También le dijo que había pensado irse de Nueva York, pero la señora Clausen pareció impacientarse con todo aquello.
– No quisiera que dejaras tu empleo por mí -le dijo-. Si puedo vivir contigo, puedo hacerlo en cualquier parte. El lugar donde vives o lo que haces es secundario.
Patrick iba de un lado a otro con el pequeño en brazos mientras Doris fregaba los platos.
– Preferiría que Mary no tuviera un hijo tuyo -manifestó finalmente la señora Clausen, cuando regresaban al cobertizo de los botes, sacudiendo los brazos para ahuyentar a los mosquitos.
Él no podía verle la cara, pues una vez más Doris iba por delante de él, con la linterna y la canastilla infantil, mientras él llevaba al niño en brazos.
– No puedo culparla… por ese deseo de tener un hijo tuyo -añadió Doris, en las escaleras que conducían al piso en el cobertizo de los botes-. Sólo confío en que no lo tenga. Aunque ahora ni puedes ni debes hacer nada al respecto.
Wallingford se daba cuenta de algo que le caracterizaba, la existencia de un elemento esencial de su destino que él activaba sin proponérselo pero sobre el que carecía de control: que Mary Shanahan estuviera embarazada o no dependía del azar.
Antes de abandonar la cabaña principal, después de usar el bañador y cepillarse los dientes, sacó un preservativo del estuche para el afeitado y lo llevó al cobertizo. Cuando él depositó a Otto en la cama sobre la que le cambiaba, la señora Clausen vio que Wallingford tenía algo en el interior del puño cerrado.
– ¿Qué tienes en la mano? -le preguntó ella.
Él le mostró el preservativo. Doris estaba inclinada sobre el pequeño Otto, al que cambiaba el pañal.
– Será mejor que vayas a buscar otro -le dijo-. Vas a necesitar por lo menos dos.
Patrick tomó una linterna, se expuso de nuevo a los mosquitos y regresó al dormitorio sobre el cobertizo de los botes con otro preservativo y una cerveza fría. Encendió la lámpara de gas en su habitación, una tarea sencilla para quienes tienen ambas manos, pero ardua para él. Encendió la cerilla de madera y se puso el palito entre los dientes mientras encendía el gas. Cuando se quitó el fósforo de la boca y lo aplicó a la lámpara, ésta produjo una ligera detonación y surgió una llama brillante. Bajó el volumen de propano, pero la luz en el dormitorio sólo se redujo un poco. Diciéndose que aquel exceso lumínico no era muy romántico, se desvistió y se metió desnudo en la cama.
Se cubrió sólo con la sábana, subiéndola hasta la cintura; y así permaneció tendido boca abajo, apoyado en los codos, con las dos almohadas apretadas contra el pecho. Miró a través de la ventana el lago iluminado por una luna enorme. Faltaban dos o tres noches para que la luna estuviese oficialmente llena, pero ya lo parecía.
Él dejó la botella de cerveza sin abrir sobre el tocador, confiando en que más tarde la compartieran ambos. Los dos condones, con sus envoltorios de papel de estaño, estaban bajo las almohadas.
Debido al griterío de los somorgujos y una pelea entre patos cerca de la orilla, Patrick no oyó a Doris cuando entró en la habitación, pero al tenderse encima de él, con los senos desnudos contra su espalda, supo que estaba desnuda.
– Tengo frío con el bañador mojado -le susurró al oído-. Voy a quitármelo. ¿Quieres quitarte el tuyo también?
Su voz era tan parecida a la de la mujer en el sueño inducido por la cápsula azul que Wallingford tuvo cierta dificultad para responderle. Cuando logró decirle que sí, ella ya le había puesto boca arriba y había bajado la sábana.
– Será mejor que me des una de esas cosas -le dijo.
Él extendió su única mano por detrás de la cabeza y bajo las almohadas, pero la señora Clausen fue más rápida, encontró uno de los preservativos y rasgó el envoltorio con los dientes.
– Déjame hacerlo -le dijo-. Quiero ponértelo, nunca lo he hecho.
Parecía un poco perpleja por el aspecto del condón, pero no vaciló en ponérselo; lamentablemente, intentó colocarlo al revés.
– Está enrollado de cierta manera -dijo Wallingford.
Doris se rió de su error. Le puso el preservativo de la manera correcta, pero demasiado apresurada para que él pudiera hablarle. Era la primera vez que la señora Clausen ponía un condón a un hombre, pero Wallingford ya estaba familiarizado con la manera en que se colocó a horcajadas encima de él. (Sólo que esta vez él estaba tendido boca arriba, no sentado en una silla en el consultorio del doctor Zajac.)
– Déjame que te diga algo sobre tu fidelidad hacia mí -le decía Doris mientras se movía arriba y abajo, las manos apoyadas en los hombros de Patrick-. Si la monogamia es problemática para ti, será mejor que me lo digas ahora mismo… será mejor que me detengas.
Wallingford no dijo nada ni tampoco hizo el menor ademán de detenerla.
– Por favor, no dejes preñada a ninguna más -le dijo la señora Clausen, incluso con más seriedad. Le presionaba con toda su fuerza, y él alzaba las caderas para facilitar la penetración.
– De acuerdo le dijo Patrick.
A la áspera luz de la lámpara de gas, sus sombras en movimiento se proyectaban en la pared donde el rectángulo más oscuro había llamado antes la atención de Wallingford, aquel lugar vacío donde estuvo el póster cervecero del señor Otto. Era como si su acoplamiento fuese un retrato fantasmal, su futuro juntos todavía sin decidir.
