Me mezclé de nuevo con ellos y comenzaron a agitarse de verdad. Por todas partes se apiñaron a mi alrededor, de tal modo que podía entonces abarcar su decrepitud de una sola mirada y me sumieron en una especie de complicada y, ciertamente, violenta danza. Agarraban mi rodilla y me besaban la chaqueta. Bendecían, o así me lo pareció, cada parte de mi cuerpo. Era como si una masa de gente con boca y ojos y nariz, con brazos y piernas, con harapos y muletas, con todo cuanto tenían, con todo de cuanto se componían, se empeñase en pedirle a uno sólo. Quedé aterrorizado, pero no podía desasirme, puesto que estaba conmovido y todo el horror pronto se diluía en esa profunda emoción. Jamás la gente se me había aproximado tanto físicamente. Olvidé su suciedad, me era indiferente; no reparé en la mugre. Sentí qué tentador podía ser para el cuerpo humano vivo dejarse descuartizar. Esta horrible dosis de veneración hace válido el sacrificio, y cómo no suscitar entonces maravillas.
Pero el guía se ocupó de que no continuase en manos de los mendigos. Eran antiguos sus ruegos y todavía no satisfechos. Yo no tenía suficiente calderilla para todos. Apartó con gritos y voces airadas a los descontentos y se me llevó asiéndome del brazo. Cuando tuvimos el oratorio a nuestras espaldas, dijo con una estúpida sonrisa tres veces «Oui», a pesar de que yo no le había preguntado nada. Cuando regresé por el mismo camino no parecía ya la misma escombrera. Pero supe bien a dónde habían ido a parar su vida y su luz conjuntamente. El viejo del portón, el que corrió sobre sus muletas con tanta energía, me miró con hosquedad, pero permaneció mudo y guardó para sí su desprecio. Salí por el portón del cementerio y mi guía se esfumó tan rápido como había venido, y por el mismo lugar. Es posible que viviese en una grieta de la tapia del cementerio y que saliese de ella en contadas ocasiones. Desapareció, no sin antes recibir lo que se le debía, y como despedida repitió «Oui».