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Fueron conducidos al cuartel general. Tras un intervalo de espera, el general Chiu entró en la estancia. Se sentó tras una mesa y comenzó a hablarles en tono paciente y paternalista, mostrando aparentemente más pesadumbre que enfado. Eran jóvenes, dijo, por lo que era normal que se comportaran de un modo precipitado. Pero, ¿qué sabían de política? ¿Acaso no se daban cuenta de que estaban siendo utilizados por los comunistas? Deberían limitarse a sus libros. Dijo que los pondría en libertad si firmaban una confesión admitiendo sus errores e identificando a los comunistas que se camuflaban entre ellos. A continuación, hizo una pausa para observar el efecto de sus palabras.

Mi madre halló insufribles tanto su discurso como su actitud en general. Adelantándose, dijo en voz alta:

– Díganos, general, ¿qué error hemos cometido?

El general comenzó a irritarse:

– Habéis sido utilizados por los bandidos comunistas para causar problemas. ¿No os parece eso suficiente error?

Mi madre gritó de nuevo:

– ¿Qué bandidos comunistas? Nuestros amigos murieron en Tianjin porque, siguiendo vuestro consejo, habían huido de los comunistas. ¿Acaso merecían que les disparaseis? ¿Acaso hemos hecho algo irrazonable?

Tras cruzar algunas palabras altisonantes, el general golpeó la mesa con el puño y llamó a gritos a sus guardias.

– Acompáñenla por las instalaciones -dijo, y añadió, volviéndose hacia mi madre-: ¡Es preciso que se dé cuenta de dónde está!

Antes de que los soldados pudieran sujetarla, mi madre saltó hacia él y golpeó también ella la mesa con el puño:

– ¡Esté donde esté, no he hecho nada malo!

Para cuando quiso darse cuenta, mi madre se encontraba fuertemente sujeta por ambos brazos y unos hombres la alejaban a rastras de la mesa. Recorrieron un pasillo y descendieron por unas escaleras hasta alcanzar una habitación en tinieblas. En el extremo más alejado pudo ver un hombre vestido con harapos. Parecía hallarse sentado sobre un banco y apoyado contra una columna. Su cabeza colgaba hacia un costado. Mi madre se dio cuenta de que el hombre estaba atado a la columna y de que le habían atado los muslos al banco. Dos hombres procedían a situar unos ladrillos bajo sus talones. Cada ladrillo que añadían hacía surgir de sus labios un gemido profundo y ahogado. Mi madre notó que su cabeza se inundaba de sangre, y creyó oír el chasquido de huesos al quebrarse. A los pocos instantes, estaba contemplando el interior de otra estancia. El oficial que hacía las veces de guía le indicó un hombre que, no lejos de donde ambos se encontraban, colgaba de una viga de madera por las muñecas, desnudo de la cintura para arriba. Sus cabellos caían formando una masa enmarañada, por lo que mi madre no pudo verle la cara. Sobre el suelo descansaba un brasero junto al que un hombre fumaba tranquilamente un cigarrillo. Mientras mi madre observaba, el hombre extrajo una barra de hierro de las brasas; la punta era del tamaño del puño de un hombre y estaba al rojo vivo. Con una sonrisa, la apoyó sobre el pecho del hombre que colgaba de la viga. Mi madre pudo oír un agudo grito de dolor y un horrible chisporroteo, vio el humo que surgía de la herida y a su nariz llegó un denso olor a carne quemada. Sin embargo, no gritó ni se desmayó. El horror había despertado en ella una rabia poderosa y apasionada que le proporcionaba una fuerza inmensa y parecía superar cualquier temor.

El oficial le preguntó si aceptaría ahora firmar una confesión. Ella se negó, repitiendo que no sabía de la existencia de comunista alguno en el grupo. La arrojaron al interior de una pequeña estancia en la que había una cama y unas cuantas sábanas. Allí pasó varios días, oyendo los gritos de aquellos que eran torturados en las celdas cercanas y negándose a las repetidas demandas de sus captores para que les proporcionara una lista de nombres.

Por fin, un día fue conducida a la parte trasera del edificio, donde se abría un patio cubierto de escombros y hierbajos. Le ordenaron permanecer firme contra un muro. Junto a ella habían apoyado contra la pared a un hombre que había sido inequívocamente torturado y apenas podía tenerse en pie. Perezosamente, unos cuantos soldados tomaron posiciones. Sintió que un hombre le tapaba los ojos. Aunque no podía ver, cerró los ojos. Se hallaba dispuesta a morir, orgullosa de estar dando su vida por una gran causa.

Oyó disparos, pero no sintió nada. Al cabo de un minuto aproximadamente, le quitaron el trapo que le cubría los ojos y miró a su alrededor, parpadeando. El hombre que había visto antes se encontraba tendido en el suelo. El oficial que la había trasladado a los calabozos se acercó con una amplia sonrisa, una de sus cejas enarcada por la sorpresa que le producía comprobar que aquella jovenzuela de diecisiete años no se hubiera convertido en un despojo suplicante. Con gran calma, mi madre le dijo que no tenía nada que confesar. La devolvieron a su celda. Nadie la molestó ni la torturó. Al cabo de unos cuantos días más, fue puesta en libertad.

A lo largo de la semana anterior, el movimiento comunista clandestino había estado pulsando todos sus resortes. Mi abuela había acudido al cuartel general todos los días, llorando, suplicando y amenazando con suicidarse. El doctor Xia había visitado a sus más poderosos pacientes, a los que había obsequiado con lujosos presentes. Las conexiones de la familia dentro del servicio de inteligencia también se habían movilizado. Mucha gente había apoyado a mi madre por escrito, declarando que no se trataba de una comunista sino que tan sólo era joven e impulsiva.

