1972
Tasso, por miedo a ella, se ofrece a la persecución . Se anticipa a ella; le exige severidad. Ella no le quiere; él corre a su encuentro. El le suplica que le haga caso; ella lo rehuye. El se culpa a sí mismo; ella le tranquiliza. No te quiero, dice ella; él se arroja a sus pies.
Vacila entre los grandes de la tierra y la persecución espiritual; unas veces se inclina hacia aquéllos, otras a ésta. Cuando huye de los grandes, se salva en la persecución. Pero es sólo la persecución de la Iglesia la que él reconoce, la de los grandes la niega, y cuando ésta arremete contra él, huye a refugiarse en la de la Iglesia.
Nadie es capaz de medir el grado de humillación del poeta que se encuentra sometido a los grandes. Va en busca de los poderes que son más fuertes y se ofrece como presa. Bajo el dominio de los grandes del mundo, el poeta que es consciente de su grandeza cae necesariamente en la locura. Si desde su juventud estuvo bajo su dominio, no le queda más que una única salvación: que le reconozcan como uno de ellos.
Las penurias económicas de Tasso recuerdan las de Baudelaire. El satanismo de Baudelaire se encontraba también en Tasso. Pero Tasso había sido testigo en Francia de la persecución de la Iglesia; poco antes de la noche de San Bartolomé, en el clima espiritual inmediatamente anterior a ella, estuvo en París y supo de las masacres que tuvieron lugar en otras ciudades. Por esto, ante esta persecución su terror creció, y lo que para un hombre del siglo XIX era casi un juego frívolo, para Tasso tuvo la seriedad de la muerte. Volvió a creer en el infierno, que había puesto en duda algunas veces, y lo sintió como un peligro acuciante. De éste y de la persecución de los grandes debía salvarle el castigo de la Iglesia.
Un hombre tan «moderno» como Tasso no lo ha habido quizá en todo el Renacimiento. Porque para nosotros los poderes colectivos vuelven a estar ahí de un modo apremiante; es impensable que un hombre espiritual no tenga relación alguna con ellos. Por mucho que se esfuerce en evitarlos, hay algo en él que da derecho a estos poderes. Se siente culpable de la resistencia que opone frente a ellos, tan culpable como podía sentirse antes un hijo fiel de la Iglesia.
De entre los poetas, para aquellos cuyo miedo sigue despierto, aquellos que siguen siendo ellos mismos, no hay salvación alguna. Pueden entregarse por un tiempo a una de estas grandes colectividades; pero mientras vivan bajo su dominio, la entrega tiene que ser siempre una entrega dolorosa.
Cualquier cobardía, cualquier reserva es un pecado en el escritor. Su atrevimiento está en decir lo que piensa. Aunque sea responsable de ello, tiene que decirlo.
Aun en el caso de que existiera una única religión indiscutible de ámbito mundial, él tendría derecho a prescindir de ella y a no decir nada sobre ella. Pero este derecho sólo lo tendría si tuviera algo urgente que decir y que sólo pudiera decirlo él.
Pero, ¿qué es lo urgente? Aquello que siente, que ve en los otros y que éstos no pueden decir. Primero tiene que haberlo sentido y visto en sí mismo y luego volverlo a encontrar en otros. Esta coincidencia es lo que da urgencia a lo que tiene que decir. Tiene que ser capaz de dos cosas: por un lado, sentir y pensar intensamente, por otro, oír y tomar en serio a los demás con una pasión que no desfallezca. La impresión de haber coincidido tiene que ser sincera, no puede estar empañada por ninguna vanidad.
Pero además hay otra cosa: tiene que ser capaz de expresarlo. Lo insuficientemente formulado pierde su urgencia, y el autor se hace entonces culpable de haber despilfarrado la coincidencia entre él y los demás. Ella es lo más precioso, pero a la vez lo más terrible que puede vivir un ser humano, el cual tiene que estar en situación de poder sostenerla cuando amenaza con desmoronarse; tiene que poder alimentarla continuamente con su esfuerzo y con nuevas experiencias.
Se esfuerza por no perder de repente demasiados prejuicios. Cuidado, despacio, si no no va a quedar nada de él.
La palabra «moralista» suena a perversión; a uno no le extrañaría encontrar de repente esta perversión en Krafft-Ebing.
El se imagina que se quita de encima la moral y la arroja como si fuera la tapa de un ataúd. ¡Qué cadáver rebosante de vitalidad iba a aparecer!
Les daba la mano a todos los muertos y se presentaba entre ellos como si fuera el último.
Le pican los personajes que odia y de los que no habla.
Con su melancolía contagiaba a todos y se zafaba de ellos.
El hombre amargo tiene que echar chispas; si se seca, no sirve para nada. Sus chispas tienen que contener la esperanza que él mismo ya no soporta.
Hay algo así como un asco corporal ante cualquier hombre que no es uno mismo.
¿Qué grado de conciencia de la propia persona tiene que ver con esto?
¿Siente uno también asco cuando se encuentra a sí mismo disfrazado y no reconocible al primer momento?
Salir a la calle engalanado con negaciones y que en torno a uno no se oiga más que no, no, no.
El que se odia a sí mismo se ama más. Tirita delante de la muerte y dice: «es lo mejor que tenemos».
