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La oración como un modo de ejercitarse en los deseos.

Una meta seria de mi vida es conocer realmente a fondo todos los mitos de todos los pueblos. Pero quiero conocerlos como si hubiera creído en ellos.

Una idea torturante: que a partir de un determinado momento, la Historia dejó de ser real . Sin darse cuenta, la Humanidad entera había abandonado de repente la realidad; todo lo que desde entonces habría ocurrido no sería verdad; pero nosotros no podríamos darnos cuenta de ello. Y que ahora nuestra misión es encontrar este momento y que mientras no lo tengamos no saldremos de esta destrucción.

Todas las criaturas son antediluvianas, de antes de la atómica.

Ahora sería el momento, Dante, de un minucioso juicio universal.

Los intentos de mantener vivo el recuerdo de los hombres – en vez de mantenerlos vivos a ellos mismos – son, a pesar de todo, lo más grande que la Humanidad ha hecho hasta ahora.

Mantener vivos a los hombres con palabras ¿no es esto ya acaso como crearlos con palabras?

No me abandona la idea de un último hombre que sabe todo lo que ha ocurrido antes de él; que conoce las historias de los que se han muerto ya, en todas sus variedades, que valora estas historias, las detesta y las ama; que está lleno de ellas como quisiera estarlo yo, pero que está realmente solo y es plenamente consciente de su muerte ¿Qué hace este último hombre consigo mismo y de qué recursos echa mano para conseguir la custodia de sus preciosos conocimientos? No puedo creer que desaparezca sin dejar huella por poco que se le haya dado tiempo para orientarse. Su dolor se transformará pronto en habilidad; educará animales para que se conviertan en personas y les dará sus riquezas.

Tengo sólo 40 años, pero casi no pasa un día sin que me entere de la muerte de un hombre a quien he conocido. Con los años van a ser cada día más. la muerte se colará hasta en cada una de las horas. ¡Cómo no sucumbir al fin!

Sentimiento de culpa frente a mi padre: ahora tengo ya nueve años más de los que él llegó a tener.

¡Oh si alguien fuera capaz de sacar la amargura del pozo del futuro y tragársela él solo!, ¡entonces los demás serían felices!

Cinismo: de nadie esperar más de lo que uno mismo es.

Ha predicado tanto que ya no cree en nada ¿Hasta qué punto le es posible a uno afirmar públicamente su fe sin ponerla en peligro? Encontrar esta relación.

Los padecimientos de los judíos se convirtieron en una institución; pero ésta se ha sobrevivido a sí misma. Los hombres ya no quieren oír hablar más de ella. Con pasmo se enteran de que fue posible exterminar a los judíos; los hombres, sin quizá advertirlo ellos mismos, desprecian ahora a los judíos por otra razón. El gas se empleó en esta guerra, pero sólo contra los judíos, y ellos no pudieron hacer nada. Contra ello no pudo ni hacer nada el dinero, que antes les daba fuerza. Los degradaron hasta convertirlos en esclavos, luego en ganado, luego en sabandijas. Esta degradación se consiguió totalmente; a los otros, a los que oyeron hablar de esta degradación, les va a ser más difícil borrar sus huellas que a los judíos mismos. Todo acto de poder es un arma de doble filo; toda humillación aumenta el placer del que se envanece infligiéndole y se contagia a los que también quisieran envanecerse. La antiquísima historia de la relación de los no judíos con los judíos ha cambiado básicamente. No se les detesta menos; pero ya no se les teme . Por esto los judíos no pueden cometer un error más grande que continuar con las lamentaciones en las que fueron maestros y para las que ahora tienen más motivo que nunca.

¿Por qué ya no hay hombres buenos por obstinación?

Todo se hizo más rápido para que hubiera más tiempo. Cada vez hay menos tiempo.

La guerra ha pasado al espacio cósmico; la Tierra toma aliento antes de su final.

Sería curioso que de entre todas las formas de vida que tal vez sigue habiendo en alguna u otra parte, nosotros, en la Tierra, fuéramos los únicos que hubiéramos conocido la guerra.

Lo más peligroso de todo es la lucha con uno más débil; este fanfarrón, inútil, vacío sentimiento de superioridad que hay antes de la lucha, durante la lucha, después, este incesante: “ja, ja, ¡te podría comer vivo!” Todos los malos sentimientos podría yo sacar de esta situación en la que uno es indiscutiblemente el más fuerte, el más fuerte con mucho, y luego, aunque lo es de un modo indiscutible, se pone a discutir.

Los últimos animales le piden gracia al hombre. En este mismo momento, los hombres saltan por los aires. Los animales siguen vivos. El placer maligno de imaginar que los animales podrían sobrevivimos.

Con culpa empezó la guerra. Con culpa ha terminado. Sólo que ahora la culpa es diez mil veces más grande.

