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Algo más tarde, se le comunicó que iba a ser llevada a presencia de su «marido». El general se hallaba tendido sobre un kang. El kang era la cama típicamente utilizada en todo el norte de China: consistía en una gran superficie plana y rectangular de apenas un metro de altura, caldeada desde la parte inferior por una estufa de ladrillo. A su alrededor se arrodillaban un par de doncellas o concubinas, ocupadas en aplicarle masaje en las piernas y el estómago. El general Xue tenía los ojos cerrados, y su aspecto era terriblemente cetrino. Mi abuela se inclinó sobre el borde de la cama y silabeó su nombre suavemente. El general abrió los ojos y logró distender sus labios con una débil sonrisa. Mi abuela depositó a mi madre sobre la cama y dijo, «Ésta es Bao Qin». Con lo que pareció un enorme esfuerzo, el general Xue acarició la cabeza de mi madre y dijo, «Bao Qin ha salido a ti; es muy hermosa». A continuación, cerró los ojos.

Mi abuela pronunció el nombre de su esposo en voz alta, pero éste mantuvo los ojos cerrados. No era difícil adivinar que se encontraba gravemente enfermo, acaso moribundo, por lo que tomó de nuevo a mi madre en sus brazos y la oprimió fuertemente contra su pecho. Sin embargo, tan sólo disfrutó de unos segundos para ello antes de que la esposa del general, quien hasta entonces había estado revoloteando con impaciencia por la estancia, comenzara a tirarle de la manga. Ya en el exterior, la esposa previno a mi madre de que no debería importunar demasiado al amo; de hecho, sería mejor que no le viera en absoluto y que permaneciera en su habitación hasta que se solicitara su presencia.

Mi abuela se sintió aterrorizada. En su calidad de concubina, tanto su futuro como el de su hija se hallaban en peligro, acaso en un peligro mortal. Carecía de derechos. Si el general moría, se encontraría a merced de su esposa, quien poseería entonces un derecho absoluto sobre su vida o su muerte. Podía hacer lo que se le antojara: venderla a un hombre rico o, incluso, entregarla a un burdel, costumbre por entonces bastante corriente. En tal caso, mi abuela no volvería a ver a su hija. Sabía que ambas debían partir de allí lo antes posible.

Tan pronto regresó a su habitación, se esforzó por tranquilizarse y comenzó a planear su huida. Sin embargo, cuando intentaba pensar sentía como si su cabeza se inundara de sangre. Sentía sus piernas tan débiles que no podía caminar sin apoyarse en el mobiliario. No pudo evitar el derrumbarse una vez más, y comenzó a sollozar. En parte, por rabia, ya que no lograba ver una vía de escape a su situación. Lo peor de todo era que pensaba que el general podía morir en cualquier momento, dejándola para siempre indefensa.

Poco a poco, logró dominar sus nervios y se esforzó por pensar con claridad. Comenzó a revisar la mansión de un modo sistemático. Se hallaba dividida en distintos patios distribuidos de tal modo que ocupaban una gran finca rodeada por altos muros. Había algunos cipreses, algunos abedules y algunos ciruelos de invierno, pero ninguno de ellos se encontraba lo suficientemente cerca de los muros. Con objeto de asegurar que ningún posible asesino contara con medio alguno de ocultarse, ni siquiera se observaba la presencia de grandes arbustos. Las dos puertas que conducían al exterior del jardín se encontraban cerradas con un candado, y la verja principal estaba guardada por sirvientes armados.

A mi abuela no se le permitía abandonar la zona amurallada. Se hallaba autorizada para ver al general a diario, pero tan sólo durante las visitas organizadas dispuestas para el resto de las mujeres. Apenas tenía oportunidad de deslizarse junto a su cama y murmurar, «Os saludo, mi señor».

Entretanto, comenzó a formarse una idea más clara del resto de los «.personajes que habitaban la casa. Aparte de la esposa del general, su segunda concubina parecía ser la persona más importante. Mi abuela descubrió que había ordenado a los sirvientes que la trataran bien, lo que facilitaba considerablemente su situación. En una hacienda de estas características, la actitud de los sirvientes se hallaba determinada por la categoría de aquellos a quienes se veían obligados a servir. Tan pronto adulaban a las personas más favorecidas como maltrataban a quienes habían caído en desgracia.

La segunda concubina tenía una hija algo mayor que mi madre, lo que representaba un vínculo adicional entre ambas mujeres, a la vez que constituía un motivo que explicaba el favor que la primera gozaba frente al general Xue, quien no tenía otros hijos aparte de mi madre.

Transcurrido un mes, durante el cual logró trabar bastante amistad con ambas concubinas, mi abuela acudió a presencia de la esposa del general y le comunicó que necesitaba regresar en busca de más ropa. La esposa le concedió su permiso, pero cuando mi abuela le preguntó si podía llevar consigo a su hija para que se despidiera de sus abuelos, respondió con una negativa. La estirpe de los Xue no había de abandonar el recinto del hogar paterno.

Así pues, mi abuela enfiló sola la polvorienta carretera que conducía a Changli. Una vez que el cochero la hubo dejado en la estación de ferrocarril, comenzó a hacer preguntas a las personas que por allí había. Descubrió dos jinetes dispuestos a proporcionarle el medio de transporte que precisaba. Tras esperar la caída de la noche, utilizó un atajo para regresar apresuradamente a Lulong en compañía de ellos y de sus caballos. Uno de los hombres la sentó en su silla y cabalgó en cabeza durante todo el trayecto sin soltar en ningún momento las riendas.

