– ¡Dejadme! -grité-. ¡Dejadme para que lo vea todo una última vez, por favor!
– Dinos de inmediato -me ordenó Negro- cómo fue tu encuentro con Maese Donoso aquella noche. Entonces te soltaremos.
– Volvía a casa desde el café y el pobre Maese Donoso apareció ante mí. Estaba preocupado y tenía muy mal aspecto. Al principio me dio pena. Dejadme ahora y luego os lo contaré. Se me está oscureciendo la vista.
– No se oscurece tan rápido -replicó Negro con descaro-. El Maestro Osman fue capaz de identificar con los ojos agujereados el caballo de los ollares cortados, créeme.
– El pobre Maese Donoso me dijo que quería hablar conmigo, que sólo confiaba en mí.
Pero ahora no era él quien me daba pena, sino yo mismo.
– Si hablas antes de que la sangre te forme costra en los ojos, cuando amanezca podrás ver el mundo por última vez hasta hartarte -dijo Negro-. Mira, está amainando la lluvia.
– Volvamos al café, le dije, pero enseguida me di cuenta de que no le gustaba aquello, de que le tenía miedo. Fue así como por primera vez comprendí que Maese Donoso había roto por completo con nosotros y se había alejado después de veinticinco años de pintar juntos desde los tiempos en que éramos aprendices. En los últimos ocho o nueve años, desde que se casó, lo veía por el taller pero ni siquiera sabía qué era lo que estaba haciendo… Me dijo que había visto la última ilustración. Y que allí había un enorme pecado. Algo con lo que ninguno de nosotros podría seguir adelante. Decía que sólo por eso todos arderíamos en el Infierno. Estaba aterrorizado, muerto de miedo; lo abrumaba esa sensación de hundimiento de quien ha cometido un horrible pecado sin darse cuenta.
– ¿Y cuál era ese pecado tan terrible?
– Cuando se lo pregunté abrió los ojos estupefacto como si le asombrara que no lo supiera. Fue entonces cuando pensé cuánto había envejecido nuestro compañero de aprendizaje, como nosotros. Me dijo que el pobre Tío había usado con todo descaro el estilo de la perspectiva en la última ilustración. En ella, como hacen los francos, las cosas estaban pintadas no según la importancia que tienen en la mente de Dios, sino tal y como las ven nuestros ojos. Aquello era un terrible pecado. El segundo pecado era pintar a Nuestro Sultán, el califa del Islam, del mismo tamaño que un perro. El tercero era haber hecho una imagen del Diablo del mismo tamaño y representarlo simpático. Pero la mayor blasfemia de todas, y era un resultado natural de ver la pintura como la entienden los francos, había sido pintar enorme la imagen de Nuestro Sultán y su cara con todos los detalles. Lo mismo que hacen los idólatras… O como los «retratos» que los cristianos, que son incapaces de librarse de las costumbres idólatras, pintan en las paredes de sus iglesias y ante los cuales se postran. Maese Donoso conocía a la perfección aquella palabra que había aprendido del Tío y creía, con toda razón, que el retrato era el mayor pecado y que con él se acabaría la pintura musulmana. Todo eso me lo contó mientras caminábamos por las calles porque no fuimos al café ya que allí, según él, se difamaba a su excelencia el señor predicador y se hacía burla de nuestra religión. De vez en cuando se detenía y con el aspecto de quien está pidiendo ayuda me preguntaba si todo aquello era cierto, si no había una salida, si arderíamos en el Infierno. Sufría crisis de arrepentimiento y se golpeaba el pecho, pero de repente noté que no le creía lo más mínimo. Era un impostor que fingía estar arrepentido.
– ¿Cómo te diste cuenta de eso?
– Conocía a Maese Donoso desde que éramos niños. Era un hombre correcto pero silencioso, opaco y descolorido. Como sus iluminaciones. Pero era como si el hombre que estaba conmigo fuera más estúpido, más ingenuo y más devoto pero superficial.
– Se pasaba el día con los erzurumíes -comentó Negro.