Ella desea que él lo sepa todo; pero para ella sería peligroso que él lo supiera todo. Los pocos días en que él confía realmente del todo, en ella, ella, con una palabra, le infunde una inquietud recelosa. De este modo ella puede esperar que al fin él acabe sabiéndolo todo. Ella soporta el engañarle, pero su ignorancia no la soporta: porque la presunta omnisciencia de él es lo que la da a ella fuerza para vivir, es decir, fuerza incluso para engañarle.

La más hiriente y despiadada de todas las jerarquías se encuentra en el arte. No hay nada que el arte pudiera superar. El arte se basa en la expresión de experiencias que son reales e inevitables. En el arte tiene que suceder todo aún. No basta con que uno tenga algo o esté en algún sitio. Hay quefingir , hay que hacer.

Todo saber tiene algo de puritano; da a las palabras una moral.

El mejor de los hombres no debería tener nombre.

La ventaja de los historiadores ingleses, de los científicos ingleses en general, es al mismo tiempo su gran inconveniente: es la intención de adoctrinar, una intención que apenas si hay erudito de la pluma que haya olvidado alguna vez del todo. El saber se transmite siempre como si se transmitiera a niños; las tinieblas del saber se dejan aparte; sus terribles juntas se redondean. Es esto último sobre todo lo que distingue la amable claridad de los ingleses de la claridad certera de los franceses. Así Gibbon , por su manera de ser, fue más francés. Al inglés no le gusta fijar su juventud a impresiones demasiado profundas. Prefiere protegerla con clasificaciones; prefiere prohibir que asustar. Pero luego tiende también a seguir siendo así cuando es mayor. Su civilización, una de las más fuertes, es una civilización inquebrantablemente ingenua, y quizás es por esto también por lo que para ella la figura del juez ha sido siempre algo intocable.

Me gustaría llegar a ser tolerante sin pasar por alto nada; no perseguir a nadie, aunque todos me persiguieran; ser cada vez mejor sin darme cuenta; estar cada vez más triste, pero vivir a gusto; ser cada vez más sereno y alegre, ser feliz en los otros; no ser de nadie, crecer en todos; amar lo mejor, consolar lo peor; ni siquiera odiarme ya a mí mismo.

De las mujeres no vence la que corre detrás ni la que sale corriendo; vence la que espera.

Ah, si pudiéramos mirar la vida con una caperuza, como la de Sigfrido, sobre la boca; sin decir nada, sin que de nuestra boca, que con esta caperuza habría desaparecido, hubiera nada que esperar o que temer.

Ir apuntando a lo largo de un día, de un solo día, todo aquello que uno anhela; sin explicación, sin conexión alguna, sin nada entre un pensamiento y otro, realmente sólo aquello que uno anhela. Otro día, apuntar aquello que uno teme.

Otra clase de chivos expiatorios: chivos en los que uno volvería a encontrar, aumentadas, todas sus cualidades negativas. En vez de mejorarse a sí mismo, uno emplea todas sus energías en los chivos; es inútil, el chivo no mejorará jamás. El perfeccionamiento de uno mismo, con mucho menos esfuerzo, sería una empresa que podría llegar a término y esto es precisamente lo que uno quiere evitar.

Los filósofos, unos con otros, engendran hijos, sin casarse. Sus relaciones familiares son soportables porque tienen lugar fuera de toda familia. Sus antipatías las dirigen unos contra otros en vez de dirigirlas contra una mujer. Defienden sus peculiaridades con un grado mayor de conciencia que otros hombres, con menos sentimiento de culpabilidad y con la pretensión de no enmudecer mientras existan otras personas. No permiten jamás que les contradigan, aunque ellos se ejercitan en este negocio imaginario. De entre ellos los más molestos son los que no quieren olvidar nada. Algunos se hacen los olvidadizos. Los más extraños y singulares olvidan realmente la mayoría de las cosas y luego, en la inmensa tiniebla en la que están, le resultan a uno tan queridos como estrellas.

De los pensamientos filosóficos de los griegos lo que me asusta una y otra vez es que todavía estamos totalmente cogidos en sus redes. Todo lo que queremos parece griego. Todas nuestras justificaciones suenan a griego. El hecho de que lo heredado esté disperso hace que el efecto de esta herencia tenga una eficacia mucho mayor. ¿Es así nuestro mundo hoy en día porque no hay ningún pensamiento que sea completamente nuevo, completamente original? ¿O es así porque tenemos demasiadas cosas distintas de los griegos?

La metamorfosis de Sócrates, que él mismo no quería admitir, están de repente ahí, todas, en sus discípulos: el drama póstumo de un personaje antidramático.

Los verdaderos escritores no encuentran a sus personajes hasta después de haberlos creado.

El aprender tiene que ser siempre una aventura; si no es así, ha nacido muerto. Lo que en este momento estás aprendiendo tiene que ser algo que dependa de encuentros casuales; y tiene que continuar así, de encuentro en encuentro; un aprender en transformación, un aprender gustoso.