Cuando llegaron a la mansión, mi abuela se dirigió a una de las entradas posteriores y anunció su presencia con una señal preestablecida. Tras un corto intervalo que a ella se le antojó de varias horas -aunque apenas ocupó unos pocos minutos- la verja se abrió y la luna iluminó la figura de su hermana, sosteniendo a mi madre en brazos. El cerrojo había sido abierto por su amiga, la segunda concubina, quien lo había destrozado con hacha para que pareciera que alguien lo había forzado.

Mi abuela apenas dispuso de tiempo para abrazar rápidamente a mi madre. Por otra parte, tampoco deseaba despertarla, temerosa de que su llanto alertara a los guardas. Tras atar a mi madre a la espalda de uno de los jinetes, ella y su hermana montaron en los dos caballos y desaparecieron en la noche. Los jinetes habían recibido una recompensa generosa, por lo que procuraron apresurar el paso. Al amanecer se encontraban en Changli, y antes de que nadie pudiera dar la alarma, ambas mujeres habían tomado ya el tren que conducía al Norte. Al atardecer, cuando el tren hizo finalmente su entrada en Yixian, mi abuela se desplomó sobre el suelo y permaneció allí largo rato, incapaz de moverse.

Se hallaba relativamente a salvo, a casi trescientos kilómetros de Lulong y fuera del alcance de los habitantes de la hacienda Xue. No podía llevar a mi madre a casa por miedo a los sirvientes, por lo que rogó a una antigua amiga del colegio si no le importaría ocultarla en la suya. La amiga vivía en casa de su suegro, un médico manchú llamado doctor Xia, de quien se sabía que era un hombre bondadoso que jamás traicionaría a nadie, y menos a un amigo.

La hacienda Xue nunca hubiera perdido el tiempo en perseguir a mi abuela, una simple concubina. El problema era mi madre, una descendiente por línea directa. Mi abuela envió un telegrama a Lulong en el que informaba que mi madre había caído enferma durante el viaje en tren y había muerto. A ello siguió una espera angustiosa durante la que los estados de humor de mi abuela variaron constantemente. En ocasiones, confiaba en que la familia hubiera creído su relato pero, a continuación, se atormentaba a sí misma pensando que quizá no fuera así, que acaso se proponían enviar una pandilla de matones para secuestrarla a ella junto con su hija. Por fin, se consoló pensando que la familia Xue se hallaría demasiado preocupada por el inminente fallecimiento del patriarca para gastar energía en inquietarse acerca de ella, y que probablemente las mujeres que habitaban en la hacienda salían al fin y al cabo ganando con la ausencia de su hija.

Una vez se hizo a la idea de que la familia Xue iba a dejarla en paz, mi abuela se retiró discretamente a su casa de Yixian en compañía de mi madre. Ni siquiera le preocupaban ya los sirvientes, puesto que sabía que su «esposo» no había de acudir. No hubo noticias de Lulong durante más de un año, hasta que en el otoño de 1933 llegó un telegrama que informaba de que el general Xue había muerto, por lo que se reclamaba la presencia inmediata de mi abuela en Lulong para el funeral.

El general había muerto en Tianjin, en el mes de septiembre. Su cuerpo fue devuelto a Lulong en un féretro lacado cubierto por un manto de seda bordada. Le acompañaban otros dos ataúdes, uno igualmente lacado y revestido de seda y el otro fabricado de madera basta y sin forrar. El primero contenía el cuerpo de una de sus concubinas, quien se había envenenado con opio para acompañarle en el momento de su muerte, lo que se consideraba el máximo grado posible de lealtad conyugal. En su honor, la mansión del general Xue se vio posteriormente adornada con una placa escrita por el célebre general Wu Pei-fu. El segundo ataúd contenía los restos de otra concubina, muerta dos años atrás de fiebres tifoideas. Su cadáver había sido exhumado para ser nuevamente sepultado junto al general Xue, tal y como era la costumbre. El féretro era de madera sencilla debido a que la horrible enfermedad que había terminado con su vida la convertía en un símbolo de mala fortuna. Ambos féretros habían sido rellenados con recipientes de mercurio y carbón vegetal para evitar la descomposición de los cuerpos, y en las bocas de ambas mujeres había sido introducida una perla.

El general Xue y las dos concubinas fueron sepultados en la misma tumba; con el tiempo, tanto su esposa como el resto de las concubinas ocuparían un lugar junto a ellos. Durante el funeral, la tarea esencial de sostener una bandera para reclamar el espíritu del fallecido debía ser llevada a cabo por el hijo del muerto. Dado que el general no tenía hijos, su esposa adoptó a su sobrino -de diez años de edad- para que desempeñara tal labor. El muchacho se ocupó asimismo de otro ritual, consistente en arrodillarse junto al féretro y gritar «¡Cuidado con los clavos!». La tradición afirmaba que, en caso contrario, el fallecido podría herirse con ellos.

La sepultura había sido escogida por el propio general Xue según los principios de la geomancia. Se hallaba situada en un lugar hermoso y apacible desde el que se divisaban las distantes montañas situadas al Norte. La parte frontal daba a un arroyo que discurría entre los eucaliptos que se alzaban en dirección Sur. Dicha localización simbolizaba el deseo de dejar tras de sí elementos sólidos con los cuales contar: las montañas, por una parte, y el reflejo glorioso del sol frente a él como símbolo del nacimiento de la prosperidad.