Изменить стиль страницы

Al día siguiente, un hombre al que mi madre no había visto nunca le entregó los detonadores. Ella los introdujo en su bolso y acudió al depósito en compañía de Hui-ge. Nadie los registró. Cuando estuvieron dentro, pidió a Hui-ge que le enseñara el lugar, pero dejó el bolso en el automóvil, tal y como le habían pedido que hiciera. Otros activistas habían de encargarse de recoger los detonadores cuando se perdieran de vista. Mi madre paseó con deliberada lentitud para dar más tiempo a los hombres, y Hui-ge no tuvo inconveniente alguno en complacerla.

Aquella noche, la ciudad se vio sacudida por una gigantesca explosión. Las detonaciones se sucedían unas a otras como una reacción en cadena, y la dinamita y las bombas iluminaban el cielo como un espectacular despliegue de fuegos artificiales. La calle en la que se encontraba el depósito estaba en llamas. Las ventanas habían quedado destrozadas dentro de un radio de aproximadamente cincuenta metros. A la mañana siguiente, Hui-ge invitó a mi madre a la mansión de los Ji. Tenía los ojos hundidos y no se había afeitado. Resultaba evidente que no había pegado ojo. La saludó con algo más de reserva que de costumbre.

Tras un denso silencio, le preguntó si conocía la noticia. La expresión que mostró ella debió de confirmar sus peores temores: que él mismo había contribuido a paralizar su propia división. Dijo que habría una investigación.

– Me pregunto si la fuerza de esta explosión me arrancará la cabeza de los hombros -suspiró- o atraerá sobre mí una recompensa.

Mi madre, que sentía compasión por él, le dijo con aplomo:

– Estoy segura de que se te considera por encima de toda sospecha. No me cabe duda de que serás recompensado.

Al oír aquello, Hui-ge se puso en pie y saludó militarmente.

– ¡Agradezco tu promesa! -dijo.

Para entonces, los obuses de la artillería comunista habían comenzado a caer sobre la ciudad. Cuando mi madre oyó por primera vez el silbido de las bombas que volaban sobre su cabeza se sintió un poco asustada. Más tarde, sin embargo, cuando el bombardeo arreció, comenzó a acostumbrarse a ello. Era como una especie de trueno permanente. La mayor parte de las personas perdían el miedo bajo una especie de indiferencia fatalista. El asedio sirvió también para quebrar el rígido ritual manchú del doctor Xia: por primera vez, todos los miembros de la familia comieron juntos, hombres y mujeres, amos y sirvientes. Hasta entonces, lo habían hecho nada menos que en ocho grupos distintos, cada uno de los cuales consumía una comida diferente. Un día, mientras estaban sentados en torno a la mesa disponiéndose a cenar, un obús entró con gran estrépito por la ventana que se abría sobre el kang en el que jugaba el hijo de Yu-lin, de un año de edad, y se detuvo bajo la mesa del comedor. Afortunadamente, como muchos otros obuses, era defectuoso.

Una vez comenzó el asedio, cesó la posibilidad de conseguir alimentos, ni siquiera en el mercado negro. Cien millones de dólares del Kuomintang apenas bastaban para comprar una libra de sorgo. Al igual que la mayor parte de las familias que podían permitírselo, mi abuela había almacenado un poco de sorgo y de habas de soja, y el marido de su hermana, Lealtad Pei-o, se sirvió de sus contactos para obtener algún suministro extraordinario. El asno de la familia resultó muerto por un trozo de metralla durante el asedio, así que se lo comieron.

El 8 de octubre, los comunistas situaron casi un cuarto de millón de soldados en posición de ataque. El bombardeo se volvió mucho más intenso y aumentó asimismo la precisión de los disparos. El general Fan Han-jie -comandante en jefe del Kuomintang- decía que parecían seguirle allí donde fuera. Numerosas baterías artilleras fueron neutralizadas, y las fortalezas del incompleto sistema de defensa se vieron, al igual que la carretera y los nudos ferroviarios, sometidas a un nutrido fuego. Las líneas del teléfono y el telégrafo resultaron cortadas, y el sistema eléctrico se vino abajo.

El 13 de octubre las defensas exteriores se derrumbaron. Más de cien mil soldados del Kuomintang retrocedieron atropelladamente hacia el interior de la ciudad. Aquella noche, una banda compuesta aproximadamente por una docena de soldados desgreñados irrumpió en la casa de los Xia pidiendo comida. No habían comido en dos días. El doctor Xia les saludó cortésmente y la esposa de Yu-lin comenzó inmediatamente a cocinar una enorme cacerola de fideos de sorgo. Cuando estuvieron listos, los depositó sobre la mesa de la cocina y entró en la habitación contigua para avisar a los soldados. Al volver la espalda, una granada aterrizó en la cacerola y estalló, esparciendo los fideos por toda la cocina. Ella se arrojó bajo una estrecha mesa situada frente al kang. Uno de los soldados estuvo a punto de adelantársele, pero la esposa de Yu-lin le asió de una pierna y le apartó. Mi abuela se mostró horrorizada. «¿Qué hubiera ocurrido si llega a volverse hacia ti y aprieta el gatillo?», siseó con furia cuando estuvieron fuera del alcance de sus oídos.