– Ningún musulmán se tortura de esa manera por haber cometido un pecado sin haberse dado cuenta -proseguí-. Un buen musulmán sabe que Dios es justo y razonable y que tiene en cuenta la intención de su siervo. Sólo los ignorantes sin seso creen que pueden ir al Infierno por haber comido carne de cerdo sin haberse dado cuenta. Pero un auténtico musulmán sabe también que el miedo del Infierno sirve para atemorizar a los demás y no sólo a él. Y eso era lo que estaba haciendo Maese Donoso; quería atemorizarme. Tu Tío le había enseñado que podía hacerlo, fue entonces cuando me di cuenta. Y ahora decidme con toda sinceridad, queridos hermanos ilustradores, ¿se me está coagulando la sangre en los ojos? ¿Está perdiendo el iris su color?
Trajeron las lámparas, me las acercaron a la cara y me observaron los ojos con el cuidado y la compasión de un médico.
– Están como si no hubiera pasado nada.
¿Sería lo último que vería en el mundo a aquellos tres clavando sus miradas en mis ojos? Sabía que no olvidaría aquellos momentos hasta el fin de mis días y continué hablando porque, a pesar de estar arrepentido, también sentía una cierta esperanza.
– Tu Tío le mostró a Maese Donoso que estaba haciendo algo prohibido. Tapando la última ilustración, descubriendo sólo un rincón distinto para cada uno de nosotros, obligándonos a pintar ahí, ocultando la ilustración entera… Le dio a la pintura un ambiente misterioso y de asunto secreto esparciendo el miedo al pecado. Fue él el primero en desatar aquellos recelos y aquel temor al pecado y no los erzurumíes, que en su vida han visto un libro ilustrado. En caso contrario, ¿qué es lo que tendría que temer un ilustrador de conciencia limpia?
– Un ilustrador de conciencia limpia ahora tiene mucho que temer -respondió Negro insolente-. Sí, es cierto que nadie habla mal de la ilustración, pero la pintura está prohibida por nuestra religión. Nadie critica las pinturas de los maestros persas ni los prodigios de los mayores maestros de Herat porque, al fin y al cabo, se ven como parte de la decoración de los márgenes y realzan la hermosura de la escritura y las maravillas de la caligrafía. De hecho, ¿cuánta gente ve nuestras ilustraciones? Pero si usamos las maneras de los francos, nuestro trabajo deja de ser sólo ilustración de algo, deja de ser algo sin valor para comenzar a ser pura y simplemente pintura. Eso que prohíbe el Sagrado Corán y que tan poco gustaba a Nuestro Profeta. Tanto Nuestro Sultán como mi Tío lo sabían perfectamente. Por eso mataron a mi Tío.
– Mataron a tu Tío porque tenía miedo -respondí-. Lo mismo que tú, había comenzado a afirmar que la ilustración que estaba haciendo no iba en contra de la religión ni el Libro… Eso era justo lo que buscaban los erzurumíes, que se morían por encontrar algo contrario a la religión. Maese Donoso y tu Tío eran tal para cual.
– Y tú los mataste a ambos, ¿no? -dijo Negro.
Por un instante creí que iba a golpearme y en ese mismo momento me di cuenta de que el nuevo marido de la hermosa Seküre no lamentaba en absoluto la muerte de su Tío. No iba a pegarme, y, si lo hacía, ya no me importaba.
– En realidad, de la misma manera que Nuestro Sultán quería preparar un libro hecho bajo la influencia de los francos -continué tercamente-, tu Tío quería preparar un libro que desafiara a todo el mundo, que contagiara a todos el temor al pecado. Para alimentar su orgullo. Sentía una admiración que rayaba en la sumisión por las pinturas de los maestros francos que había visto en sus viajes y hasta el final creyó en aquellas cosas que nos contaba durante días; seguro que a ti también te explicó todas aquellas tonterías sobre la perspectiva y los retratos. En mi opinión, el libro que estábamos haciendo no tenía nada malo ni nada que no encajara en nuestra religión… Y como lo sabía, adoptaba el aire de estar preparando un libro peligroso y aquello le agradaba enormemente… Hacer algo tan peligroso con permiso especial del Sultán era para él tan importante como la admiración que sentía por las pinturas de los maestros francos. Si hiciéramos pinturas para ser colgadas en las paredes sería algo pecaminoso, sí. Pero en ninguna de las ilustraciones que preparamos para aquel libro pude notar que hubiera nada que fuera contra la religión, ninguna impiedad, ninguna herejía, ni siquiera algo remotamente prohibido. ¿Lo notasteis vosotros?
