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– Sí, es cierto -convino Patrick, y volvió a preguntarse en qué había estado pensando. ¿No era también aquello un contexto que había pasado por alto?

– Comprendo lo que se proponía Mary -siguió diciendo la señora Clausen. De improviso le tomó la mano entre las suyas y le miró con tal intensidad que él no pudo desviar los ojos-. ¿Quién no querría tener un hijo tuyo? -Se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza. Procuraba no alzar la voz ni perder los estribos, por lo menos en la habitación con el niño dormido-. Eres como una chica bonita que no tiene la menor idea de lo guapa que es. No tienes idea del efecto que causas. ¡No es que seas peligroso porque eres guapo, sino porque no sabes lo guapo que eres! Y además eres un inconsciente. -Esta palabra escoció a Patrick como si ella le hubiera abofeteado-. ¿Cómo es posible que pensaras en mí mientras intentabas dejar embarazada a otra? ¡No pensabas en mí! No lo hacías en aquel momento.

– Pero parecías una… posibilidad tan remota -fue lo único que Wallingford pudo decirle. Sabía que lo que ella acababa de decirle era cierto.

¡Qué necio era! Había cometido el error de contarle sus aventuras sexuales más recientes y hacerlas tan comprensibles para ella como lo era para él la vida sentimental de Doris, mucho más normal. Porque la relación amorosa de ella, aunque fuese un error, por lo menos había sido real; había tratado de salir con un viejo amigo que, en aquellos momentos, estaba tan disponible como ella. Y el intento había fracasado, eso era todo.

Al lado del único percance de la señora Clausen, el mundo de Wallingford carecía de ley en el aspecto sexual. El mismo desorden de sus pensamientos le avergonzaba.

La decepción que le había causado a Doris era tan visible como el cabello de la mujer, todavía mojado y enmarañado tras el baño nocturno. Su decepción era tan evidente como los semicírculos oscuros bajo los ojos, o lo que él veía de su cuerpo enfundado en el bañador violáceo y su desnudez vislumbrada a la luz de la luna y en el lago. (Había engordado un poco, o aún no había perdido el peso adquirido durante el embarazo.)

Wallingford se daba cuenta de que lo que más le gustaba de ella no era, ni mucho menos, su franqueza sexual. Doris siempre hablaba en serio y actuaba con resolución. La señora Clausen se lo tomaba todo en serio. Probablemente su aceptación no había sido una posibilidad tan remota como él había creído. Era Patrick quien, con su conducta, lo había echado todo a rodar.

Estaba sentada a cierta distancia de él en la pequeña cama, con las manos entrelazadas en el regazo. Ni miraba a Patrick ni tampoco al pequeño Otto, y parecía contemplar una fatiga indefinida y enorme, con la que estaba familiarizada y a la que miraba fijamente desde hacía mucho tiempo, con frecuencia a aquellas horas de la noche o por la mañana temprano.

– Debería dormir un poco -se limitó a decirle ella. Patrick pensó que, si fuese posible medir el alcance de su mirada abstraída, seguramente atravesaría la pared hasta llegar al rectángulo en el muro del otro dormitorio, el lugar cerca de la puerta donde antaño colgó un cuadro o un espejo.

– Había algo en la pared… en la habitación de al lado -conjeturó, tratando de entablar conversación, sin esperanza de conseguirlo-. ¿Qué era?

– No era más que un póster, un anuncio de cerveza le informó la señora Clausen con una inercia insoportable en su voz.

– Ah -replicó él, de nuevo sin querer, como si reaccionara a un golpe.

Nada más lógico que allí hubiera habido un anuncio de cerveza y que ella no hubiera querido seguir viéndolo. Patrick tendió su única mano y no la dejó caer en el regazo de Doris, sino que le rozó ligeramente el abdomen con el dorso de los dedos.

– Tenías un objeto metálico en el ombligo, una clase de adorno -aventuró-. Te lo vi cierta vez.

No añadió que fue la vez en que ella le montó en el consultorio del doctor Zajac. Nadie habría dicho al ver a Doris Clausen que era la clase de persona que se perfora el ombligo para colgar una anilla o algo por el estilo.

Ella le tomó la mano y la retuvo en su regazo, pero no era un gesto de estímulo: no quería que él la tocara en cualquier otra parte.

– Debería haber sido un amuleto de buena suerte le explicó Doris, y en su manera de decir «debería haber sido» él detectó una incredulidad prolongada durante años-. Otto lo compró en un centro de tatuajes. En aquel entonces lo probábamos todo con el fin de ser fértiles. Me lo ponía cuando intentaba quedar en estado. No funcionó, excepto contigo, y tú probablemente no lo necesitabas.

– ¿Ya no lo llevas?

– No quiero quedar embarazada de nuevo.

– Ah.

Patrick tuvo la angustiosa certeza de que la había perdido.

– Debería dormir un poco -insistió ella.

– Quería leerte algo, pero ya lo haré en otro momento.

– ¿De qué se trata?

– Verás, en realidad quería leérselo al pequeño Otto, cuando tenga más edad. Quería leértelo ahora porque pensaba en leérselo más adelante.

Se interrumpió. Estas palabras, fuera de contexto, no tenían más sentido que el resto de lo que le había dicho hasta entonces. Se sentía ridículo.

– ¿De qué se trata? -repitió ella.

– Es Stuart Little -respondió Patrick, y deseó no haberlo mencionado.

