Tampoco había nadie por donde estaba el café destruido y quemado ni en la casa de Seküre, a la que deseaba felicidad de todo corazón junto a su nuevo esposo, aunque quizá estuviera muriéndose en ese preciso instante. Todos los perros de Estambul, los árboles oscuros, las ventanas ciegas, los laboriosos e infelices madrugadores que corrían a la oración del amanecer y los fantasmas, que en los días posteriores a que me manchara las manos de sangre siempre me habían observado con hostilidad mientras caminaba por las calles, ahora me miraban amistosos una vez que había confesado mis crímenes y que había decidido abandonar la ciudad de mi vida.
Contemplé el Cuerno de Oro desde una colina después de pasar la mezquita de Beyazit: el horizonte se iba iluminando pero el agua aún estaba oscura. Dos barcas de pesca, los barcos de carga con las velas recogidas y una galera olvidada se balanceaban despacio con olas invisibles y me decían: «No te vayas, no te vayas». ¿Me brotaban lágrimas de los ojos por el alfiler que me habían clavado? Me dije, ¡sueña con la vida maravillosa que vas a vivir en la India con los prodigios fruto de tu talento!
Me aparté del camino, crucé a todo correr dos jardines llenos de barro y me refugié junto a una casa de piedra rodeada de plantas. Era la casa a la que en mis años de aprendiz iba cada martes para recoger en la puerta al Maestro Osman y para llevarle al taller, dos pasos por detrás de él, la bolsa, el cartapacio, la caja de cálamos y el tablero de escritura. Nada había cambiado allí, pero los plátanos del jardín y de la calle habían crecido de tal manera que una sensación de suntuosidad, poder y riqueza que recordaba a los tiempos del sultán Solimán se había apoderado de la casa y la calle.
Como el camino que bajaba al puerto estaba cerca, hice caso a las tentaciones del Diablo y me dejé arrastrar por el deseo de ver por última vez los arcos del edificio del taller de ilustradores en el que había pasado veinticinco años de mi vida. Así pues, seguí el camino que cuando era aprendiz recorría cada martes caminando detrás del Maestro Osman, pasé por la calle de los Arqueros, cuyos tilos olían embriagadoramente en primavera, ante el horno en el que mi maestro compraba pasteles de carne, por la cuesta en la que se alineaban los pordioseros a los pies de los membrillos y los castaños, ante las rejas cerradas del mercado nuevo, ante la barbería cuyo dueño saludaba cada mañana a mi maestro, junto al bosque en el que cada verano los saltimbanquis montaban sus tiendas y hacían sus funciones, bajo apestosas habitaciones para solteros y acueductos bizantinos que olían a moho, junto al palacio de Ibrahim Bajá, la columna serpentina que había pintado cientos de veces y el plátano que siempre pintábamos de una manera distinta y salí al Hipódromo pasando bajo castaños y moreras en los que piaban los gorriones y graznaban las urracas que se refugiaban en ellos por las mañanas.
La pesada puerta del taller estaba cerrada. No había nadie ni en ella ni en el pasaje abovedado de arriba. Sólo pude mirar por un instante, y lleno de inquietud, los postigos cerrados de la minúscula ventana por la que contemplábamos los árboles cuando estábamos a punto de reventar de aburrimiento en nuestros años de aprendices, cuando en ese momento alguien me detuvo.
Tenía una voz chirriante y chillona que hería los oídos. Decía que la daga sanguinolenta con la empuñadura de rubíes que tenía en la mano le pertenecía y que su sobrino Sevket y su madre habían conspirado para robársela de su casa. Aquello era una prueba de que yo era uno de los hombres de Negro que habían asaltado esa noche su casa y habían secuestrado a Seküre. Aquel tipo airado, sabelotodo y de voz chillona también sabía que Negro y sus compañeros ilustradores regresarían al taller. Tenía una larga espada que brillaba con extraño rojo, muchas cuentas que por alguna extraña razón había decidido ajustar conmigo y otras tantas historias que contar. Iba a decirle que se trataba de un malentendido pero vi la increíble rabia de su rostro. También vi en su rostro que se disponía a cargar para matarme con todo su odio. Me habría gustado decirle «Por Dios, detente».
Pero, de hecho, ya estaba cargando.
Yo sólo pude levantar la mano con que sostenía mi atadillo sin que ni siquiera me diera la oportunidad de volver la daga hacia él.
El atadillo salió volando. La espada roja, sin detenerse, me cortó primero la mano y luego el cuello de un lado a otro, decapitándome.
Comprendí que me había decapitado por cómo mi pobre cuerpo me abandonó y dio dos pasos extraños aturdido, por su manera de sacudir estúpidamente la daga y por cómo se desplomó lanzando chorros de sangre por el cuello. Mis pobres pies, que seguían intentando caminar por sí solos, patearon en vano como un triste caballo que cocea justo antes de morir.
Desde el barro en el que había caído mi cabeza ni podía ver a mi asesino ni el atado lleno de monedas de oro y de pinturas que me habría gustado sujetar todavía con todas mis fuerzas. Se habían quedado en la dirección de mi nuca, en la parte de la cuesta que bajaba al mar y al muelle de Kadirga, a donde ya nunca llegaría. Mi cabeza ya nunca se volvería a mirarlos a ellos ni al resto del mundo. Los ignoré y pensé en lo que mi cabeza quería.
Lo que estaba pensando justo antes de que la espada me cortara la cabeza es lo siguiente: el barco saldría de Kadirga; ese hecho se unía en mi mente a una orden para que me diera prisa; y a aquello se añadía el recuerdo de mi madre diciéndome «Date prisa» cuando era pequeño. Madre, me duele el cuello y nada se mueve.
Así que esto es a lo que llaman la muerte.
Pero sabía que todavía no estaba muerto. Mis pupilas agujereadas no se movían, pero podía ver perfectamente por mis ojos abiertos.
Lo que veía desde el suelo llenaba mis pensamientos. El camino subía en una ligera cuesta. El muro del taller, su arco, su tejado, el cielo. Y así seguía.
Me parecía que aquel momento de observación se alargaba sin cesar y comprendí que ahora el hecho de ver se había transformado en un cierto recordar. Entonces se me vino a la cabeza lo que sentía antiguamente cuando contemplaba una hermosa ilustración durante horas: si la miras lo suficiente, tu mente entra en el tiempo de la pintura.
Ahora todos los tiempos se habían convertido en ése.
Era como si nadie me viera y como si mientras mis pensamientos se desvanecían mi cabeza fuera a estar años en el barro contemplando aquella triste cuesta, los muros de piedra y las moreras y los castaños que había poco más allá, inalcanzables.
De repente aquella espera infinita me resultó tan dolorosa y tan aburrida que quise abandonar el presente.