Lo que le había ocurrido no causó en ella el menor desánimo. Tan pronto salió de la prisión se dispuso a organizar un funeral en homenaje a los estudiantes muertos en Tianjin. Las autoridades concedieron su autorización. En Jinzhou reinaba una profunda cólera por lo que les había ocurrido a aquellos jóvenes que, después de todo, habían partido siguiendo el consejo del Gobierno. Al mismo tiempo, los colegios y facultades se apresuraron a anunciar el adelanto del fin de curso y la cancelación de diversos exámenes en la confianza de que los estudiantes se dispersaran y volvieran a sus casas.

Llegado este punto, el movimiento clandestino recomendó a sus miembros que partieran hacia las zonas controladas por los comunistas. A aquellos que no desearan o no pudieran hacerlo se les ordenó que suspendieran sus actividades clandestinas. El Kuomintang estaba desatando una feroz represión en la que demasiados activistas estaban siendo detenidos y ejecutados. Liang partiría, y pidió a mi madre que le acompañara, pero mi abuela se negó a permitirlo. Mi madre no era sospechosa de ser comunista, dijo, pero si marchaba con ellos comenzaría a serlo. ¿Y qué pasaría con los que la habían apoyado? Si partía ahora, todas aquellas personas tendrían problemas.

Así pues, se quedó. Pero ansiaba entrar en acción. Recurrió a Yu-wu, la única persona de entre las que quedaban que le constara que trabajaba para los comunistas. Yu-wu no conocía a Liang, ni tampoco a los contactos de mi madre. Pertenecían a dos sistemas clandestinos distintos que operaban completamente separados, con objeto de que si alguien era detenido y no podía soportar la tortura, tan sólo pudiera revelar un número limitado de nombres.

Jinzhou constituía la fuente básica de suministro para todos los ejércitos del Kuomintang en el Nordeste, a la vez que su centro logístico. Dichos ejércitos se componían de más de medio millón de hombres, dispersados a lo largo de vías de ferrocarril vulnerables o concentrados en unas pocas zonas cada vez más estrechas en torno a las principales ciudades. Durante el verano de 1948, había en Jinzhou unos doscientos mil soldados del Kuomintang, si bien repartidos en varias unidades de mando distintas. Chiang Kai-shek había mantenido rencillas con varios de sus principales generales, lo que había desorganizado las líneas de mando y había creado una grave desmoralización. Las diferentes fuerzas se mostraban mal coordinadas, y a menudo desconfiaban entre sí. Muchos estrategas, incluyendo sus asesores norteamericanos, opinaban que Chiang debía abandonar Manchuria definitivamente, y la clave de cualquier retirada, ya fuera forzada o «voluntaria», por mar o por ferrocarril, consistía en conservar Jinzhou. La ciudad se encontraba a poco más de ciento cincuenta kilómetros al norte de la Gran Muralla, muy cercana al territorio chino propiamente dicho, donde la posición del Kuomintang aún parecía relativamente segura, y era fácil obtener refuerzos desde el mar ya que Huludao se encontraba a tan sólo cincuenta kilómetros al Sur y se hallaba conectada por una vía de ferrocarril aparentemente segura.

Durante la primavera de 1948, el Kuomintang había comenzado a construir un nuevo sistema de defensa en torno a Jinzhou. Consistía en bloques de cemento encastrados en estructuras de acero. Los comunistas, pensaban, no disponían de carros blindados, su artillería era pobre y no poseían experiencia alguna en el ataque de posiciones fortificadas. La idea consistía en rodear la ciudad de pequeñas fortalezas autosuficientes cada una de las cuales pudiera operar como unidad independiente incluso en el caso de verse rodeada. Las fortalezas se hallarían comunicadas por zanjas de dos metros de anchura y otros dos de profundidad que a su vez estarían protegidas por un cerco continuo de alambre de espino. El general Wei Li-huang, comandante supremo de Manchuria, acudió en visita de inspección y declaró el sistema inexpugnable.

Sin embargo, el proyecto nunca llegó a concluirse. Ello se debió en parte a la falta de materiales y a la mala planificación pero, sobre todo, a la corrupción. El encargado de los trabajos de construcción desviaba materiales para su venta en el mercado negro, y a los obreros no se les pagaba lo bastante para comer. Ya en septiembre, cuando las fuerzas comunistas comenzaron a aislar la ciudad, tan sólo se había completado una tercera parte del sistema, en su mayor parte una serie de pequeños fortines de cemento incomunicados entre sí. Otras partes aparecían apresuradamente construidas con arcilla extraída de las viejas murallas de la ciudad.

Para los comunistas resultaba esencial conocer aquel sistema y la disposición de las tropas del Kuomintang. Por entonces, los comunistas estaban reuniendo una fuerza descomunal -aproximadamente un cuarto de millón de hombres- con vistas a una gran batalla decisiva. El comandante en jefe de todos los ejércitos comunistas, Zhu De, envió un telegrama al jefe militar de la zona, Lin Biao: «Tomad Jinzhou… y controlaremos toda China.» Antes del ataque final, se solicitó del grupo de Yu-wu información actualizada. Éste necesitaba urgentemente más colaboradores, por lo que al recibir la visita de mi madre en busca de trabajo se mostró tan encantado como sus superiores.