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Luego recordamos cómo el legendario Rüstem había matado a su hijo Suhrab sin saber quién era tras tres días de lucha con los ejércitos enemigos que éste capitaneaba. Había algo que nos conmovía a todos en la manera en que Rüstem se golpeaba el pecho llorando cuando descubrió por el brazalete que años atrás le había entregado a su madre que aquel hombre al que había destrozado el pecho con su espada era su propio hijo Suhrab.

¿Qué era lo que nos conmovía?

Caminaba arriba y abajo mientras la lluvia golpeteaba melancólicamente el tejado del monasterio cuando dije de repente:

– O nuestro padre, nuestro Maestro Osman, nos traiciona y consigue que nos maten, o nosotros lo traicionamos a él.

El pánico se apoderó de nosotros no porque lo que había dicho fuera falso, sino porque era cierto; guardamos silencio. Paseando arriba y abajo, deseoso de que todo volviera a ser como antes, me decía a mí mismo: Cuéntales cómo Efrasiyab mató a Siyavus y cambia de tema. Pero ésa es una traición que no me da miedo. Cuenta, pues, la muerte de Hüsrev. Bien, pero ¿como la narra Firdausi en el Libro de los reyes o como Nizami en H ü srev y S irin ?. Lo que más entristece en el Libro de los reyes es que cuando el asesino entra en la habitación, ¡Hüsrev se da cuenta entre lágrimas de quién se trata! Como último escape envía al paje que está junto a él para que le traiga agua, jabón, ropa limpia y su alfombra de oración con la excusa de que quiere rezar, pero el cándido paje no entiende que su señor le envía a pedir ayuda y va realmente a traer lo que le ha pedido. Cuando se queda solo en la habitación con Hüsrev, lo primero que hace el asesino es cerrar la puerta con llave desde dentro. En esta escena, al final del Libro de los reyes, el asesino enviado por los conspiradores es descrito con repugnancia por Firdausi: maloliente, peludo, barrigón.

Caminando arriba y abajo mi mente estaba llena de palabras, pero la voz no me salía, como en un sueño.

Fue entonces cuando noté, como en un sueño, que los otros susurraban entre sí y que hablaban con hostilidad de mí.

De repente los tres se me echaron encima. Al cargar sobre mí, los pies se me despegaron del suelo con tal rapidez que los cuatro nos encontramos dando vueltas. Hubo un forcejeo, una lucha en el suelo, pero no duró mucho. Yo me quedé boca arriba con ellos encima de mí.

Uno se me sentó en las rodillas y otro en el brazo derecho.

Negro apoyó las rodillas donde mis brazos se unían con los hombros y se sentó encima de mí colocando con fuerza su trasero entre mi estómago y mi pecho. Era incapaz de moverme. Todos jadeábamos sorprendidos. Recordé lo siguiente:

Mi difunto tío tenía un hijo repugnante dos años mayor que yo, espero que haga mucho que lo hayan atrapado asaltando alguna caravana y que lo hayan decapitado. Aquel envidioso, cuando se acordaba de que yo sabía más que él, que era más inteligente y refinado, se buscaba cualquier excusa para provocar una pelea; si no lo conseguía, me desafiaba a luchar y cuando al poco tiempo me derribaba colocaba sus rodillas en mis hombros de la misma manera, clavaba su mirada en la mía como ahora hacía Negro, balanceaba entre sus labios un escupitajo y se divertía enormemente mientras yo movía asqueado mi cabeza a izquierda y derecha intentando evitar aquel salivazo cada vez más grande que colgaba sobre mis ojos esperando que cayera en cualquier momento.

Negro me dijo que no ocultara nada. ¿Dónde estaba la última ilustración? ¡Confiesa!

Sentía una tristeza y una furia que me asfixiaban por dos motivos: haber hablado en vano sin darme cuenta con antelación de que se habían puesto de acuerdo. Y por no haber huido, incapaz de imaginar que la envidia pudiera llegar a tanto.

Negro me dijo que si no sacaba la última ilustración y se la entregaba me cortaría el cuello.

Eso era algo ridículo. Cerré los labios con fuerza, como si la verdad fuera a escapárseme si abría la boca. Además, por otro lado pensaba que no había nada que hacer. Si se ponían de acuerdo entre ellos y me entregaban al Tesorero Imperial denunciándome como el asesino, saldrían con bien de todo aquel asunto. Mi única esperanza era que el Maestro Osman señalara a otro, en otra dirección, pero ¿sería cierto lo que Negro había contado de él? ¿Podían matarme aquí mismo y luego echarme las culpas?

Apoyaron la daga en mi garganta. Vi de inmediato que aquello le producía a Negro un placer que no se molestaba en ocultar. Me dieron una bofetada. ¿Cortaba la daga? Me dieron otra.

No obstante, yo continuaba con el siguiente razonamiento: ¡Mientras nada dijera no podría pasar nada! Eso me dio fuerzas. Ya no podían ocultar que me envidiaban desde que éramos aprendices, a mí, que durante toda mi vida he sido claramente quien mejor aplicaba la pintura, quien trazaba las líneas más hermosas, quien mejor ilustraba. Los amaba precisamente por envidiarme tanto. Sonreí a mis queridos hermanos.

Uno, no quiero que sepáis quién cometió semejante vileza, me besó fogosamente, como si besara al amante que tanto tiempo llevaba deseando. Los otros lo miraban a la luz del candil que habían acercado. Yo respondí al beso de mi querido hermano. Si estábamos llegando al final de todo, que se supiera que era yo quien mejor pintaba. Encontrad mis páginas y lo veréis.

