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Cuando llegó a la casa, descubrió que allí la esperaba el general Xue, ataviado con su uniforme completo y rodeado por los dignatarios locales. El salón, estancia central de la casa, aparecía iluminado por velas rojas y brillantes lámparas de gas, y en él tuvo lugar la ceremonia del kowtow frente a las imágenes del Cielo y la Tierra. A continuación, todos se saludaron mutuamente por medio del kowtow y mi abuela, de acuerdo con la costumbre, penetró sola en la cámara nupcial mientras el general Xue partía a celebrar un espléndido banquete con los hombres.

El general Xue no abandonó la casa en tres días. Mi abuela se sentía feliz. Creía amarle, y él no dejaba de mostrar hacia ella una especie de áspero afecto. Sin embargo, rara vez hablaba con ella acerca de cuestiones serias, tal y como recomendaba el dicho tradicional: «Las mujeres poseen cabello largo e inteligencia corta.» En China, el hombre debía mantener una actitud discreta y distante incluso con su familia. Así pues, mi abuela guardó silencio y se limitó a aplicarle masaje en los dedos de los pies antes de levantarse por la mañana y a tocar el qin para él al llegar el atardecer. Al cabo de una semana, el general le comunicó que tenía que partir. No le dijo adonde iba y ella sabía muy bien que no convenía preguntar. Su deber era esperarle hasta que regresara. Hubo de esperar seis años.

En septiembre de 1924 se desataron las luchas entre las dos principales facciones militares del norte de China. El general Xue fue ascendido a comandante en jefe de la guarnición de Pekín, pero al cabo de unas pocas semanas su viejo aliado cristiano -el general Feng- se pasó al bando contrario. El 3 de noviembre, fue obligado a dimitir Tsao Kun, a quien el general Xue y el general Feng habían ayudado a convertirse en presidente el año anterior. Aquel mismo día, la guarnición de Pekín fue disuelta y, dos días después, ocurrió lo propio con la policía. El general Xue se vio obligado a huir de la capital precipitadamente. Se retiró a una casa que poseía en Tianjin, en la concesión francesa, donde se gozaba de inmunidad extraterritorial. Se trataba del mismo lugar al que el presidente Li había huido un año antes, cuando Xue le expulsó del palacio presidencial.

Entretanto, mi abuela se vio atrapada por las continuas luchas. El control del Nordeste constituía un elemento vital en la lucha de todos los ejércitos, y las poblaciones situadas a lo largo de la vía del ferrocarril representaban objetivos particularmente importantes, en especial si -como era el caso de Yixian- se trataba de estaciones de empalme. Poco después de la partida del general Xue, la lucha llegó hasta las mismas murallas de la ciudad, junto a las que se desarrollaron feroces combates. Imperaban los saqueos. Una compañía italiana de armamento había anunciado a los empobrecidos jefes militares que aceptarían «pueblos saqueables» como garantía de sus suministros. Las violaciones eran igualmente frecuentes. Al igual que muchas otras mujeres, mi abuela hubo de ennegrecerse el rostro con hollín para adquirir un aspecto sucio y desagradable. Aquella vez, Yixian salió de la situación prácticamente intacta. La lucha terminó por desplazarse hacia el Sur y la situación volvió a la normalidad.

Para mi abuela, la «normalidad» equivalía a tener que encontrar métodos para matar el tiempo en su amplia residencia. La casa había sido construida al típico estilo chino, en torno a tres lados de un cuadrado. El costado sur del patio era un muro de dos metros de altura dotado de una verja que se abría hacia otro patio, guardado a su vez por una doble puerta con una aldaba redonda de latón.

Aquellas casas se hallaban diseñadas para soportar los extremos de un clima extremadamente duro, con temperaturas que oscilaban entre gélidos inviernos y ardientes veranos apenas separados por períodos de primavera u otoño. En verano, la temperatura podía ascender por encima de los 35 °C, pero en invierno caía hasta casi -30 °C, con vientos ululantes que atravesaban rugiendo las llanuras, procedentes de Siberia. El polvo se introducía en los ojos y arañaba la piel durante gran parte del año, y a menudo la gente se veía obligada a proteger su rostro y su cabeza con una máscara. En los patios interiores de las casas, todas las ventanas de las habitaciones principales se abrían al Sur para permitir la mayor entrada posible de sol, dejando que los muros del Norte soportaran el asalto del viento y el polvo. El costado norte de la casa contenía una sala de estar y el dormitorio de mi abuela; las alas que se extendían a ambos lados se hallaban destinadas a la servidumbre y al resto de las actividades. Los suelos de las estancias principales estaban cubiertos de baldosa, y las ventanas de madera forradas de papel. El tejado, inclinado, aparecía revestido de suaves tejas negras.

Desde el punto de vista local, se trataba de una casa lujosa, muy superior a la de sus padres, pero mi abuela se sentía sola y desdichada. Contaba con varios sirvientes, entre ellos un portero, un cocinero y dos doncellas. Su tarea no consistía tan sólo en servir, sino también en hacer las veces de guardianes y espías. El portero tenía instrucciones de no permitir la salida de mi abuela bajo ninguna circunstancia. Antes de su partida, y a modo de advertencia, el general Xue relató a mi abuela una historia referente a otra de sus concubinas. Tras descubrir que había mantenido una aventura con uno de los sirvientes masculinos, la había atado a la cama y le había introducido un trapo en la boca. A continuación, había hecho verter alcohol sobre el tejido, hasta que asfixió lentamente a la mujer. «Claro está, no podía concederle el placer de una muerte rápida. El acto más vil que puede cometer una mujer es traicionar a su marido», había dicho. En lo que se refería a cuestiones de infidelidad, un hombre como el general Xue sentiría mucho más odio por la mujer que por el hombre. «En cuanto a su amante, me limité a mandarlo fusilar», añadió en tono indiferente. Mi abuela nunca supo si todo aquello había sucedido realmente o no, pero a sus quince años de edad quedó inevitablemente petrificada al oírlo.

