– Hasan no está en casa -intervino su atento suegro.
– Mejor, gracias a Dios. Toma esto -le dije al padre entregándole la carta de Negro como un orgulloso embajador que presentara la despiadada voluntad del Sultán.
– Ester -me dijo Seküre mientras su afable suegro leía la carta-, ven, que te sirva un poco de sopa de lentejas, entrarás en calor.
– No me gusta -le dije primero. No me había hecho ninguna gracia su manera de hablar, como si fuera la dueña de la casa. Pero cuando me di cuenta de que quería hablar conmigo a solas agarré la cuchara y la seguí.
– Díle a Negro que todo ha sido por culpa de Sevket -susurró-. Ayer lo esperé toda la noche sola con Orhan muerta de miedo por el asesino. Orhan se pasó la noche temblando. ¡Mis hijos separados! ¿Qué madre puede estar apartada de sus hijos? Negro no volvía y me trajeron noticias de que los torturadores de Nuestro Sultán le habían hecho hablar y que tenía que ver con la muerte de mi padre.
– ¿No estaba Negro contigo cuando mataron a tu padre?
– Ester -me dijo mi preciosa abriendo enormemente sus ojos negros-, por favor, ayúdame.
– Dime por qué has vuelto aquí para que pueda comprenderlo y ayudarte.
– ¿Crees que sé por qué he vuelto? -hizo un gesto como si fuera a echarse a llorar-. Negro maltrató a mi Sevket y, cuando Hasan dijo que el verdadero padre de mis hijos había regresado, lo creí.
Pero yo comprendía por su mirada que me estaba mintiendo y ella sabía que yo lo sabía. «¡Me dejé engañar por Hasan!», susurró y sentí que con eso quería que yo entendiera que amaba a Hasan. Pero ¿entendía Seküre que había empezado a pensar más en Hasan porque se había casado con Negro?
Se abrió la puerta y entró Hayriye llevando un pan recién salido del horno que olía estupendamente. Por la cara de desagrado que puso en cuanto me vio me di cuenta de que aquella pobre cosa era una herencia maldita que le había quedado a Seküre después de la muerte del Tío y que no podría venderla ni echarla de su casa. Al volver Seküre junto a sus hijos a la habitación con el pan recién horneado, comprendí la verdad. Lo que Seküre buscaba y no podía encontrar no era un marido que la amara, fuera el padre de sus hijos, fueran Hasan o Negro, lo difícil era encontrar un padre que pudiera querer a aquellos niños de ojos enormemente abiertos por el miedo. Seküre estaba dispuesta a amar con toda su buena intención a cualquier marido aceptable.
– Lo que buscas lo buscas con el corazón -le dije sin pensar-. Pero tienes que tomar una decisión con la cabeza.
– Ahora mismo volveré junto a Negro con mis hijos -me respondió-. ¡Pero tengo mis condiciones! -guardó silencio un momento-. Se portará bien con Sevket y Orhan. No me pedirá cuentas por haberme refugiado aquí. Y cumplirá, él ya las sabe, las condiciones de nuestro matrimonio. Anoche me dejó completamente a solas a merced de los asesinos, los ladrones, los espíritus malignos y de Hasan.
– Todavía no ha podido encontrar al asesino de tu padre, pero me pidió que te dijera que lo había encontrado.
– ¿Voy con él?
Sin que yo pudiera responder, habló su antiguo suegro, que seguía sosteniendo la carta que hacía rato había terminado de leer:
– Dígale al señor Negro que yo no puedo asumir la responsabilidad de devolverle a mi nuera sin que mi hijo esté presente.
– ¿Qué hijo? -le pregunté pendenciera pero con voz suave.
– Hasan -contestó-. Al parecer mi hijo mayor regresa del país de los persas, hay testigos -como era todo un caballero se avergonzó de lo que acababa de decir.
– ¿Dónde está Hasan? -le pregunté mientras me tomaba un par de cucharadas de la sopa que me había servido Seküre.
– Ha ido a reunir a los secretarios, porteadores y demás hombres de la Intendencia de Aduanas -respondió con esa expresión infantil de los hombres buenos y tontos que no son capaces de mentir-. Además, después de lo que hicieron ayer los erzurumíes, los jenízaros andan esta noche por la calle.
– Pues nosotros no los hemos visto -dije encaminándome hacia la puerta-. ¿Es ésa tu última palabra?
Se lo pregunté al suegro para meterle miedo, pero Seküre entendió perfectamente que en realidad se lo preguntaba a ella. ¿Realmente estaba tan confusa o me estaba ocultando algo, por ejemplo que estaba esperando el regreso de Hasan con sus hombres? La verdad es que me alegró comprender que me gustaba la indecisión de Seküre.
– No queremos a Negro -dijo Sevket valientemente-. Y tú no vuelvas más por aquí, gorda.
– Pero entonces, ¿quién traerá esos manteles bordados y esos pañuelos con flores y pájaros que tanto le gustan a tu madre y la tela roja para camisas que tanto te gusta a ti? -le respondí dejando mi atado en medio de la habitación-. Mientras vuelvo podéis abrirlo, mirar y poneros lo que queráis, cortar y coser lo que os dé la gana.
Sentí pena al salir: nunca había visto a Seküre con los ojos tan llenos de lágrimas. Antes de que me diera tiempo a acostumbrarme al frío del exterior Negro me salió al paso en el fangoso camino llevando la espada en la mano.
– Hasan no está en casa -le dije-. Quizá haya ido al mercado a comprar vino para celebrar la vuelta de Seküre. O quizá, como me han dicho, regrese enseguida con sus hombres. Entonces habrá lucha porque está loco. Sobre todo si agarra esa espada roja.
