Capítulo 3
El viejo Ford remontaba la costa bajo una luna rojiza que iluminaba toda la bahía de Monterrey. Paul no había pronunciado palabra desde que acompañaron a las dos muchachas a su hotelito. Arthur apagó la radio y se detuvo en el área de estacionamiento que había junto al acantilado. Apagó el motor y apoyó la barbilla en las manos, aferradas al volante de baquelita. La sombra de la casa se recortaba más abajo. Bajó la ventanilla para que entrara el perfume de la menta silvestre que tapizaba las colinas.
– ¿Por qué pones esa cara? -preguntó Arthur.
– ¿Me tomas por un imbécil?
Paul dio un golpe en el tablero.
– ¿Y este coche? ¿También piensas deshacerte de él? ¿ Vas a liberarte de todos tus recuerdos?
– ¿De qué estás hablando?
– Ahora comprendo tu artimaña: «pasemos primero por el cementerio, luego por la playa y vayamos a comer unas langostas…». ¿Creías que de noche no vería el letrero de «Se vende» en la valla? ¿Cuándo tomaste esta decisión?
– Hace varias semanas, pero aún no he recibido ninguna oferta seria.
– Yo te dije que girases página sobre una mujer, no que quemaras la biblioteca de tu pasado. Si te separas de la casa de Lili, te arrepentirás. Un día volverás a pasear junto a esa valla, llamarás al timbre, unos desconocidos te invitarán a visitar tu propia casa y, cuando te acompañen de regreso a la puerta de lo que fue tu infancia, te sentirás solo, muy solo.
Arthur puso el Ford en marcha y el motor ronroneó de inmediato. El portal verde de la propiedad estaba abierto y la ranchera se detuvo debajo de los juncos que sustituían el tejado del aparcamiento.
– ¡Eres más tozudo que una mula! -refunfuñó Paul mientras salía del coche.
– ¿Has frecuentado a muchas?
En el cielo no había nubes. A la luz de la luna, Arthur adivinó el paisaje que lo rodeaba. Subieron por la escalera de piedra que bordeaba el camino. A mitad de trayecto, Arthur adivinó, a su derecha, los restos de la rosaleda. El jardín estaba abandonado, pero una multitud de perfumes entremezclados despertaba a cada paso una cascada de recuerdos olfativos.
La casa adormecida estaba tal y como la había dejado la última mañana que la compartió con Lauren. La fachada con los postigos cerrados había envejecido un poco más, pero las tejas estaban intactas.
Paul avanzó hasta la escalera, subió los peldaños y llamó a Arthur desde el porche.
– ¿Tienes las llaves?
– Están en la agencia. Espérame ahí, tengo una copia dentro.
– ¿Y piensas atravesar las paredes para ir a buscarla?
Arthur no contestó. Se dirigió a la ventana de la esquina y retiró sin vacilar un pequeño calce encajado debajo del postigo, que giró sobre sus goznes. Luego levantó el armazón de bayoneta de la ventana, lo desencajó ligeramente y lo deslizó sobre sus rieles. Ya nada le impedía entrar en la casa.
El pequeño despacho estaba sumido en la oscuridad. Arthur no necesitaba ninguna luz para orientarse. Su memoria de niño permanecía intacta y conocía cada rincón. Evitando mirar la cama, se acercó al armario, abrió la puerta y se arrodilló. Le bastó con extender el brazo para sentir bajo la mano el cuero de la maletita negra que seguía encerrando los secretos de Lili. Descorrió los dos cierres y levantó lentamente la tapa. La esencia de los dos perfumes que Lili mezclaba en un gran frasco de cristal amarillo con tapón de plata envejecida aún escapaba del interior. Pero no era sólo el recuerdo de su madre lo que le embargaba el corazón.
Arthur cogió la llave que se encontraba donde la dejó el día que cerró la casa por última vez. Fue justo después de la partida del inspector de policía que había devuelto a Lauren a la habitación de hospital del que Arthur y Paul la habían secuestrado para salvarla de una muerte segura.
Arthur salió del despacho. Una vez en el pasillo, encendió la luz. El parqué crujió bajo sus pasos, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar al revés. Paul entró en la casa.
– ¿Te das cuenta? ¡Mágnum y MacGyver bajo el mismo lecho!
En cuanto entraron en la cocina, Arthur abrió la llave del gas, debajo del lavaplatos, y fue a sentarse a la gran mesa de madera. Inclinado sobre los fogones, Paul vigilaba la cafetera italiana que se estremecía encima del quemador. El aroma suave se dispersó por la estancia. Paul cogió dos tazas del estante de madera oscura y fue a sentarse frente a su amigo.
– Quédate con estas paredes y sácate a esa mujer de la cabeza; ya ha causado suficiente daño.
– ¡No vuelvas con eso!
– No soy yo quien pone cara de funeral mientras cena con dos criaturas de ensueño -replicó Paul, sirviéndose el líquido ardiente.
– ¡Tus ensueños, no los míos!
Paul se sublevó.
– Ya es hora de que vuelvas a ordenar tu vida. Tienes un apartamento nuevo, un trabajo que te apasiona, un socio genial y las chicas que me ligo me miran cruzando los dedos para que seas tú quien las vuelva a llamar.
– ¿Te refieres a ésa que te devoraba con los ojos?
– ¡No estoy hablando de Onega, sino de la otra! ¡Ya es hora de que te diviertas!