Hasta las etapas finales del asedio, los bombardeos mostraron una precisión impresionante: muy pocas casas civiles resultaron alcanzadas, aunque la población hubo de sufrir los efectos de los terribles incendios que producían las bombas sin disponer de agua con la que apagarlos. El cielo aparecía completamente oscurecido por un humo oscuro y espeso e, incluso durante el día, era imposible ver más allá de unos pocos metros. El estruendo de la artillería era ensordecedor. Mi madre podía oír los lamentos de la gente, pero nunca lograba determinar de dónde venían ni qué estaba ocurriendo.

El 14 de octubre dio comienzo la ofensiva final. Novecientas piezas de artillería bombardearon la ciudad sin pausa. Casi todos los miembros de la familia se resguardaron en un improvisado refugio antiaéreo que habían excavado previamente, pero el doctor Xia se negó a abandonar la casa. Se sentó tranquilamente sobre el kang en la esquina de su estancia situada junto a la ventana y oró silenciosamente a Buda. En un momento determinado, catorce gatitos entraron corriendo en la estancia, y el anciano se mostró encantado: «Un lugar en el que intenta refugiarse un gato es un lugar afortunado», dijo. Ni una sola bala penetró en su cuarto… y todos los gatitos sobrevivieron. La única otra persona que se negó a descender al refugio fue mi bisabuela, quien se limitó a enroscarse en su habitación bajo la mesa de roble que había junto al kang. Cuando concluyó la batalla, los gruesos edredones y mantas que cubrían la mesa parecían un colador.

Durante uno de los bombardeos, mientras estaban en el refugio, el hijito de Yu-lin dijo que tenía que hacer pipí. Su madre le acompañó al exterior y, unos segundos después, el costado del refugio que habían ocupado previamente se derrumbó. Mi madre y mi abuela tuvieron que salir y refugiarse en la casa. Mi madre se acurrucó junto al kang de la cocina, pero muy pronto el costado de ladrillo del kang comenzó a sufrir el impacto de trozos de metralla y la casa comenzó a temblar. Salió corriendo al jardín posterior. El cielo estaba ennegrecido por el humo. Las balas volaban por el aire y rebotaban por todos sitios, estrellándose contra los muros; el ruido era similar al de una lluvia poderosa mezclada con gritos y lamentos.

Durante la madrugada del día siguiente, un grupo de soldados del Kuomintang irrumpieron en la casa arrastrando consigo a unos veinte civiles aterrorizados de todas las edades: eran los residentes de las casas colindantes. Los soldados estaban al borde de la histeria. Procedían de un puesto de artillería emplazado en un templo situado al otro lado de la calle y chillaban sin parar a los civiles asegurando que alguno de ellos tenía que haber revelado su posición. Gritaban una y otra vez que querían saber quién había sido. Al ver que nadie hablaba, agarraron a mi madre y la empujaron contra una pared, acusándola a ella. Mi abuela, horrorizada, sacó apresuradamente unas pequeñas piezas de oro y las introdujo en las manos de los soldados. Ella y el doctor Xia se postraron de rodillas ante los soldados y les suplicaron que dejaran en libertad a mi madre. La esposa de Yu-lin afirmó posteriormente que había sido la única vez que había visto al doctor Xia realmente asustado. El anciano rogaba una y otra vez a los soldados: «Es mi hijita. Por favor, creedme, ella no lo hizo…»

Los soldados se quedaron con el oro y dejaron libre a mi madre, pero a punta de bayoneta obligaron a todos los presentes a entrar en dos habitaciones y los dejaron allí encerrados, para evitar, según dijeron, que pudiesen enviar más señales al enemigo. Dentro de las habitaciones reinaba una oscuridad total, y la atmósfera era sobrecogedora. Sin embargo, mi madre no tardó en advertir que el bombardeo amainaba. Los sonidos procedentes del exterior cambiaron. Mezcladas con el silbido de las balas se oían las explosiones de las granadas de mano y el entrechocar de las bayonetas. Algunas voces gritaban: «¡Deponed las armas y os perdonaremos la vida!» Podían escucharse escalofriantes alaridos y gritos de ira y de dolor. A continuación, los gritos y los disparos fueron acercándose cada vez más y mi madre oyó el sonido de las botas sobre los adoquines a medida que los soldados del Kuomintang corrían calle abajo.

Por fin, el alboroto amainó un poco y los Xia pudieron oír golpes sobre la puerta lateral de la casa. El doctor Xia se acercó cautelosamente a la puerta de la habitación y la abrió poco a poco: los soldados del Kuomintang se habían marchado. A continuación, se acercó a la puerta lateral y preguntó quién llamaba. Una voz respondió: «El Ejército popular. Hemos venido a liberaros.» El doctor Xia abrió la puerta y entraron rápidamente varios hombres vestidos con uniformes viejos y deformados. A pesar de la oscuridad, mi madre vio que llevaban toallas blancas arrolladas alrededor de la manga izquierda como si se tratara de brazaletes y que mantenían sus armas preparadas para atacar y con las bayonetas caladas. «No tengáis miedo -dijeron-. No os haremos daño. Somos vuestro Ejército. El Ejército del pueblo.» Dijeron que querrían registrar la casa en busca de soldados del Kuomintang. Aunque hablaban educadamente, no cabía considerarlo como una simple petición. No obstante, no estropearon nada, ni pidieron comida ni robaron. Tras el registro, se despidieron cortésmente de la familia y se marcharon.

En realidad, hasta que los soldados entraron en la casa nadie se había dado cuenta de que los comunistas habían efectivamente tomado la ciudad. Mi madre no cabía en sí de júbilo. Esta vez no se sintió defraudada por los uniformes desgarrados y polvorientos de los soldados comunistas.