– Querida Seküre, yo tampoco puedo abrirla. Sabes perfectamente que en ese caso estaría metiendo las narices en vuestros asuntos y se vengarían de mí con mayor crueldad todavía.
Vi en sus ojos que me daba la razón.
– Entonces nadie abrirá la puerta -dijo-. Dejemos que la derriben y que entren y nos lleven a la fuerza.
Aun sabiendo que aquélla era la mejor solución para Seküre y los niños, tuve miedo.
– Pero entonces se derramará sangre -dije-. Si el cadí no interviene habrá sangre y la deuda de sangre durará años.
Nadie que quiera seguir viviendo sin perder la honra puede permanecer impasible después de ver cómo le han roto la puerta, le han asaltado la casa y se han llevado a la mujer que se había refugiado en ella.
Cuando Seküre, en lugar de darme una respuesta razonable, se abrazó a sus hijos y comenzó a llorar con todas sus fuerzas volví a darme cuenta arrepentida de lo retorcida y calculadora que era. Una voz interior me decía que lo dejara todo y que me largara, pero ya no podía salir por la puerta, que parecía estar a punto de romperse por los golpes. Lo cierto es que tanto miedo me daba que tiraran la puerta y entraran como que no lo hicieran. Porque no se me iba de la cabeza que los hombres de Negro, que confiaban en mí y que temían llevar el asunto demasiado lejos, podían retirarse en cualquier momento, lo cual envalentonaría al suegro. Cuando se acercó a Seküre comprendí que no lloraba de verdad pero también, y eso sí era malo, que temblaba de una manera que no podía ser un simulacro.
Me acerqué a la puerta y grité con todas mis fuerzas:
– ¡Paraos! ¡Basta ya!
El movimiento de fuera y los lloros de dentro se detuvieron de repente.
– Madre de Orhan, que sea él quien abra la puerta -dije con una repentina inspiración y con voz dulce, como si hablara con un niño-. Quiere volver a su casa y nadie se enfadará con él.
Casi antes de que hubiera terminado de hablar Orhan se deshizo del ahora flojo abrazo de su madre y, como alguien que hubiera vivido años en esa casa, primero abrió el cerrojo, luego levantó la tranca, después giró el picaporte y se retiró dos pasos. Por el hueco de la puerta, que se abrió por sí sola, entró el frío del exterior. Se produjo tai silencio que todos oímos el ladrido de un perro perezoso a lo lejos que ladraba por hacer algo.
– Se lo voy a contar al tío Hasan -dijo Sevket cuando Seküre besó a Orhan al volver éste a los brazos de su madre.
Cuando vi que Seküre se levantaba, cogía su sobretodo preparaba su hatillo me sentí tan aliviada que temí echarme a reír. Me senté y me tomé un par de cucharadas de la sopa de lentejas.
Negro fue lo bastante inteligente como para no acercarse a la puerta de la casa. A pesar de que en cierto momento Sevket se encerró en la habitación de su difunto padre y corrió el cerrojo desde dentro y nosotras pedimos ayuda, Negro no puso el pie en la casa ni permitió que sus hombres entraran. Por fin Sevket consintió en dejar la casa cuando su madre le dio permiso para que se llevara la daga con la empuñadura de rubíes de su tío Hasan.
– Temed a Hasan y a su espada roja -dijo el suegro más que con tono de derrota y venganza con auténtica preocupación. Besó a sus nietos oliéndoles el pelo y susurró algo al oído de Seküre.
Al ver que miraba a toda prisa y por última vez la puerta de la casa, los muros y el horno, recordé una vez más que allí era donde Seküre había pasado los años más felices de su vida junto a su primer marido. ¿Se daba cuenta de que aquella misma casa se había convertido ahora en el refugio de dos hombres infelices y solitarios y que olía a muerte? No me acerqué a ella en el camino de vuelta porque me había roto el corazón.
Lo que hizo que en el camino de vuelta por fin nos aproximáramos los dos huérfanos y las tres mujeres, una esclava, una judía y una viuda, no fueron ni el frío ni la oscuridad de la noche, sino la estrechez de las calles casi impracticables de aquellos barrios extraños y el miedo a Hasan. Nuestra multitudinaria comitiva, protegida por los hombres de Negro, como si fuera una caravana que transporta un tesoro, avanzaba por caminos apartados, calles laterales y barrios por los que no había un alma para no darse con serenos, jenízaros, matones de barrio demasiado curiosos, bandidos ni con Hasan. A veces, en medio de una oscuridad negra como la pez en la que no se veía a un palmo, encontrábamos el camino chocando unos con otros o con los muros. Nos abrazábamos con fuerza creyendo que los espectros, los duendes y los diablos subterráneos nos llevarían en la oscuridad. Tras los muros y los postigos cerrados que sentíamos a tientas oíamos en el frío de la noche los ronquidos y las toses de la gente que dormía y los gemidos de las bestias en los establos.