A partir de aquel momento, vivió en un estado constante de temor. Dado que apenas salía, se vio obligada a crearse un mundo propio entre aquellas cuatro paredes. Pero ni siquiera allí se sentía dueña de su propia casa, y había de dedicar largos ratos a halagar a sus sirvientes para evitar que inventaran historias acerca de ella (algo tan corriente que se consideraba casi inevitable). Les hacía numerosos presentes, y organizaba asimismo partidas de mah-jongg, ya que al ganador le correspondía siempre entregar una generosa propina a la servidumbre.

Nunca careció de dinero. El general Xue le enviaba una pensión fija que le era entregada mensualmente por el director de su casa de empeños, quien también se encargaba de los recibos de sus pérdidas en las partidas de mah-jongg.

La celebración de partidas de mah-jongg formaba parte habitual de la vida de las concubinas chinas, al igual que lo era fumar opio, una droga siempre disponible y considerada un medio de mantener satisfechas a las personas en su situación: drogadas… y dependientes. En su intento por luchar contra la soledad, muchas concubinas se convertían en adictas. El general Xue animó a mi abuela a desarrollar el hábito, pero ésta hizo caso omiso de sus recomendaciones.

Prácticamente las únicas veces que se le permitía salir de casa era cuando iba a la ópera. Aparte de eso, se veía obligada a permanecer todos los días sentada en casa, de la mañana a la noche. Leía mucho, especialmente obras de teatro y novelas, y cuidaba sus flores favoritas -balsamina, hibisco, dondiego y rosas de Sharon- en tiestos que conservaba en el patio, donde también cultivaba bonsáis. Su otro consuelo dentro de aquella jaula de oro era un gato que poseía.

Se le permitía visitar a sus padres, pero incluso eso era contemplado con malos ojos, y no podía quedarse a pasar la noche con ellos. Aunque se trataba de las únicas personas con las que podía hablar, visitarles se convirtió para ella en una pesadilla. Su padre había sido ascendido a jefe adjunto de la policía local por su relación con el general Xue, lo que le había permitido adquirir tierras y propiedades. Cada vez que mi abuela abría la boca para decir lo desdichada que era, su padre respondía con un sermón en el que afirmaba que una mujer virtuosa debería suprimir sus emociones y no desear nada que rebasara las obligaciones que debía a su esposo. El hecho de que le echara de menos era bueno, pues era virtuoso, pero las mujeres no debían protestar. De hecho, una mujer como es debido no debía tener siquiera puntos de vista propios; y si los tenía, desde luego no debía ser tan osada como para hablar de ellos. Solía citar un viejo dicho chino: «Si estás casada con un pollo, obedece al pollo; si estás casada con un perro, obedece al perro.»

Transcurrieron seis años. Al principio se cruzaron unas pocas cartas; luego, silencio total. Incapaz de eliminar su energía y su frustración sexual, imposibilitada siquiera de caminar a grandes zancadas debido a sus pies vendados, mi abuela se veía limitada a recorrer la casa a pasitos. Al principio, depositó todas sus esperanzas en recibir algún mensaje, a la vez que repasaba mentalmente una y otra vez su breve vida con el general. Llegó incluso a recordar con nostalgia la sumisión física y psicológica que sufría junto a él. Le echaba mucho de menos, a pesar de que sabía que no era sino una más de tantas de sus concubinas que salpicaban el territorio chino y de que nunca había alimentado la idea de pasar el resto de su vida con él. Incluso así, le añoraba, ya que representaba su única posibilidad de poder llevar una vida digna de ese nombre.

Sin embargo, a medida que las semanas se convertían en meses, y los meses en años, su nostalgia fue amortiguándose. Llegó a darse cuenta de que, para él, ella no era sino un juguete que podía coger y soltar según le apeteciera. Ya no tenía nada sobre lo que enfocar su inquietud, ahora permanentemente oprimida por una especie de camisa de fuerza. Las ocasiones en que lograba estirar sus extremidades se sentía tan agitada que no sabía qué hacer consigo misma. Algunas veces, llegaba a desplomarse inconsciente sobre el suelo. Habría de sufrir episodios similares durante el resto de su vida.

Por fin, un día, seis años después de haberle visto salir por la puerta como si tal cosa, apareció su «esposo». El reencuentro fue muy distinto de lo que había soñado al comienzo de su separación. Entonces, en sus fantasías, había planeado entregarse total y apasionadamente a él, pero ahora apenas lograba despertar en sí misma una reservada conciencia de su deber. Por otra parte, le angustiaba la idea de haber podido ofender a alguno de los sirvientes o de que éstos inventaran historias destinadas a congraciarse con el general y destrozar su vida. Pero todo transcurrió apaciblemente. El general, quien ya había superado la cincuentena, parecía haberse suavizado, y su aspecto ya no era tan majestuoso como antes. Tal y como mi abuela esperaba, en ningún momento mencionó dónde había estado, el motivo por el que había partido tan abruptamente ni por qué había vuelto, y ella no se lo preguntó. Aparte del hecho de que no deseaba recibir una reprimenda por mostrarse demasiado curiosa, lo cierto era que no le importaba.