Mi vista iba perdiendo fuerza imperceptiblemente pero, gracias a Dios, todavía podía ver lo suficiente como para darme cuenta de que mi pregunta les hacía dudar.
– No estáis seguros, ¿verdad? -dije complacido-. Aunque en secreto penséis que en las ilustraciones que pintamos había una imprecisa idea de pecado, la sombra de una impiedad, nunca lo aceptaríais ni lo reconoceríais. Porque eso sería dar la razón a los enemigos erzurumíes y a los fanáticos que os acusan. Por otro lado no podéis proclamar convencidos que sois inmaculados como una virgen porque eso sería renunciar al embriagador orgullo, a la distinguida jactancia que supone hacer algo oculto, misterioso, prohibido. ¿Sabéis cuándo me di cuenta de que yo también estaba dándome aires? ¡Trayendo al pobre Maese Donoso a este monasterio en mitad de la noche! Lo traje aquí con la excusa de que estábamos congelándonos en la calle. En realidad, me agradaba que viera que yo era un resto de los impíos kalenderis, aún peor, que me esforzaba por ser uno de ellos. Creía que cuando el pobre Maese Donoso viera que yo era el último seguidor de una orden que había sido disuelta por haberse dedicado a la pederastia, al consumo de hachís, a la holgazanería y a todo tipo de aberraciones, me tendría más miedo, me demostraría más respeto y quizá ese miedo le cerraría la boca. Por supuesto, ocurrió justo lo contrario. De la misma manera que aquello lo desagradó, nuestro estúpido compañero de la infancia se convenció de inmediato de que las acusaciones de impiedad de las que le había persuadido tu Tío eran totalmente correctas. Y así, nuestro querido compañero de aprendizaje, que había empezado diciendo «Ayúdame, convénceme de que no vamos a ir al Infierno para que esta noche pueda dormir bien», comenzó a decir en un tono amenazante «Esto va a acabar mal». Decía que la última ilustración se había alejado mucho de las órdenes de Nuestro Sultán, que nunca nos lo perdonaría, que los rumores llegarían a oídos del predicador de Erzurum. Consiguió que me fuera prácticamente imposible convencerlo de que todo iba como una balsa de aceite. Comprendí que contaría, exagerándolas, todas las tonterías del Tío, que si se blasfemaba contra la religión, que si se mostraba simpático al Diablo y todas esas fantasías, a todos sus cretinos amigos, que se dejaban llevar por el predicador de Erzurum, y que ellos se creerían aquellas calumnias. Sabéis cuánto nos envidian no sólo los artesanos, sino todos los demás artistas, porque hemos sido honrados con el favor del Sultán. Ahora, todos juntos y complacidos, podrían decir: LOS ILUSTRADORES SON UNOS IMPÍOS. Además, por culpa de esa colaboración entre el Tío y Maese Donoso, la calumnia resultaría ser cierta. La llamo calumnia porque no me creía lo más mínimo lo que mi hermano Donoso decía sobre el libro y sobre la última ilustración. Por aquel entonces yo no permitía que se criticara a tu Tío. Incluso veía muy natural que Nuestro Sultán le retirara su favor al Maestro Osman y se hubiera vuelto hacia él y me creía, aunque no tanto como él mismo, todo lo que me contaba tan detalladamente sobre los maestros francos y sus pinturas. Creía de veras que los ilustradores otomanos podíamos tomar con toda alegría esto o aquello de las maneras de los francos según nos apeteciera y según nos lo permitieran nuestros viajes sin entrar en tratos con el Diablo y sin que nos provocara problemas. La vida era fácil y tu difunto Tío era para mí un padre en lugar del Maestro Osman en esta nueva vida.