El que respondiera a su beso con otro pareció enfurecerlo y comenzó a golpearme con furia. Pero los otros lo sujetaron. Pasaron un momento de indecisión. Aquel forcejeo entre ellos irritó a Negro. Era como si se sintieran irritados no conmigo, sino con el rumbo que estaban tomando sus vidas y quisieran vengarse de todos y de todo.

Negro se sacó algo del fajín; un largo alfiler de punta agudísima. De repente me lo acercó al ojo e hizo un movimiento como si fuera a clavármelo.

– Hace ochenta años, cuando cayó Herat, Behzat, el maestro de maestros, comprendió que todo había terminado y para que nadie le pudiera forzar a pintar de otra manera se cegó honrosamente -dijo-. Un tiempo después de que se clavara lentamente en los ojos este alfiler de turbante la excelsa oscuridad de Dios cayó poco a poco sobre su querido siervo, sobre ese ilustrador de manos milagrosas. Este alfiler, que pasó de Herat a Tabriz con Behzat, ahora ebrio y ciego, fue enviado como regalo por el sha Tahmasp al padre de Nuestro Sultán junto con el legendario Libro de los reyes . En un primer momento el Maestro Osman fue incapaz de adivinar por qué lo habían regalado. Pero hoy vio el deseo de mal y la lógica correcta que había tras este regalo cruel. Anoche, en la sala del Tesoro, después de comprender que Nuestro Sultán quiere su propia imagen pintada a la manera de los maestros francos y que vosotros, a quienes quería como hijos, lo habíais traicionado, el Maestro Osman se clavó este alfiler en los ojos, exactamente como había hecho Behzat. Y si ahora yo te dejo ciego, a ti, maldito, que has arrastrado a la destrucción el taller que formó entregando su vida entera, ¿qué más me da?

– Me dejes ciego o no, ya no habrá lugar para nosotros aquí -le respondí-. Si el Maestro Osman realmente está ciego, o si se muere, y por influencia de los francos pintamos como mejor nos apetece, con todos nuestros defectos y nuestra personalidad, y conseguimos tener un estilo, nos pareceremos a nosotros pero no podremos ser nosotros mismos. Y si decidimos seguir pintando como los maestros antiguos y pensamos que sólo seremos nosotros mismos pintando como ellos, Nuestro Sultán, que le ha dado la espalda incluso al Maestro Osman, buscará otros que ocupen nuestro lugar. Ya nadie se ocupará de nosotros, simplemente nos tendrán pena. Y el asalto al café añadirá sal a la herida: porque, por supuesto, la mitad de la culpa del incidente se nos echará a nosotros, los ilustradores, por haber difamado al señor predicador.

Por mucho que intentara convencerlos de lo inútil que era que nos enfrentáramos, no sirvió de mucho. No tenían la menor intención de escucharme. Estaban poseídos por el pánico y creían que si alguno de ellos decidía de repente antes de que amaneciera, fuera cierto o falso, quién era el culpable, podrían salir con bien de todo el asunto y, de la misma manera que evitarían la tortura, estaban convencidos de que todo seguiría como antes en el taller durante largos años.

A pesar de todo, la amenaza de Negro no gustaba a los otros dos. ¿Y si se demostraba que el culpable era otro y llegaba a oídos de Nuestro Sultán que me habían dejado ciego en vano? Les daban miedo la intimidad de Negro con el Maestro Osman y su forma insolente de referirse a él. Intentaron apartar de mí el alfiler que Negro sostenía continuamente justo delante de mis ojos con una rabia desenfrenada.

Entonces Negro se dejó llevar por el pánico, como si fueran a arrebatarle el alfiler de turbante, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Hubo un forcejeo. Lo único que podía hacer para apartar de mis ojos el alfiler en medio de la lucha era levantar la barbilla y echar la cabeza hacia atrás.

Luego todo pasó con tanta rapidez que en un primer momento ni siquiera comprendí lo que ocurría. Sentí un dolor agudo pero limitado en mi ojo derecho; la frente se me durmió por un instante. Luego todo volvió a la situación anterior, pero el terror se había apoderado de mi corazón. Habían alejado la lámpara pero pude ver perfectamente cómo él me clavaba el alfiler con decisión ahora en el ojo izquierdo. Acababa de arrebatarle el alfiler a Negro y ahora fue más cuidadoso y meticuloso. Cuando comprendí que me estaba clavando el alfiler, me quedé inmóvil pero sentí el mismo dolor ardiente. La sensación de que la frente se me había dormido pareció extendérseme por toda la cabeza y desapareció al salir el alfiler. Ahora miraban mis ojos y la punta del alfiler. Era como si no estuvieran seguros de lo que había ocurrido. Cuando comprendieron el hecho terrible del que había sido víctima dejaron de forcejear y se alivió el peso sobre mis brazos.

Comencé a gritar como si aullara. No por el dolor, sino por el horror de haber visto lo que me había ocurrido.

No sé cuánto tiempo estuve gritando. En un primer momento noté que mi aullido no sólo me tranquilizaba a mí, sino también a ellos. Mi voz nos acercaba.

Pero vi que según se prolongaban mis gritos comenzaban a ponerse nerviosos. Seguía sin dolerme en absoluto. Pero no se me iba de la cabeza cómo me habían clavado ese alfiler en los ojos.

Todavía no estaba ciego. Gracias a Dios aún podía ver cómo me contemplaban horrorizados y entristecidos y sus sombras moviéndose indecisas en el techo del monasterio. Aquello me alegró pero también me produjo una profunda inquietud.