Aunque yo misma, Ester, que me he pateado todas las calles de Estambul, excepto los barrios más pobres y peores, o sea, donde habitan los emigrantes y todo tipo de gente desdichada, creyera de vez en cuando que desapareceríamos entre aquellas callejuelas que daban vueltas y revueltas sin parar en una oscuridad sin fondo, había no obstante ciertos rincones que reconocía por haber pasado por allí de día llevando mi hatillo pacientemente: reconocí los muros de la calle del Sastre Mayor, el intenso olor a estiércol, que casi parecía canela, del establo que había junto al jardín del Maestro Nurullah, los solares incendiados de la calle de los Titiriteros y el pasaje de los Halconeros y la plaza de la Fuente del Peregrino Ciego, a la que daba el pasaje, y comprendí que no nos dirigíamos a la casa del difunto padre de Seküre sino a algún otro sitio que no pude adivinar.
Me di cuenta de inmediato de que Negro había encontrado otro lugar que sirviera de refugio porque quería ocultar a su familia de Hasan, que era imprevisible cuando se dejaba llevar por la ira, y de aquel demoníaco asesino. Si hubiera podido saber de qué sitio se trataba os lo diría ahora mismo y a Hasan a la mañana siguiente. No porque sea malvada, sino porque estaba segura de que Seküre querría atraerse de nuevo el interés de Hasan, por eso. Pero el inteligente Negro no confiaba ya en mí, y con toda la razón.
Estábamos en una calle oscura por detrás del Mercado de Esclavos cuando nos llegaron voces, gritos y llamadas desde el otro extremo de la calle. Oímos un forcejeo, ese estrépito incomparable que se escucha cuando empieza la pelea y entrechocan las hachas, las espadas y los garrotes y reconocí con pánico aullidos de agonía.
Negro le entregó su enorme espada a un hombre de confianza, le arrebató a la fuerza a Sevket la daga que llevaba, naciéndole llorar, e hizo que Seküre, Hayriye y los niños se alejaran de allí acompañados por el aprendiz de barbero y otros dos hombres. El estudiante de medersa me dijo que me llevaría directamente a casa; no me dejaría ir con los demás. ¿Era una casualidad o era para ocultarme astutamente el lugar en que iban a esconderlos?
Al final de la estrecha calle, nos vimos obligados a cruzarla, había un establecimiento que comprendí que era un café. Quizá la pelea había terminado antes de empezar. Una multitud que entraba y salía a gritos -en un primer momento pensé que lo estaban saqueando- estaba destruyendo el café. Primero sacaban las tazas, las cafeteras, los vasos y las mesas cuidadosamente y a la luz de las antorchas para que nosotros, los curiosos, lo observáramos y nos sirviera de ejemplo, y luego lo rompían todo ante nuestros ojos. Estuvieron golpeando un rato a uno que intentó detener aquello pero por fin pudo librarse. Al principio pensé que su única preocupación era el café, como decían. Explicaban los peligros del café, cómo estropeaba la vista y el estómago, cómo confundía la mente y provocaba que los hombres abandonaran la fe, cómo era un veneno franco y cómo el Profeta Mahoma lo había rechazado a pesar de que el Diablo se lo había ofrecido disfrazado de una hermosa mujer. Aquello parecía una función nocturna educativa, hasta el punto de que en cuanto volviera a casa pensaba reñir a Nesim y decirle: «No tomes mucho de ese veneno».
Como por los alrededores había bastantes pensiones de solteros y fondas baratas, rápidamente se reunió una multitud de espectadores, compuesta de piojosos sin oficio ni beneficio y vagos que habían entrado ilegalmente en la ciudad, que envalentonó a los enemigos del café. Fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba de los hombres de Nusret, el famoso predicador de Erzurum. Iban a limpiar Estambul de nidos de bebida y prostitución y de cafés y castigarían a todos aquellos que se apartaran del camino del Profeta Mahoma y a los que bailaban moviendo las caderas al ritmo de la música en los monasterios con la excusa de que se trataba de ceremonias religiosas. Maldijeron a los enemigos de la religión, a los que colaboraban con el Diablo, a los idólatras, a los impíos y a los ilustradores. Entonces recordé que aquél era el café de cuyas paredes se colgaban pinturas, donde se difamaba la religión y al predicador de Erzurum y se cometían tantas obscenidades.
Del interior salió un mozo con la cara cubierta de sangre; creí que iba a desplomarse pero se limpió la sangre de la frente y las mejillas con la manga de la camisa, se unió a nosotros y comenzó a contemplar el asalto. La multitud, temerosa, se había retirado ligeramente. Me di cuenta de que Negro reconocía a alguien entre la multitud y de que dudaba por un instante. Comprendí que estaban llegando los jenízaros o cualquier otro grupo armado de garrotes por la manera en que se dispersaron los erzurumíes. Las antorchas se apagaron y en la multitud se produjo una enorme confusión.
Negro me agarró del brazo y me apartó para que siguiera al estudiante. «Id por calles laterales -dijo-. Te llevará a tu casa». El estudiante quería desaparecer lo antes posible, así que nos alejamos a la carrera. Seguía pensando en Negro, pero si retiran a esta Ester vuestra de la acción ya no puede contaros cómo sigue la historia.