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– Sin embargo, profesor, en el corto tiempo que llevas conociendo a Patrón, creo que has tenido con él algunas conversaciones profundas. Y además, conociéndote como te conozco, sé que si accedes a ser el nuevo Guiador, con ocasión de eso aprovecharás para estudiar mejor la figura de Patrón. Y, a propósito, desde hace algún tiempo he venido dándole vueltas a la siguiente idea: me gustaría pedirte, profesor, que cuando estés con Patrón le preguntes por qué él empezó a considerarse el "Salvador de la humanidad" -ya fuera metafórica o cabalmente- antes de llamarse "Patrón", tal cual lo conocemos ahora. Pues como el viaje a la altiplanicie de Nasu quedó truncado de pronto, no tuve ocasión de preguntárselo por mí mismo.

– Si eso es importante para ti, así lo haré. También tengo que preguntarle a Patrón por qué Guiador se llamaba a sí mismo "Profeta de la humanidad", ya fuera metafórica o cabalmente, y cómo empezó a considerarse un "Guiador", según lo llamamos ahora.

A la cara angulosa, bien cincelada de Ikúo, afloraba una sonrisa semejante a una máscara sorprendentemente alegre, que se hacía visible a la brumosa luz de aquel cielo de nevada. Kizu no tenía idea de en qué términos Ikúo interpretaría su respuesta, pero se abstuvo de sondearlo al respecto.

Acto seguido se quedó en silencio, mirando cómo la nieve, que caía más espesa por momentos, azotaba el parabrisas; y sintió una sensación de ternura que se le transmitía desde Ikúo, el cual seguía a su lado, conduciendo. Y no es que los sólidos músculos y osamenta de Ikúo, con su aire marcial de siempre, se suavizaran; sino que algo más íntimo se le trasminaba desde dentro. Cuando Kizu se volvió a Ikúo, ya éste había borrado su sonrisa, aunque perduraba en él una expresión relajada, acorde con su juventud.

Ya desde que Kizu empezara a trabar conocimiento con Ikúo en la Sala de Secado del club de atletismo, y luego lo invitara a posar como modelo en su apartamento…, y sobre todo cuando allí llegó a tener relaciones sexuales con él, a menudo aquel joven le daba la impresión de estar espontáneamente liberando la tensión acumulada. Sin embargo, en el fondo de la actitud de Ikúo -y con relación a cualquier otra persona- había algo inamovible y sólido; hasta el punto de que, cuando Kizu se disponía a escribirle aquella carta dirigida a Patrón, llegó a pensar si aquel episodio de la niñez de Ikúo -en que, según éste le contara, la voz de Dios se le hizo audible- no habría marcado una huella indeleble en su vida.

Y no es que Kizu creyera las cosas de Ikúo tal y como éste se las confiaba. Pues Kizu no creía que aquí y ahora pudiese existir ese Dios capaz de comunicar tal experiencia mística a un niño. Para empezar, hablar de "aquí y ahora" refiriéndolo a Dios equivaldría seguramente a no decir nada. No obstante, tenía que ser cierto que el joven, al menos desde que abandonó la universidad, había vivido su vida enraizándola con toda el alma en tal recuerdo. En el Ikúo que él había conocido en el club de atletismo se adivinaba la presencia de un guerrero solitario que lucha en campo abierto, o -mejor dicho- en plena jungla. Su belleza hecha de reciedumbre y su cuerpo musculoso no tenían ni pizca del amaneramiento y blandenguería que Kizu había visto en otros jóvenes de su edad, tras su regreso a Japón. Así y todo, tampoco se daba el caso de que Ikúo tuviera esa sequedad insulsa de los estudiantes regresados de Vietnam a los que Kizu dio clase en América; y eso se debía a que el joven atesoraba en su corazón una ardiente esperanza, la cual no le permitiría quedarse en el nivel de los mediocres.

Desde el principio, Kizu había notado en Ikúo algo que lo hermanaba con un animal feroz. Siendo un solitario nato, no daba lugar a que nadie se le acercara; pero bajo ese exterior refractario, él dejaba asomar una valía interna de gran atractivo. Y aunque hubiera surgido aquella relación sexual, esa recia armadura que formaba parte de la intimidad de Ikúo jamás se había resquebrajado. Pero ya a estas alturas, Ikúo salía con su risita tan reciente, mostrando esa ternura natural que la acompañaba. Y eso provenía de que así manifestaba a las claras su respuesta sobre la aceptación de Kizu a asumir el papel de nuevo Guiador. Y, puestos a recordar cosas, es cierto que también Bailarina al principio se había mostrado quejosa a propósito de la idea de Patrón; pero cuando Kizu salió del estudio-dormitorio de éste y charlaron, lo que resultó de todo eso fue una adhesión inmediata por parte de ella, así como por parte de Ogi, a dicha idea.

Kizu volvió a reflexionar sobre su cometido como nuevo Guiador. Cuando se puso a recordar todavía unas palabras que Patrón por añadidura había dicho, iba ya a reproducírsele aquella ligera sonrisa, de la que Ikúo dijera que jamás había visto antes en él. Las palabras eran: "¡Basta con que pintes tus cuadros sin decir ni una palabra, para que así seas el nuevo Guiador!" Pero ¿cómo casaba eso con lo que el mismo Patrón había dicho otras veces, que Guiador trabajaba con la palabra, y que su misión la desempeñaba hablando? ¿Cómo sería posible transmitir a otros las visiones de Patrón por medio de la pintura? ¿Cómo iba a resultar eso?

