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55. Me llaman Mariposa

Cuando vi a la multitud comprendí que los erzurumíes nos estaban matando a nosotros, los alegres ilustradores.

Negro estaba entre la muchedumbre que contemplaba el asalto. Llevaba una daga y junto a él vi a una serie de hombres extraños, a la famosa Ester la buhonera y a otras mujeres con sus hatillos. Tras ver que a los que salían del café se les daban unas despiadadas palizas y que el café en sí era cruelmente destrozado, quise huir de allí. Algo más tarde, otra multitud, probablemente jenízaros, se acercó al lugar de los hechos y los erzurumíes apagaron las antorchas y huyeron.

En la puerta oscura del café no había nadie y nadie estaba mirando, así que entré. Lo habían roto todo; caminé pisando fragmentos de tazas, platos, vasos, escudillas y cristales. Un candil colgado de un clavo en todo lo alto del muro no había llegado a apagarse durante todo aquel alboroto pero más que alumbrar el suelo cubierto de despojos, las mesas destrozadas y los restos de madera de los bancos, iluminaba las manchas de hollín del techo.

Hice una pila de almohadones, me alcé y cogí el candil. Gracias a la luz pude darme cuenta de los cuerpos que yacían en el suelo. Al ver que uno tenía el rostro ensangrentado, no pude mirarlo más y me acerqué a otro. El segundo cuerpo gemía; cuando vio mi lámpara de su garganta salió una voz parecida a la de un niño y me aparté.

Alguien más entró en el café. En un primer momento me alarmé pero noté que se trataba de Negro. Juntos nos acercamos al tercer cuerpo que yacía en el suelo. Al acercarle la lámpara a la cara ambos comprobamos lo que desde hacía rato ya sabíamos con una parte de nuestras mentes: habían matado al cuentista.

En su rostro, parecido al de una mujer gracias al maquillaje, no había el menor rastro de sangre, pero le habían aplastado el mentón, los ojos y la boca pintada de rojo y, a juzgar por los moratones del cuello, le habían estrangulado. Tenía las manos hacia atrás. No resultaba difícil comprender que mientras uno había sujetado por atrás las manos del anciano vestido de mujer, los otros le habían dado de puñetazos en la cara y por fin lo habían estrangulado. ¿Habrían decidido poner en práctica su intención de cortar las lenguas que difamaran a Su Excelencia el Señor Predicador?

– Acerca aquí la lámpara -dijo Negro. La luz de la lámpara que sostenía iluminó, entre el barro formado por el café derramado alrededor de la chimenea, balanzas, coladores y molinillos rotos y trozos de tazas. En el rincón en el que el cuentista colgaba sus imágenes cada noche Negro buscaba, a la luz de la lámpara, los útiles del muerto, su fajín, su pañuelo y su varita para los juegos de manos. Proyectando en mi cara la luz del candil que me había arrebatado me dijo que en lo que pensaba era en las pinturas: sí, por supuesto, yo había pintado un par de ellas por amistad. Sólo pudimos encontrar el gorro persa que el difunto llevaba en la cabeza completamente afeitada.

Salimos a la oscuridad de la noche sin encontrarnos con nadie por la puerta trasera, a la que se llegaba tras atravesar un estrecho pasaje. Los ilustradores y el resto de la clientela que llenaba el café cuando comenzó el asalto debían de haber escapado por aquel lugar, pero las macetas volcadas y los sacos de café tirados por el suelo indicaban que allí también había habido lucha.

El asalto al café, la muerte cruel del maestro cuentista y la terrorífica oscuridad de la noche hicieron que Negro y yo nos acercáramos el uno al otro. Supongo que también eran la razón de nuestro silencio. Pasamos dos calles, Negro me dio el candil para que yo lo llevara y luego sacó la daga y me la apoyó en la garganta.

– Vamos a ir a tu casa -me dijo-. Quiero registrarla para quedarme tranquilo.

– Ya la han registrado -le respondí, y guardé silencio.

Sentí más desprecio que ira. El que Negro creyera los vergonzosos rumores que corrían sobre mí ¿no demostraba que no era sino otro vulgar envidioso? Sostenía la daga sin demasiada confianza en sí mismo.

Mi casa está justo en la dirección contraria a la que llevábamos al salir por la puerta trasera del café. Por esa razón, y para evitar la multitud, trazamos un amplio arco dando vueltas a izquierda y derecha por callejuelas entre los barrios y cruzando jardines vacíos entre el triste olor de árboles mojados y solitarios. En ningún momento se interrumpió el alboroto procedente del café, que estábamos rodeando. Oíamos cómo corrían por las calles los erzurumíes y los jenízaros, los serenos y los jóvenes que los perseguían. Habíamos hecho ya más de la mitad del camino cuando Negro me dijo:

– He estado dos días en la sala del Tesoro con el Maestro Osman examinando las maravillas de los maestros antiguos.

Guardé silencio un buen rato y luego le dije, prácticamente gritando:

– Cuando el ilustrador llega a cierta edad, aunque compartiera atril con el mismísimo Behzat, lo que ve sólo le sirve para contento de los ojos y para dar paz y entusiasmo a su alma, pero no enriquece su talento. Porque no se pinta con los ojos, sino con la mano, y la mano, no digamos ya a la edad del Maestro Osman, ni siquiera a la mía, es muy difícil que aprenda nada nuevo ya.