– ¿Qué ha dicho Seküre?
– Su suegro ha dicho que no, que ni hablar, que no entregará a su nuera, pero no es a él a quien debes temer, sino a Seküre. Si me lo preguntas a mí, tu mujer está confusa y ha vuelto aquí dos días después de que mataran a su padre porque comprendió que no podía pasar una segunda noche muerta de miedo en aquella casa con el temor al asesino, las amenazas de Hasan y habiendo desaparecido tú sin el menor aviso. También le han dicho que tú tuviste que ver con el asesinato de su padre… Pero en eso de que su antiguo marido vaya a volver no hay nada de cierto. Sevket se ha creído la mentira de Hasan y su padre aparenta creerlo… Seküre tiene la intención de volver contigo, pero tiene también sus condiciones.
Enumeré las condiciones mirando a Negro a los ojos. Las aceptó de inmediato, con un gesto oficial, como si estuviera hablando con un embajador de verdad.
– Yo también tengo una condición -añadí-. Ahora voy a volver a la casa -le señalé las tablas de la ventana tras la que estaba el suegro-. Dentro de un momento atacaréis por ahí y por la puerta. Lo dejaréis cuando yo grite. Si viene Hasan, golpeadlo sin dudar.
Por supuesto, mis palabras no eran las propias de un embajador, que no tiene que temer que le pase nada, pero Ester se estaba dejando llevar por la emoción del asunto. En esta ocasión la puerta se abrió en cuanto grité «¡Buhoneraaa!». Me planté directamente ante el suegro.
– El barrio entero y todo el mundo en esta orilla, incluido el cadí, saben que Seküre se ha divorciado y que se ha vuelto a casar de acuerdo con el Sagrado Corán -le dije-
Aunque tu hijo, que ha muerto hace mucho, resucite y regrese a ti desde el Paraíso y la compañía del Profeta Moisés, Seküre ya está divorciada y no hay nada que hacer. Habéis secuestrado a una mujer casada y la retenéis aquí a la fuerza. Negro me ha pedido que te diga que él y sus hombres te castigarán por ello antes de que el cadí pueda hacerlo.
– Se equivocaría -respondió el suegro delicadamente-. ¡Nosotros no secuestramos a Seküre! Yo, alabado sea Dios, soy el abuelo de estos niños. Y Hasan es su tío. Cuando Seküre se quedó sola, ¿qué podía hacer sino buscar refugio con nosotros? Si quiere puede volver de inmediato con los niños. Pero no olvides que éste es su propio hogar, donde parió a sus hijos y donde los crió en un ambiente feliz.
– Seküre -pregunté sin pensármelo-, ¿quieres volver a casa de tu padre?
Había empezado a llorar a causa de aquella referencia a un hogar feliz. «No tengo padre», dijo. ¿O fue que yo lo oí así? Los niños primero se agarraron a sus faldas, luego se sentaron en sus piernas y la abrazaron; todos lloraban abrazados formando una pelota. Pero Ester no es estúpida: comprendía perfectamente que, llorando, Seküre pretendía contentar a ambas partes sin tomar una decisión, pero también sabía que lloraba sinceramente porque yo misma comencé a hacerlo. Poco después miré y vi que la serpiente de Hayriye también estaba llorando. La única persona que no lloraba en la casa era el amable suegro de ojos verdes y su castigo llegó en ese mismo momento cuando Negro y sus hombres empezaron el asalto. Comenzaron a golpear las tablas de la ventana y a forzar la puerta. Dos hombres la golpeaban con una especie de ariete y a cada golpe parecía que un cañón estallara en el interior de la casa.
– Eres un señor respetable con mucho mundo -le dije al suegro envalentonada por mis propias lágrimas-, abre la puerta y diles a esos perros rabiosos que ahora sale Seküre para que paren de una vez.
– ¿Echarías tú a la calle a una mujer desvalida que se ha refugiado en tu casa y que además es tu nuera, se la dejarías a esos perros?
– Es ella misma quien quiere irse -respondí sonándome la nariz, atascada de tanto llorar, con mi pañuelo morado.
– Pues entonces puede coger la puerta e irse.
Me senté junto a Seküre y los niños. A causa del estruendo terrible de los que cargaban contra la puerta, cada nuevo movimiento era una excusa para más lágrimas; los niños habían comenzado a llorar con más violencia y aquello provocó que se intensificaran las lágrimas de Seküre y las mías. Pero ambas llevábamos la cuenta de los golpes que parecían que fueran a tirar abajo la casa y de los gritos de amenaza del exterior y sabíamos que llorábamos para ganar tiempo.
– Seküre, preciosa mía. Tu suegro te ha dado permiso, tu marido Negro ha aceptado sin dudar todas tus condiciones, te espera con amor, ya no tienes nada que hacer en esta casa. Ponte la ropa de salir y el velo, coge tus cosas y a tus hijos, abre la puerta y vamonos a casa pasito a pasito.
Aquellas palabras mías provocaron nuevas lágrimas de los niños. Y consiguieron que Seküre abriera los ojos.
– Tengo miedo de Hasan -dijo-. Su venganza será terrible. Es un salvaje. Yo vine aquí por mi propia voluntad.
– Eso no anula para nada tu nuevo matrimonio. Te encontrabas desesperada y por supuesto tenías que refugiarte en algún sitio. Tu marido ya te ha perdonado y te acepta. En cuanto a Hasan, nos hemos pasado años apañándonoslas, seguiremos haciéndolo -le sonreí.
– Pero yo no puedo abrir la puerta. Si lo hago entonces estaré volviendo por mi propia voluntad.