Hace mucho, mucho tiempo que él vivía arropado en el odio.
Le fue retirado el título de viejo.
Todo aquello de lo que se acuerda el ratón de setenta y cinco años es falso. Pero como ha perdido la memoria, nadie habla con él. De este modo habla y hace afirmaciones y con sólo que algunos nombres estén bien, le permiten envejecer y saber menos, menos, y menos.
Al fin llega un momento en que es demasiado pequeño hasta para el último agujero y se esfuma…
Los filósofos se reúnen para demostrar que su número no es despreciable. Se colocan por escuelas; cada escuela lleva un uniforme especial.
Los desertores tiran sus uniformes y corren desnudos y temblando hacia los de la escuela de enfrente. Allí les reciben con gran alegría y les visten.
Algunas escuelas encogen y se quedan en un solo representante. Este no puede dejar el lugar donde está, si no su escuela se extingue. Puede ocurrir que una escuela entera, de muchos miembros, muera a consecuencia de una epidemia a la que las demás son inmunes.
Pero ocurre también que, de repente, como de la nada, surgen nuevas escuelas con nombres que se imponen. Las vocean heraldos que no son filósofos y que seguramente no entienden lo que dicen.
Los heraldos de especial belleza pueden vocear varias escuelas nuevas, unas después de otras. Pero a los heraldos jorobados o contrahechos también se les quiere. Les dan a beber un vino que fija su figura para siempre; la figura, lo más estable en la fuga de los filósofos.
No ser más sensato de lo que la gente es. No tapar nada con la razón. No salir corriendo a anticiparse con la razón. Emplear la razón contra la maldad innata, pero no para deformar el conocimiento.
Hay frases que sólo significan algo en otra lengua. Como quien espera a una comadrona, esperan a su traductor.
Uno manda llamar a los pobres y les regala imperios.
El mendigo le devolvió la moneda de oro, sacudió la cabeza y dijo: ¡cobre!
Un grupo duerme mientras otro está despierto y trabaja. Hasta que éstos no se duermen no se despiertan los otros. Ahora van de un lado para otro en su tarea cotidiana. No se fijan en los que duermen, todo lo más dan un rodeo para no molestarles. Luego se van a dormir otra vez y entonces les toca a los otros.
De este modo los dos grupos no se hablan nunca, no se conocen nunca despiertos. Pero a escondidas intentan descifrar el enigma de los que duermen, de los cuales no deben hablar; va en contra de la costumbre. Se conocen por sus obras, pero no están nunca presentes en su realización.
El amor imposible es el que se tiene con durmientes. No hace falta que haya un Más Allá, un mundo alejado; en los que duermen, los hombres lo tienen continuamente a la vista. El Más Allá está siempre presente, duerme. ¿Cómo sería si se despertara? Este pensamiento central es la sustancia de su metafísica. En los sueños se encuentran los unos con los otros. Pero viven en el mismo sitio sin conocerse.
Caballos que no necesitan pienso: se alimentan del ruido de su galope.
Truchas que cazan golondrinas.
El balanceo de los pavos reales, su grito: bailarinas gruñonas.
Allí los hombres son esclavos. Las órdenes vienen sólo de mujeres. Hasta las guerras las hacen los esclavos; mientras tanto, las mujeres, sentadas en un nivel superior, miran y bostezan.
No hay ninguna mujer que haya matado nunca; en esto se funda su conciencia de clase. Los hombres son allí esclavos porque se manchan las manos matando.
¿Cómo puede sentirse un hombre que ha salido de la cárcel, ha vuelto a su casa y por él, sólo por él, han matado a un millón de personas?
A duras penas ha sobrevivido. ¿Es más soportable ser un superviviente cuando uno ha sobrevivido a duras penas?
¿Venganza? ¿Venganza? Todo vuelve por sí sólo, con toda exactitud, y la venganza lo enmaraña.
Los libros malos, en su infierno, los sirven demonios bromistas.
Ahora los poetas tendrán que volver a olvidar lo que está desnudo.
Es muy importante lo que uno, al final, sigue planeando. Esto da la medida de la injusticia de su muerte.
Lenz, muriéndose de frío en una calle de Moscú, manda a Goethe su último sueño.
El borracho de vejez.
Llegó a ser tan grande el peligro que ningún ser vivo se atrevía a dejarse ver en la superficie de la Tierra. Abajo había aún mucha vida. La corteza estaba desierta, como la de la Luna. Hasta las humaredas eran peligrosas. ¡Cómo se asustaban cuando, en algún sitio, abajo en las profundidades, los hombres chocaban unos con otros. La Humanidad entera, una nación de mineros; galerías y más galerías, unas encima de otra, y un conocimiento exacto de los gases peligrosos. Los Poderosos, abajo de todo, con sus tesoros de aire. Cerca de la superficie, una chusma medio asfixiada, eternamente ocupada en la construcción de diques contra lo de arriba ¡Qué muralla china…! Toda la superficie, una corteza protectora de cemento eternamente en reparación, remendada y vuelta a remendar. Los esclavos, encorvados. Sentados en tronos de aire comprimido, los Poderosos, no se levantan nunca, ni por un momento se apartan de sus tesoros.