Cuando terminaron de hacer el amor, tomaron la cerveza, y la botella quedó vacía en unos segundos. Entonces anduvieron desnudos a bañarse en la oscuridad de la noche. Wallingford tomó una sola toalla para los dos y la señora Clausen llevó la linterna. Caminaron uno detrás de otro por la estrecha pasarela que era el embarcadero dentro del cobertizo de los botes, pero esta vez Doris pidió a Patrick que bajara por la escala al lago delante de ella. Apenas había entrado en el agua, cuando ella le pidió que volviera al estrecho embarcadero.
– Sigue la luz de la linterna -le dijo, y dirigió el haz a través de las tablas, iluminando uno de los postes de apoyo que desaparecían en el agua oscura.
A varios centímetros por encima de la superficie, bajo las tablas del embarcadero y en una tabla horizontal, algo llamó la atención de Patrick. Se acercó más hasta que pudo verlo bien, y se sostuvo en el agua pedaleando.
Había una larga escarpia clavada en el poste, de la que pendían dos anillos. La habían doblado y la cabeza también estaba clavada en la madera. Patrick se dio cuenta de que la señora Clausen habría tenido que pedalear en el agua mientras la clavaba, y entonces doblarla con el martillo. No debía de haber sido tarea fácil, ni siquiera para una buena nadadora que tenía dos manos y era bastante fuerte.
– ¿Todavía están ahí? -le preguntó Doris-. ¿Los ves?
– Sí -respondió él.
Doris colocó de nuevo la linterna de manera que el haz de luz iluminara el lago. Patrick nadó desde debajo del embarcadero hacia el haz luminoso, donde ella le estaba esperando; flotaba boca arriba, con los senos por encima de la superficie. La señora Clausen no dijo nada, y él también guardó silencio. Imaginó que, un invierno, el hielo sería más denso que de ordinario; podría rozar contra el embarcadero en el cobertizo y los anillos se perderían. O bien una tormenta invernal podría llevarse el cobertizo. Fuera como fuese, las alianzas matrimoniales estaban donde les correspondía. Eso era lo que la señora Clausen había querido mostrarle.
Al otro lado del lago, el mirón recién llegado había encendido las luces de su cabaña. Les llegaba el sonido de su receptor de radio. Estaba escuchando un partido de béisbol, pero Patrick no podía discernir cuáles eran los equipos que jugaban. Nadaron de regreso al cobertizo de los botes, orientados por las luces de la linterna que estaba en el embarcadero y las lámparas de gas cuyas llamas brillaban desde las ventanas de los dos dormitorios. Esta vez Wallingford no se olvidó de orinar en el lago, de modo que luego no tuviera que ir al bosque y sufrir el incordio de los mosquitos.
Ambos dieron las buenas noches al pequeño Otto con un beso, y Doris apagó la lámpara de gas en la habitación del niño y corrió las cortinas. Entonces apagó la lámpara en el otro dormitorio, donde yació desnuda y fresca tras el baño en el lago, cubierta sólo por la sábana. Ambos tenían aún el cabello húmedo y frío a la luz de la luna. Ella no corrió las cortinas a propósito, pues quería despertarse temprano, antes que el bebé. Tanto ella como Patrick se durmieron enseguida en la habitación tenuemente iluminada por la luna, que esa noche no se puso hasta casi las tres de la madrugada.
El lunes el sol salió poco antes de las cinco, pero la señora Clausen se había levantado bastante antes. Cuando Wallingford se despertó, la habitación tenía una coloración gris perlina o peltre, y observó que estaba excitado; la situación se parecía a una de las más eróticas en el sueño inducido por la cápsula azul.
La señora Clausen le estaba poniendo el segundo condón. Había descubierto una manera de hacerlo que era novedosa incluso para Wallingford: se lo desenrollaba sobre el pene con los dientes. Teniendo en cuenta que carecía de experiencia previa con los preservativos, se mostraba incomparablemente innovadora, pero Doris le confesó que se había informado del método en un libro.
– ¿Era una novela? -quiso saber Wallingford. (¡Claro que lo era!)
– Dame la mano -le pidió la señora Clausen.
Como es natural, él creyó que se refería a la mano derecha, la única que tenía, y se la tendió.
– No, ésa no, dame la cuarta.
Patrick supuso que la había oído mal. Sin duda ella había dicho: «dame la que te falta», la mano inexistente, fantasmal.
– ¿Cómo has dicho? -le preguntó Wallingford, para asegurarse.
– Que me des la mano, la cuarta -replicó Doris. Le tomó el muñón y se lo puso entre los muslos, donde él notó que los dedos inexistentes cobraban vida.
– Naciste con dos manos y perdiste una -le explicó la señora Clausen-. La de Otto fue la tercera. En cuanto a ésta… -apretó los muslos para recalcar sus palabras-, ésta es la que nunca me olvidará, ésta es mía, es tu cuarta mano.
– Ah.
Tal vez por esa razón él podía notarla, como si fuese real. Volvieron a bañarse después de hacer el amor, pero esta vez uno de ellos se situó ante la ventana del dormitorio del pequeño Otto, mirando al otro mientras nadaba. Durante el turno de la señora Clausen, cuando salía el sol, Otto se despertó.
Prepararon el equipaje y Doris realizó todas las pequeñas tareas necesarias antes de cerrar la casa. Incluso tuvo tiempo de cruzar el lago por última vez para echar la basura en el vertedero. Wallingford se quedó con Otto, pues Doris conducía la embarcación con mucha más rapidez cuando el niño no estaba con ella.