Hablaba a gritos para que mi mujer, que seguro que me estaba esperando, supiera que no iba solo y así pudiera apartarse de la mirada de Negro, no porque me tomara en serio a aquel imbécil tan pagado de sí mismo con su daga en la mano.

Cuando cruzamos la puerta del patio me pareció ver la luz de una lámpara moviéndose en el interior de la casa, pero ahora, gracias a Dios, todo estaba oscuro. Me pareció una violación tal de mi intimidad tener que entrar forzado por un animal armado con una daga en mi paradisíaca casa, en la que pasaba todo mi tiempo y mis días buscando los recuerdos de Dios a través de la pintura y, cuando la vista se me cansaba, haciendo el amor con mi amada, bella entre las bellas, que juré vengarme de Negro.

Acercando el candil, estuvo mirando mis papeles, una página que estaba casi terminada -presos por deudas que le imploraban al sultán que les liberase de sus cadenas y que conseguían su gracia-, mis pinturas, mis atriles, mis cuchillas, mis palilleros, mis pinceles, todo lo que había alrededor de mi mesa de trabajo, mis sellos, mis cortaplumas, por entre las cajas de papel y de cálamos y en los armarios, los baúles, por debajo de los almohadones, una de las tijeras de papel, debajo del blando almohadón rojo y luego de la alfombra y después volvió a investigar de nuevo en los mismos lugares. Como me había dicho cuando desenvainó la daga, no tenía intención de registrar toda mi casa sino sólo mi cuarto de trabajo. Como si yo no hubiera ocultado ya lo único que me interesaba esconder, a mi mujer, en la habitación desde la que seguro que nos estaba observando.

– El libro que estaba preparando mi Tío tenía una última ilustración -dijo-. El que lo mató la robó.

– Era distinta de las otras -le respondí de inmediato-. El difunto Tío me había hecho pintar un árbol en un rincón. En una parte del fondo… En el centro y delante estaría el trabajo de otro; probablemente, la imagen de Nuestro Sultán. Había un espacio muy grande preparado pero no se había pintado nada. Como los objetos del fondo debían estar reducidos, como hacen los francos, me pidió que dibujara el árbol pequeño. Según iba avanzando la pintura daba la impresión, no de que fuera una ilustración, sino de que estuvieras mirando el mundo por la ventana. Fue entonces cuando comprendí que en una ilustración hecha con el estilo de la perspectiva de los francos las líneas de los márgenes y la iluminación ocupan el lugar del marco de una ventana.

– Los márgenes y la iluminación los hacía Maese Donoso.

– Si me lo estás preguntando, ya te he dicho que yo no lo maté.

– Un asesino nunca confiesa haber matado -replicó con rapidez, y me preguntó qué estaba haciendo en el café cuando lo asaltaron.

Colocó el candil un poco más allá del almohadón donde yo estaba sentado, entre mis papeles y las páginas que estaba pintando, de manera que me alumbrara la cara. Él daba vueltas por la habitación, como una sombra en la oscuridad.

Además de lo que ya os he dicho, que en realidad iba muy poco al café y que estaba allí por casualidad, le conté que había hecho dos de las pinturas de las que se colgaban de sus paredes pero que nunca me había gustado lo que ocurría allí.

– Porque si la fuerza del ilustrador proviene, en lugar de su talento, del amor a la pintura y de su deseo de llegar a Dios, del deseo de denigrar y castigar las miserias de la vida, acaba por ser él mismo el denigrado y castigado. Injurie al predicador de Erzurum o al mismísimo Diablo. Además, si en ese café no se hubieran metido con los erzurumíes, quizá no lo hubieran asaltado esta noche.

– Pero de todas formas ibas por allí -dijo el muy miserable.

– Iba porque allí me divertía -¿comprendía lo sincero que estaba siendo?-. Nosotros, los hijos de Adán, podemos conseguir un gran placer con algo a pesar de que nuestra conciencia y nuestra inteligencia sepan que está feo y mal -añadí-. Y me daba vergüenza divertirme con aquellas pinturas baratas, con las imitaciones, con las historias del Diablo, del dinero y del perro contadas de mala manera sin ritmo ni rima.

– Entonces, ¿para qué ibas a ese café de descreídos?

– De acuerdo -le respondí atendiendo a una voz interior-, a veces tengo una sospecha que me corroe el corazón como si fuera un gusano. Voy a contártelo: desde que he sido abiertamente reconocido como el ilustrador más hábil y de mayor talento del taller no sólo por parte del Maestro Osman, sino también por parte del Sultán, he empezado a tener tal miedo de la envidia de los demás que voy, aunque sólo sea un poco, a los lugares que frecuentan, me paso el rato con ellos e intento parecerme a ellos para que no me odien a muerte. ¿Lo entiendes? Y desde que empezaron a decir que yo era uno de los erzurumíes voy a ese café de miserables descreídos para que nadie se crea dicho rumor.

– El Maestro Osman me ha dicho que muchas veces te comportabas como si quisieras pedir disculpas por tu habilidad y tu talento.

– ¿Y qué más te ha dicho sobre mí?

– Que pintabas ilustraciones minúsculas y estúpidas en granos de arroz y en uñas para que creyeran que renunciabas a la vida por amor a la pintura. Decía que siempre estabas esforzándote por gustar a los demás porque te avergonzaba el talento que Dios te había dado.

– El Maestro Osman no tiene nada que envidiarle a Behzat -dije con toda sinceridad-. ¿Qué más?