Abundando en el tema, Kizu trató de imaginarse a sí mismo en el papel activo del nuevo Guiador. Pero no se veía en absoluto realizando un trabajo positivo. "Supuesto que ha de haber un liderazgo por parte de Patrón, lo mío será seguirle en sus iniciativas, bien que sea en este quehacer de pintar cuadros. Aunque…, se me acaba de ocurrir una cuestión: pintar cuadros, pero… ¿cómo? No se estará él refiriendo a que le pinte historias piadosas, como para ilustrar la narración oral de algún cuento?"

Kizu advirtió que la agitación interior que sentía dialogando con Patrón se le había calmado. Comoquiera que fuese, no le quedaba a Kizu ningún resto de duda sobre el nuevo paso adelante que estaba dando -y que afortunadamente incluía también a Ikúo-.

A la mañana siguiente, cuando se despertó Kizu, la nieve había cesado de caer. Aún no eran las siete, pero él tenía un alboroto interior que no lo dejaba reposar en la cama. Con la situación actual de pleno empleo de Ikúo en la oficina, las tareas de limpieza requerían de nuevo las manos de Kizu, y tuvo que aplicarse para dejar en orden la desastrada sala de estar. No quiso usar la potente aspiradora de fabricación americana que le suministraban con el apartamento, porque como hacía mucho ruido temía molestar con ella a los vecinos de su planta y a los de abajo. En éstas, percibió un rumor amortiguado fuera, y al volverse a mirar descubrió que unos finos flecos de nieve volvían a caer. Kizu pensó que su sensibilidad para captar pequeñas manifestaciones de movimiento dentro de su ámbito de visión era muy reveladora de su estado de ánimo actual; aunque no era capaz de definir el porqué de sus ideas.

Una vez que puso en orden la zona de taller se asomó a la terraza y, al fijar la vista en la pendiente cubierta de césped, descubrió que incluso la superficie del estanque se había blanqueado. Tras formarse allí una fina capa de hielo, la nieve se iba acumulando encima. El harunire, totalmente despojado de hojas, se mostraba desnudo y negro, sus gruesas ramas coronadas de nieve. Un bando de pajariiio amp;_ silvestres, que una llovizna habría espantado fácilmente, se mantenía inalterado bajo la nieve en polvo, moviendo ellos -con todo- de vez en cuando sus cuerpecillos sobre la rama mientras cada uno cuidaba de su sitio respectivo. Kizu intuyó que la nieve había desencadenado de algún modo la agitación que él sintiera en lo más hondo de sí mismo desde por la mañana temprano.

Por la tarde se aclaró el día, y al mirar por la ventana al harunire, la nieve que antes se le había adherido por un costado y sobre algunas porciones casi horizontales de las ramas se había derretido. El estanque, como no formaba ondas sobre su superficie, se veía helado, pero la nieve apilada encima había desaparecido. Tampoco había nieve sobre el césped; sólo quedaban unos puntos blancos por la hierba seca remanente entre los árboles desnudos de hojas.

Durante la mañana, aquella angustiosa excitación que Kizu había sentido tenía tintes sombríos, hasta el punto de hacerle recordar tras mucho tiempo la frase hecha "me hierve la sangre". Pero, por la tarde, la claridad del cielo y las nubes se le había infiltrado hasta el corazón.

Él no podía dejar de pensar en la nueva carga que se había echado encima, como una ardua tarea a la vista. No obstante, se sentía en posesión de la energía almacenada que era necesaria para hacerle frente. Kizu se encontraba en un estado anímico que sus alumnos de Nueva Jersey llamarían "positivo". Las nubes que se extendían más allá de la ventana no daban impresión de traer tormenta; antes bien pintaban a la acuarela aquel cielo claro.

Kizu sostenía verticalmente un bloc de dibujo Wattman F6 para hacer su composición. En el tercio superior de la hoja trazó blancas nubes resplandecientes y un cielo azul celeste lleno de luz. En la cuarta parte inferior del papel, una arboleda de tenue colorido otoñal sin una sola hoja, y las ra-mitas que ya se convertían al subir en tallos finos, entrecruzándose. Sobre el espacio intermedio se abría un extenso vacío no tocado por el pincel. No es que él lo tuviera muy claro, pero como costumbre adquirida de años atrás, Kizu daba por supuesto que allí había un sentido. En resumidas cuentas, que sólo cuando se cubriera de pintura aquella amplia franja horizontal -cinco doceavas partes del papel entero- dejada en blanco, el esbozo de Kizu se convertiría en una obra artística. No se trataba del paisaje visible a través de la ventana, sino de un espacio con cielo en lo alto y arboleda en su parte baja, para pintar allí en medio algo de su imaginación que conjuntara y encajara con lo ya pintado.

A poco, Kizu se había puesto a dibujar con un lápiz blando dos figuras humanas puestas en pie y vistas de espalda, para rellenar así aquel extenso blanco de cinco doceavos del papel. Luego empezó a aplicar acuarela. El espacio alrededor de las dos personas lo coloreó de azul celeste, y añadió formaciones verticales de nubes separadas entre sí.

Lo que Kizu había dibujado eran las figuras de Ikúo y la suya propia. Ambos aparecían cogidos de la mano, en un gesto no tan extraño entre hombres ya adultos. En la acuarela, Kizu figuraba tal como estaba vestido al pintarla: unos descoloridos pantalones negros de algodón, camisa de lana y un suéter encima. Ikúo llevaba pantalones vaqueros, y una camisa azul muy holgada, con mangas también amplias. Los dos calzaban unas altas botas de nieve con cordones para anudarlas al tobillo, como las que usaría en América cada invierno un artista que viviera en la costa nordeste de Estados Unidos, algo realmente innecesario en la ciudad de Tokio.