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Patrick Wallingford se había convertido en el reportero televisivo en casos de fuerza mayor y necedades fortuitas. La gente le llamaba desde los taxis en marcha: «¡Eh, tío del león!». Los mensajeros en bicicleta le gritaban, tras escupir los silbatos que llevaban en la boca: «¡Hola, hombre de los desastres!». Peor todavía, a Patrick le gustaba tan poco su trabajo que había dejado de condolerse por las víctimas y sus familiares, y cuando los entrevistaba se le notaba su falta de solidaridad.

Aunque no le despidieron -puesto que había sufrido un accidente laboral, podría haberles demandado-, la marginación de Patrick llegó a tales cotas que la siguiente misión que le encomendaron carecía incluso de potencial desastroso. Le enviaban a Japón para que informara sobre un congreso patrocinado por un consorcio de periódicos japoneses. También a él le sorprendió el tema del congreso, «El futuro de las mujeres», que ciertamente no parecía ser nada catastrófico.

Pero la idea de que Patrick Wallingford asistiera al congreso… las mujeres de la sala de redacción en Nueva York se mondaban de risa.

– Van a darte muchos revolcones, Pat -bromeó una de ellas-. Quiero decir, muchos más que aquí.

– ¿Cómo sería posible que le dieran a Patrick más revolcones? -preguntó otra de las redactoras, y todas volvieron a desternillarse.

– Tengo entendido que en Japón tratan a las mujeres como si fuesen una mierda -observó una-. Y los hombres van a Bangkok y se portan de una manera abominable.

– Todos los hombres se portan de una manera abominable en Bangkok -dijo una mujer que había estado allí.

– ¿Has estado en Bangkok, Pat? -inquirió la primera que había hablado.

Sabía perfectamente bien que Patrick había estado allí, pues ella le había acompañado. Tan sólo le recordaba algo que todo el mundo en la sala de redacción sabía

– ¿Has estado alguna vez en Japón, Patrick? -le preguntó otra, cuando cesaron las risas.

– No, nunca -replicó Wallingford-. Tampoco me he acostado jamás con una japonesa.

Ellas le llamaron cerdo por decir tal cosa, aunque la mayoría lo hicieron cariñosamente. Entonces se dispersaron, dejándole con Mary, una de las mujeres más jóvenes de la sala de redacción. (Y una de las pocas con las que Patrick aún no se había acostado.)

Cuando Mary vio que estaban solos, le tocó el antebrazo izquierdo, muy ligeramente, en el borde del muñón. Las mujeres eran las únicas que le tocaban en ese lugar.

– Sólo están bromeando, ¿sabes? -le dijo-. Si se lo pidieras, la mayoría de ellas mañana volaría contigo a Tokyo.

Patrick ya había pensado en acostarse con Mary, pero siempre había surgido un impedimento u otro.

– Si te lo pido, ¿volarás mañana conmigo a Tokyo?

– Estoy casada -respondió Mary.

– Ya lo sé.

– Estoy esperando un bebé -añadió ella, y se echó a llorar.

La joven corrió tras las demás mujeres de la sala de redacción, dejando a Wallingford a solas con sus pensamientos, que se resumían en la constatación de que era siempre mejor dejar que la mujer diera el primer paso. En aquel momento recibió la llamada telefónica del doctor Zajac.

Los modales del cirujano cuando se presentó fueron, por decirlo con una sola palabra, quirúrgicos.

– La primera mano en la que ponga mis manos puede ser suya -le anunció el doctor Zajac-. Si usted la quiere de veras.

– ¿Por qué no habría de quererla? Quiero decir que si está sana…

– ¡Pues claro que estará sana! -replicó Zajac-. ¿Cree que le trasplantaría una mano que no estuviera sana?

– ¿Cuándo? -preguntó Patrick.

– Uno no puede precipitarse en la búsqueda de la mano perfecta -le informó Zajac.

– Me temo que no me haría ninguna gracia una mano femenina, o la de un viejo -pensó Patrick en voz alta.

– Encontrar la mano adecuada es asunto mío -dijo el doctor Zajac.

– Es la mano izquierda… -le recordó Wallingford.

– ¡Pues claro que sí! Me refería al donante.

– Muy bien, pero sin condiciones de ninguna clase -dijo Patrick. No tenía idea de por qué decía tal cosa; no había nada que le preocupara en particular.

– ¿Qué condiciones? -preguntó Zajac, perplejo. ¿A qué diablos se refería el reportero? ¿Qué condiciones podía comportar la mano de un donante?

Pero Wallingford partía hacia Japón, y acababa de enterarse de que debía pronunciar un discurso el día inaugural del congreso. No lo había escrito y pensaba hacerlo, pero lo pospondría hasta que estuviera en el avión.

Patrick no reflexionó sobre lo curioso que era su comentario, «sin condiciones de ninguna clase». Era la típica observación de un hombre con tendencia al desastre, el reflejo de alguien a quien un león ha mutilado… una tontería más que tan sólo había dicho por decir algo. (Una frase por el estilo de «ahora las chicas alemanas son muy populares en Nueva York».)

Y Zajac estaba contento… el asunto había quedado en sus manos, por así decirlo.