– Ah, el cuento infantil. Trata de un ratón, ¿verdad? -Él asintió, avergonzado-. Tiene un coche especial -añadió- y va por ahí en busca de un pájaro. Es una especie de En el camino sobre un ratón , ¿no es cierto?

Wallingford no lo habría dicho de esa manera, pero se mostró conforme. Que la señora Clausen hubiera leído En el camino , o al menos lo conociera, le sorprendió.

– Tengo que dormir -repitió Doris-. Y, por si me cuesta conciliar el sueño, me he traído un libro.

Patrick se esforzó por no replicarle. Era mucho lo que ahora parecía perdido, tanto más cuanto que no había sabido que hubiera podido no perder a Doris.

Por lo menos tuvo el buen sentido de no contarle la ocasión en que, en cama con Sarah Williams, o como se llamase, los dos desnudos, le leyó Stuart Little y La telaraña de Charlotte . Fuera de contexto (y posiblemente en cualquier clase de contexto), esa anécdota habría servido tan sólo para subrayar lo raro que era Patrick. El momento en que contarle una cosa así le habría favorecido pertenecía al pasado; ahora sería inconveniente. Estaba ganando tiempo porque no quería perderla, y ambos lo sabían.

– ¿Qué libro te has traído? -le preguntó.

La señora Clausen, sentada junto a él en la cama, aprovechó la oportunidad para levantarse. Abrió su bolsa de lona, que se parecía a otras bolsas más pequeñas con las cosas de un bebé. Ése era todo su equipaje, y no se había molestado todavía en abrirla, o no había tenido tiempo para ello.

Sacó el libro, que estaba debajo de su ropa interior, y se lo tendió, como si estuviera demasiado fatigada para hablar de él (probablemente lo estaba). Se trataba de El paciente inglés , una novela de Michael Ondaatje. Wallingford no la había leído, pero había visto la película.

– Fue la última película que vimos antes de la muerte de Otto -le explicó la señora Clausen-. Nos gustó a los dos. Y a mí me gustó tanto que quise leer el libro, pero lo he ido posponiendo hasta ahora. No quería que me recordara la última película que vi con Otto.

Patrick Wallingford miró el libro. Ella estaba leyendo una novela de calidad literaria para adultos y él se había propuesto leerle Stuart Little . ¿Cuándo iba a dejar de subestimarla? Que trabajara como taquillera de los Packers de Green Bay no excluía que leyera novelas de calidad literaria, aunque, y esto le avergonzaba, Patrick así lo había supuesto.

Recordó que la película basada en El paciente inglés le había gustado. A su ex mujer la película le gustó más que el libro. Dudaba del juicio de Marilyn sobre cualquier cosa, y confirmó lo acertado de esa duda cuando ella hizo un comentario sobre la novela que Wallingford recordaba haber leído en una crítica. Lo que ella dijo acerca de El paciente inglés fue que la película era mejor porque la novela estaba «demasiado bien escrita». Que un libro estuviera demasiado bien escrito era un concepto que sólo un crítico y Marilyn podían tener.

– No lo he leído -le dijo Wallingford a la señora Clausen, que depositó la novela en la bolsa abierta, encima de la ropa interior.

– Es buena le dijo Doris-. La estoy leyendo muy lentamente porque me gusta mucho. Creo que es mejor que la película, pero intento no recordar esa película.

(Naturalmente, esto significaba que jamás relegaría al olvido una sola escena de la película.)

¿Qué más podía decirle él? Tenía que ir al lavabo y como por milagro, se abstuvo de decírselo de la única manera que parecía posible en un lugar que carecía de lavabo («tengo que ir a mear»)… ya le había dicho lo suficiente por una noche. Ella le iluminó el pasillo con la linterna, a fin de que no tuviera que ir a tientas hasta su habitación.

Estaba demasiado cansado para encender la lámpara de gas. Sacó la linterna del cajón de la cómoda y bajó la empinada escalera. La luna se había ocultado y la oscuridad era ahora mucho más intensa. No debía de faltar mucho para que amaneciera. Eligió un árbol para aliviarse detrás del tronco, aunque no había nadie que pudiera verle. Cuando terminó de orinar los mosquitos ya le habían descubierto. Siguió con rapidez el haz luminoso de la linterna, de regreso al cobertizo.

La habitación de la señora Clausen y del pequeño Otto estaba a oscuras cuando Wallingford pasó silenciosamente ante la puerta abierta. Recordó que ella le había dicho que nunca dormía con la luz de gas encendida. Probablemente las lámparas de propano eran bastante seguras, pero la llama de una lámpara no dejaba de ser fuego y le inquietaba demasiado para poder dormir.

Wallingford dejó también abierta la puerta de su habitación, pues quería oír a Otto cuando se despertara. Tal vez se ofrecería para vigilar al niño a fin de que ella pudiera seguir durmiendo. ¿Tan difícil era entretener a un niño? ¿No era mucho más duro el público de la televisión?

Tras razonar de esta manera, se quitó la toalla que le rodeaba la cintura, se puso unos calzoncillos holgados, en forma de pantalones cortos, y se acostó, pero antes de apagar la linterna se fijó bien en el lugar donde estaba para encontrarla cuanto antes en la oscuridad si la necesitaba. (La dejó en el suelo, en el lado donde dormía la señora Clausen.) Ahora que se había puesto la luna, la negrura casi total se parecía a sus posibilidades con Doris.