí todo el tiempo callado, ni siquiera miraba atrás, hacia los que me empujaban. El camino ascendía por una colina, y tras una curva divisé el panorama de abajo. Contemplé el paisaje grandioso, la falda de la colina, las casas de piedra, todas iguales, los barracones verdes, unos bien cuidados y otros nuevos, quizá más austeros, todavía sin pintar; la red complicada pero ordenada de los alambres de púas entre las columnas, toda aquella inmensidad que se perdía entre los árboles sin hojas, en medio de aquella niebla. Al lado de uno de los edificios de la entrada había muchos musulmanes desnudos, unos cuantos dignatarios paseando, esperando algo, por supuesto; reconocí a los barberos por sus taburetes y sus movimientos aplicados, bueno, todo indicaba que estaban aguardando la ducha y la entrada en el campo. Más adentro, ya por los caminos de piedra se observaban todas las señales de una constante y ferviente actividad, de un continuo quehacer: los antiguos habitantes, los convalecientes, los dignatarios, los encargados del almacén, los afortunados miembros elegidos de los destacamentos internos iban y venían, cumpliendo con sus tareas cotidianas. Humos de procedencia sospechosa se mezclaban con vapores más agradables; oí el conocido y simpático tintinear en alguna parte que me llegaba como en sueños, como si fueran unas suaves y dulces campanadas, y mis ojos encontraron, más abajo, la comitiva que cargaba la pesada olla, transportándola sobre unos palos sostenidos por encima de los hombros; en medio de aquel aire frío, punzante y húmedo sentí el olor inconfundible de la sopa de zanahoria. Aquella visión y aquel olor me provocaron un sentimiento en el pecho entumecido que fue creciendo en oleadas y consiguió llenarme los ojos -completamente secos- de lágrimas. No servían ni la reflexión, ni la lógica ni la deliberación, no servía la fría razón. En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso.