LA FAMILIA DAHAN
Cuando volví al día siguiente al Melah, caminé tan rápido como me fue posible hacia la pequeña plaza que denominaba «el corazón», y después a la escuela donde todavía me sentía algo deudor del inexpresivo maestro. Me recibió como si nunca hubiese estado allí, exactamente de la misma manera, y quizás hubiera continuado todo el proceso de lectura completo, pero me adelanté a él y le di lo que creí que le debía. Tomó el dinero ávidamente, sin titubeo alguno y con una sonrisa que hizo parecer su rostro todavía más envarado y estúpido si cabe. Me demoré un momento entre los niños; contemplé sus rítmicos movimientos de lectura que días antes tanto me habían impresionado. Abandoné entonces la escuela y vagué a la buena de Dios por los callejones del Melah. Mi ansiedad por llegar a una de las casas iba en aumento. Me había propuesto no abandonar esta vez el Melah sin haber visto una de sus casas por dentro. Pero, ¿cómo entrar? Necesitaba un pretexto, y quiso mi buena suerte que pronto se me presentase uno.
Permanecí de pie frente a una de las casas mayores, cuyo portal destacaba de los demás de la calleja por su especial vistosidad. El portón estaba abierto. Miré hacia un patio en cuyo interior se sentaba una mujer joven, morena, muy llamativa. Quizás fuera ella la que primero me había llamado la atención. En el patio jugaban unos niños, y puesto que yo ya tenía alguna experiencia escolar, caí en la cuenta de que acaso pudiera considerar la casa como escuela y ponerme en tal situación, al igual que si me interesase por los niños.
Permanecí de pie un rato y miré absorto hacia el interior, por encima de los niños, a la mujer; cuando, de pronto, un joven, ya hombre fornido del que ni siquiera me había percatado, se separó del fondo y avanzó hacia mí. Era delgado y andaba con la cabeza muy erguida; su ondeante atavío le daba un empaque distinguido. Se paró frente a mí, me observó serio y escrutador y me preguntó en árabe sobre mis deseos. Le respondí en francés: «¿Esto es una escuela?» No pareció comprenderme, titubeó un momento y dijo: «¡Attendez!», apartándose de mí. No era la única palabra francesa que conocía, pues cuando volvió con un individuo joven, vestido al estilo francés, con un perfecto corte europeo y como si de un día de fiesta se tratase, dijo «mon frére» y «parle francais».
Este hermano más joven tenía un rostro algo torpe, como de campesino, y era muy moreno. En otro contexto lo hubiese tomado por un beréber, pero nunca por un beréber guapo. En efecto, hablaba francés y me preguntó qué deseaba. «¿Esto es una escuela?», repetí ahora ya un poco más consciente de mi atrevimiento, pues no pude resistirme a dirigir de nuevo otra mirada sobre la mujer del patio, lo que les pasó desapercibido.
«No», dijo el hermano menor. «Ayer hubo aquí una boda.»
«¿Una boda? ¿Ayer?» Yo estaba muy sorprendido, Dios sabe porqué; y ante mi impulsiva reacción creyó oportuno añadir: «Se ha casado mi hermano.»
Señaló con un leve movimiento de cabeza al hermano mayor, aquél a quien encontraba tan elegante. En ese momento debí agradecer la información y seguir de nuevo mi camino. Vacilé sin embargo, y el recién casado dijo con un hospitalario movimiento de brazos:
«¡Entrez! ¡Pase usted!» Su hermano agregó: «¿Desea ver la casa?» Les di las gracias y penetré en el patio.
Los niños -eran quizás una docena- se separaron y me hicieron sitio. Atravesé el patio acompañado por los dos hermanos. La atractiva joven se levantó -era más joven de lo que yo había supuesto, tal vez contara alrededor de dieciséis años- y me fue presentada por el hermano menor como su cuñada. Era ella la que días atrás se había casado. Se abrió la puerta de una habitación situada al extremo opuesto del patio, invitándoseme a entrar. La estancia, bastante pequeña y meticulosamente ordenada y limpia, estaba decorada al estilo europeo; a la izquierda de la puerta había una amplia cama doble; a su derecha, una gran mesa cuadrada cubierta por un tapete de terciopelo. Detrás, en la pared, se hallaba un aparador, en el que se podían ver botellas y copitas de licor. Las sillas alrededor de la mesa completaban el cuadro; era similar a cualquier modestísima vivienda francesa pequeñoburguesa. Ni un solo objeto delataba el país en el que uno se encontraba. Seguro que era la mejor habitación, bien que cualquier otra de la casa me hubiese interesado más. Pero ellos creyeron agasajarme en tanto me ofrecían sitio aquí.
La joven, que entendía francés, pero que apenas abría la boca, tomó botella y copita del aparador y me sirvió un aguardiente muy fuerte del que destilan aquí los judíos. Se llama Malya y lo beben mucho. Con frecuencia tuve la impresión, charlando con mahometanos, que ellos, que de hecho no deben beber nada de alcohol, envidian a los judíos por este aguardiente.
El hermano menor me instó a beber. Nos habíamos sentado los tres -él, su cuñada y yo- mientras el mayor, el recién casado, permaneció apenas un par de segundos de cortesía en la puerta y prosiguió su camino. Tenía, sin duda, mucho que hacer, y puesto que no podía entenderse conmigo, me confió a su mujer y a su hermano pequeño.
La mujer me observaba con sus imperturbables ojos marrones, no apartaba la mirada de mí, pero ni el más leve estremecimiento de su rostro delató lo que pensaba al respecto. Llevaba puesto un sencillo vestido estampado que debía proceder de algún bazar francés, muy a tono con el decorado de la habitación. Su joven cuñado, dentro de su traje azul oscuro, ridículamente bien planchado, parecía como si acabase de salir del escaparate de una tienda de ropa parisina. Lo único extraño en el conjunto de la habitación era el color oscuro de la piel de ambos.
Mientras duraron las preguntas de cortesía, formuladas por el joven y que yo buscaba contestar con igual cordialidad, aunque también menos rígidamente, no dejé de pensar en que la hermosa y muda persona que se sentaba frente a mí acababa de levantarse de su lecho nupcial. Era ya pasado el mediodía, pero a buen seguro que hoy se había levantado tarde. Yo era el primer extraño que la veía desde que había irrumpido en su vida ese trascendental cambio. Mi curiosidad hacia ella salía al paso de la de ella por mí. Sus ojos fueron los que me habían hecho entrar en su casa, y, sin embargo, me miraba con fijeza, quedamente, mientras yo hablaba con profusión, pero no a ella. Y tengo bien claro que a lo largo de esa charla me sentía lleno de una esperanza completamente absurda. Esperaba que por su parte me comparase en pensamientos a su esposo, que tan bien me había caído; deseé en mi interior que me prefiriese a él, que prefiriese mi presuntuosa singularidad, tras la cual quizás ella entreveía poder o riqueza, a su vulgar arrogancia y fácil dignidad. Le brindé mi fracaso y le deseé una buena vida matrimonial.
El joven me preguntó de dónde venía.
«De Inglaterra», dije. «Londres». Me había acostumbrado a dar aquí esta simplificada respuesta para no confundir a la gente. Percibí un ligero desencanto a mi afirmación, pero aún no llegué a saber lo que más le hubiese gustado escuchar.
«¿Está usted aquí de visita?»
«Sí, todavía no conozco Marruecos.»
«¿Estuvo usted ya en la Bahía?»
Y entonces comenzó a preguntarme acerca de todas las curiosidades oficiales de la ciudad: si había estado aquí o allá, para terminar ofreciéndoseme como guía. Yo sabía que nada se podía ver en cuanto uno tomaba a un nativo por guía; y para zanjar tan rápido como fuera posible esa aspiración y llevar la conversación a otro terreno, aclaré que me encontraba aquí con una productora cinematográfica inglesa, y que el bajá contaba personalmente con un cicerone. Yo no tenía, de hecho, nada que ver con ese film. Pero un amigo mío inglés, que lo producía, me había invitado a Marruecos; mientras que otro amigo, un joven americano que estaba conmigo, representaba un papel en él.
Mi información no dejó de causar impresión. Por lo que no insistió en mostrarme la ciudad; pero muy distintas perspectivas se abrieron ante sus ojos. ¿Tendríamos un puesto para él? Hacía de todo; y se encontraba desde tiempo atrás sin trabajo. Su rostro, que tenía algo de dureza y hosquedad, se me había mostrado hasta ahora inextricable; reaccionaba poco o tan despacio que con dificultad podía admitirse en el hombre algo recto del todo. No obstante, comprendí que su atuendo me había confundido respecto de su comportamiento. Quizás resultase tan siniestro en ese atuendo porque hacía tiempo que estaba sin trabajo, y tal vez su familia así se lo hiciese sentir. Yo sabía bien que todos los pequeños puestos en la productora de mi amigo estaban cedidos hacía tiempo y así se lo dije al momento, para no inducirle a error. Se me acercó un poco con la cabeza por encima de la mesa y soltó de repente:
«¿Etes-vous Israélite?»
Dije que sí entusiasmado. Era tan grato poder asentir por fin; y también sentía curiosidad por el efecto que esta confesión podría tener sobre él. Rió abiertamente y mostró sus grandes dientes amarillentos. Se volvió hacia su cuñada, que se sentaba a cierta distancia frente a mí, y cabeceó con vehemencia para transmitirle su alegría por esta noticia. Ella ni siquiera pestañeó. Me pareció más bien algo defraudada; quizás hubiera deseado al extranjero totalmente extraño. Se animó apenas un instante, y en cuanto comencé a hacerle preguntas contestó con cierta fluidez, como si por mi parte así lo hubiese esperado de él.
Supe entonces que la cuñada era oriunda de Mazagan. La casa nunca solía estar tan llena. Los miembros de la familia habían venido a la boda desde Casablanca y Mazagan y traído consigo a sus hijos. Ahora vivían todos juntos en la casa y por eso estaba el patio tan inusualmente concurrido. Él se llamaba Élie Dahan y se enorgulleció al saber que yo llevaba su mismo nombre. Su hermano era relojero, pero no tenía negocio propio, estaba empleado con otro relojero. Fui invitado de nuevo a beber y me pusieron delante frutas confitadas, como las que mi madre se cuidaba de hacer. Bebí, pero las frutas las dejé cortésmente de lado -tal vez porque me resultaban demasiado familiares- y al momento este hecho provocó lamentablemente una perceptible reacción en el rostro de la cuñada. Les conté que mis antepasados debieron venir de España y pregunté si todavía existiría gente en el Melah que hablase español antiguo. Él no conocía a nadie, pero había oído algo acerca de la historia de los judíos españoles, y esta idea era la primera que parecía salirse de su afrancesada presentación y de las relaciones con su limitado ambiente. Preguntó entonces de nuevo: Cuántos judíos había en Inglaterra; si les iba bien y cómo se comportaban y si había grandes hombres entre ellos. De repente sentí como un ardiente compromiso para con el país en el que me había ido bien, en el que había ganado amigos; y para que me entendiese, le hablé de un judío inglés que había llevado al país a un alto prestigio político, Lord Samuel.