– Pero si me divierto, Paul; tal vez no igual que tú, pero me divierto. Lauren ya no forma parte de mi vida, pero forma parte de mí. Y además, ya te lo he dicho: eso no me impide vivir, hoy era nuestra primera noche juntos desde mi regreso y no hemos cenado solos, que yo sepa.
Paul hacía girar la cucharilla en su taza sin descanso.
– Tú no tomas azúcar con el café… -resopló Arthur, poniendo la mano sobre la de su amigo.
En mitad de una noche clara, en la intimidad de la cocina de una vieja casa a orillas del océano, los dos amigos se miraron en silencio.
– Cuando pienso en la historia tan absurda que vivimos, me entran ganas de darte unos guantazos para que despiertes de una vez por todas -dijo Paul-. Y si se te ocurriera la locura de verla otra vez, ¿qué le dirías? Cuando me contaste lo que estabas experimentando, hice que te practicaran un escáner… ¡soy tu mejor amigo! Ella es médica, y si le hubieras dicho la verdad, ¿cómo crees que te habría puesto la camisa de fuerza: con o sin la máscara de Hannibal Lecter? Hiciste lo que debías, y te admiro por eso. Tuviste la valentía de protegerla hasta el final.
– Creo que será mejor que vaya a acostarme, estoy cansado -dijo Arthur, al tiempo que se levantaba.
Estaba ya en el pasillo cuando Paul lo llamó y Arthur asomó la cabeza por la puerta.
– Soy tu amigo, ¿lo sabes? -dijo Paul.
Arthur salió por la puerta de atrás y rodeó la casa. Acarició el armazón oxidado del balancín y miró alrededor. Los listones del suelo del porche estaban separados; los de la fachada, descamados por el ardor del verano y las neblinas saladas del invierno; y el jardín, abandonado, tenía un aspecto triste. El viento que acababa de levantarse le provocó un escalofrío. Sacó de la chaqueta el sobre de la carta que había empezado en París, sentado en aquel banco de la plaza de Fürstenberg, escribió la última página y se la guardó en el bolsillo.
Las brumas del Pacífico extendían su velo nocturno hasta la ciudad. En la barra desierta del Parisian Coffee, frente a la entrada de Urgencias del hospital, Lauren estaba leyendo el menú del día.
– ¿Se puede saber qué está haciendo aquí sola a estas horas de la noche? -preguntó el dueño del bar mientras le servía una soda.
– ¿Una pausa, por ejemplo?
– ¡Ha sido una noche cargadita, a juzgar por el desfile de ambulancias! – replicó él, mientras secaba unos vasos-. Está bien lo de salvar el mundo, pero ¿ha pensado ya en tener una vida propia?
Lauren se inclinó hacia él como para hacerle una confidencia.
– Dígame una cosa: ¿soy el objeto de todas las conversaciones o es que Fernstein ha venido a cenar aquí esta noche?
– Está sentado ahí -confesó, señalando hacia un extremo de la sala.
Lauren abandonó el taburete y fue a reunirse con el profesor en el compartimento que ocupaba.
– Si continúa poniendo esa cara, me vuelvo a la barra y ceno sola -dijo Lauren, al tiempo que dejaba el vaso encima de la mesa.
– Siéntese y deje de decir tonterías.
– Su reprimenda de ayer delante de mi paciente no era necesaria. A veces me trata como si yo fuese su hija pequeña.
– Es más que eso, es mi creación. Después del accidente la volví a coser toda…
– Gracias por haberme quitado los tornillos a ambos lados del cráneo, profesor.
– Me salió mejor que a Frankenstein, excepto por el carácter, tal vez. ¿Quiere compartir este plato de crepes y mucho sirope de arce con un viejo matasanos?
– Si es en este orden, sí.
– ¿A cuántos pacientes hemos tratado esta noche? -preguntó Fernstein, empujando su plato hacia ella.
– Un centenar -contestó ella, sirviéndose una ración generosa de tortas-. Y usted, ¿qué está haciendo aún aquí? No creo que necesite acumular guardias para llegar a fin de mes.
– Bonita puntuación para un sábado -concedió Fernstein con la boca llena.
Detrás de la vitrina de un café intemporal, un viejo profesor de medicina y su alumna cenaban, cómplices, saboreando los dos el instante de calma que les ofrecía el final de la noche.
En la acera de enfrente, el servicio de Urgencias aún ignoraría su ausencia durante unas horas. Se apagó la luz de una farola que parpadeaba en la calle desierta. Acababa de levantarse una mañana de cielo pálido.
Arthur se había quedado dormido en el balancín hasta que el día naciente envolvió el lugar con su dulzura. Abrió los ojos y contempló la casa, que parecía dormir plácidamente. Más abajo, el océano lamía la arena, rematando el trabajo de la noche. La playa había recuperado su traje liso e inmaculado. Se levantó e inspiró profundamente el aroma fresco de la mañana. Se precipitó al interior, atravesó el vestíbulo y subió la escalera a toda prisa. En el piso de arriba, Arthur tamborileó en la puerta y entró jadeando en el dormitorio de Paul.
– ¿Duermes?
Paul se sobresaltó y se irguió de un salto. Buscó alrededor y divisó a Arthur en la puerta entreabierta.
– ¡Vuelve a acostarte ahora mismo! Olvídate de que existo hasta que la aguja pequeña de este despertador señale una cifra decente, pongamos las once. Entonces, y sólo entonces, me vuelves a hacer esa estúpida pregunta.
Paul se dio la vuelta y su cabeza desapareció bajo la gran almohada. Su amigo abandonó la habitación pero, una vez en el pasillo, se lo pensó mejor y volvió sobre sus pasos.