Pero menosprecié el número y variedad de estas tiendas, pues apenas hube pisado la calle comencé a maravillarme de cómo hasta ahora jamás tomara en cuenta tan extraordinario comercio. Había azúcar de cualquier género, sea en pilones, sea en sacos. A cualquier altura, sobre todas las estanterías en derredor no había más que azúcar. Todavía no conocía un negocio en el que no se vendiese otra cosa que azúcar y encontré este hecho, Dios sabe porqué, muy divertido. El padre no estaba, pero el tío sí y me di a conocer. Era un hombrecillo desagradable, flaco, de rostro amargado, que no me hubiese merecido la menor confianza. Vestía a la europea, pero su traje se veía sucio y era fácil ver que la suciedad consistía en una mezcla extraña de polvo callejero y azúcar.
El padre no estaba lejos y se mandó en su busca. Mientras tanto se dispuso en mi honor, como es costumbre aquí, té de menta. Pero en vista de la subyugantemente empalagosa fuerza del local, me hice a la idea de que tendría que beberlo, fácil vomitivo. Élie aclaró en árabe que yo era de Londres. Un hombre con sombrero de calle europeo sobre la cabeza, que yo había tomado por un comprador, se me acercó unos pasos y dijo en inglés: «Yo soy británico.» Era un judío de Gibraltar y hablaba su peculiar inglés nada mal. Pretendió información sobre mis negocios y como no tuviese nada que decirle repetí la vieja historia sobre el film.
Conversamos un poco y sorbí pausadamente el té; en esto llegó el padre. Era un hombre elegante con una hermosa barba blanca. Llevaba una chía y la ropa al estilo de los judíos marroquíes. Poseía una cabeza grande y redonda de amplia frente; pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos risueños. Élie se colocó junto a él y dijo con un emotivo movimiento de brazo:
«Je vous présente mon pére.»
Todavía no había dicho nada con tanta solemnidad y convicción. «Pére» sonó en su boca francamente sublime y jamás habría pensado que un hombre así de tonto pudiese llegar a tal elevación. «Pére» sonó, en importancia, por encima de «americano»; y yo estaba contento de que del comandante no quedase ya mucho.
Estreché la mano del hombre y miré hacia sus ojos risueños. Preguntó a su hijo, en árabe, sobre mi nombre y mi procedencia. Dado que no hablaba ninguna palabra en francés, el hijo se colocó entre nosotros dos y se convirtió, muy en contra de su estilo apenas vehemente, en nuestro intérprete. Explicó de dónde venía y que yo era judío, y le dijo mi nombre. De la forma en que lo hizo, con su indolente y casi inarticulada voz, sonó a nada.
«¿E-li-as Ca-ne-ti?» repitió el padre interrogativa y trémulamente. Dijo para sí el nombre un par de veces, a cuyo efecto separaba claramente las sílabas unas de otras. En su boca, el nombre se hizo más importante y bello. Entretanto no me veía sino que miraba al frente; como si el nombre fuese más real que yo y más digno de ser interrogado. Atendí sorprendido y atónito. En su cantinela encontré mi nombre tal como si perteneciese a una lengua extraña que no conocía en absoluto. Lo sopesó generosamente cuatro o cinco veces; me pareció como si oyese el tintineo de las pesas. No sentí preocupación alguna; no era ningún juez. Sabía que encontraría sentido y entidad a mi nombre; y alcanzado ese punto me miró de nuevo y sonrió con los ojos.
Estaba ahí como si quisiese decir: el nombre está bien, pero no existía ningún idioma en el que me lo pudiese expresar. Lo leía en su cara y sentí un irrefrenable afecto hacia él. Jamás me habría atrevido a imaginármelo como era. Su estúpido hijo, su amargado hermano, eran ambos de otro mundo, y sólo el relojero había heredado algo de su porte, pero éste no estaba presente; y entre tanto azúcar no habría habido sitio para nadie. Élie esperó a una palabra mía para traducir, pero no proferí ninguna. Permanecí por respeto totalmente mudo, pero quizás también para no romper el prodigioso hechizo del nombre-cantinela. Así estuvimos un largo rato frente a frente. Si sólo comprendiese él por qué no puedo decir nada, me dije a mí mismo, si mis ojos tan sólo pudiesen sonreír como los suyos. Hubiese sido incluso humillante confiar algo a este intérprete, ningún intérprete hubiese resultado suficientemente bueno para el viejo.
Esperó pacientemente mientras yo perseveraba en mi mutismo. Por último, algo como un vago despecho pasó rápidamente por su frente y dijo una frase en árabe a su hijo, que vaciló un momento antes de traducírmela.
«Mi padre ruega le disculpe, pues desearía retirarse.»
Asentí y me estrechó la mano. Sonrió y parecía como si tuviese que hacer algo a la fuerza; seguro que era algún negocio. Volvió la cara y abandonó la tienda.
Esperé un par de minutos y entonces salí con Élie a la calle. Le dije lo bien que me había caído su padre.
«Es un gran erudito», respondió lleno de veneración y extendió los dedos de la mano izquierda hacia arriba, donde quedaron expresivamente suspendidos. «Lee durante toda la noche.»
Desde aquel día Élie tenía ganado el juego conmigo. Yo atendía con devoción todos sus pequeños y fastidiosos deseos, porque era el hijo de aquel hombre excepcional. Me dio un poco de lástima que no desease nada más, pues nada existía que yo no le hubiese concedido. Recibió tres cartas inglesas en las cuales sus afanes, su formalidad y honradez, cuando trabajaba alguna vez para alguien, fueron exaltadas hasta el cielo, incluso su absoluta necesidad de lograrlo. Su hermano más pequeño, Simón, al que no conocía de nada, era, en otro terreno, no menos hábil. La dirección de los dos en el Melah fue omitida intencionadamente.
En el encabezamiento de las cartas lucía el nombre de nuestro hotel. Cada una de las tres estaba, empero, firmada por mi amigo americano con tinta negra y, al parecer, eterna. Para hacer todavía otra excepción, había añadido su dirección habitual de los Estados Unidos y el número de su pasaporte. Cuando le expliqué a Élie este pasaje de la carta casi no pudo creerlo de contento.
Por su parte me transmitió una invitación de su padre al Purim: podía celebrar la fiesta con ellos en casa, en el círculo familiar. Accedí agradecido de todo corazón. Me imaginé la perplejidad de su padre ante mi desconocimiento de las viejas costumbres. Lo habría hecho casi todo mal y las oraciones sólo las hubiera podido repetir como una persona que jamás reza. Me avergoncé frente al anciano al que estimaba y quise ahorrarle esa preocupación. Pretexté trabajo y me prometí a mí mismo cancelar la invitación y no volverle a ver. Me bastó haberle visto una vez.