Изменить стиль страницы

– ¿Se ha producido un terremoto y no me he enterado? -le preguntó a la recepcionista con ironía.

– Tu llegada es providencial: estamos desbordados.

– ¡Ya lo veo! ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber Lauren.

– Un remolque se ha desenganchado de un camión y ha terminado en el escaparate de un supermercado. Veintitrés heridos, diez de ellos graves. Siete están en las cabinas detrás de mí, tres en el escáner, y he avisado a los de reanimación para que nos envíen refuerzos -prosiguió Betty, al tiempo que le entregaba una pila de carpetas.

– ¡Empieza una bonita noche! -concluyó Lauren mientras se ponía una bata.

Entró en la primera sala de exploración.

La joven que parecía dormida sobre la mesa de exploración tendría unos treinta años. Lauren consultó rápidamente su ficha de ingreso. De su oído izquierdo brotaba un hilo de sangre. La aguerrida interna echó mano del pequeño bolígrafo que llevaba colgado del bolsillo de la bata y levantó los párpados de su paciente, pero las pupilas no reaccionaron al haz luminoso. Palpó las extremidades azuladas y volvió a dejar suavemente la mano de la joven. Para asegurarse, le aplicó el estetoscopio en la base del cuello, luego la cubrió con la sábana. Lauren miró el reloj de pared, anotó algo en la cubierta de la carpeta y salió de la estancia para ir al box vecino. En la hoja del historial que había dejado encima de la cama, estableció la hora del fallecimiento a las 20 horas 21 minutos; la hora de una muerte debe ser tan precisa como la de un nacimiento.

Arthur inspeccionó todos los rincones de la cocina, abrió los cajones y apagó el fuego bajo el agua hirviendo. Salió de su casa y llamó a la puerta de su vecina. Al no obtener respuesta, ya se disponía a dar media vuelta cuando contestó.

– ¿Usted cree que eso es llamar fuerte? -dijo la señora Morrison.

– No quería molestarla; ¿tendría un poco de sal?

La señora Morrison lo miró, consternada.

– ¡Me cuesta creer que los hombres sigan utilizando estos trucos tan obvios para ligar!

Cuando Arthur la miró con expresión inquieta, la anciana estalló en una franca carcajada.

– ¡Tendría que verse la cara! Entre. Las especias están en el cesto que hay junto al lavaplatos -dijo ella, señalando la pequeña cocina contigua al salón-. Coja todo lo que necesite le dejo: estoy muy ocupada.

Y se apresuró a ocupar de nuevo su sitio en el gran sillón que estaba frente al televisor. Arthur pasó al otro lado de la barra y miró, intrigado, la cabellera blanca de la señora Morrison agitándose tras el respaldo del sillón.

– Oiga, hijo mío, quédese o váyase, haga lo que quiera, pero sin hacer ruido. Dentro de un minuto, Bruce Lee hará un kata increíble y le meterá una buena tunda a ese jefecillo de la tríada que está empezando a ponerme de los nervios.

Le anciana le hizo un gesto para que se instalara en el sillón vecino, ¡pero en silencio!

– Cuando termine esta escena, coja el plato de carne fría del frigorífico y venga a mirar el resto de la película conmigo ¡no lo lamentará! ¡Además, una cena para dos siempre es mejor que para uno solo!

El hombre tumbado en la mesa de exploración padecía múltiples fracturas en las piernas; y a juzgar por la palidez de su rostro, «padecer» era la palabra adecuada.

Lauren abrió el botiquín y sacó una ampollita de cristal y una jeringuilla.

– No soporto las inyecciones -gimió su paciente.

– ¿Tiene las dos piernas rotas y le da miedo una aguja? ¡Los hombres nunca dejarán de sorprenderme!

– ¿Qué va a inyectarme?

– El remedio más viejo del mundo para luchar contra el dolor.

– ¿Es tóxico?

– El dolor provoca estrés, taquicardia, hipertensión y secuelas irreversibles en la memoria… Créame: es más nocivo que unos miligramos de morfina.

– ¿En la memoria?

– ¿A qué se dedica, señor Kowack?

– Soy mecánico.

– Entonces le propongo un trato: confíe en mí en lo que respecta a su salud y el día en que yo le traiga mi Triumph, le dejaré hacer todo lo que quiera.

Lauren hundió la aguja en el catéter y apretó el pistón de la jeringuilla. Al liberar el alcaloide en la sangre, liberaría a Francis Kowack de su suplicio. El líquido opiáceo penetró en la vena basílica y, en cuanto alcanzó el tronco cerebral, inhibió al instante el mensaje neurológico del dolor. Lauren se sentó en un taburete con ruedas y le secó la frente mientras controlaba su respiración. Se estaba tranquilizando.

– A este producto lo llaman morfina, por Morfeo. Ahora, descanse. Ha tenido mucha suerte.

Kowack levantó los ojos al cielo.

– Estaba haciendo mis compras -murmuró el hombre-. Me ha atropellado un camión en la sección de congelados y tengo las piernas hechas trizas.

– ¡Que no se encuentre en la cabina que tiene justo al lado!

La cortina de la sala de exploración se deslizó sobre sus rieles. El profesor Fernstein ponía cara de tener un mal día.

– ¿No tenía libre este fin de semana? -dijo.

– ¡La creencia es un cuestión religiosa! -Contestó Lauren, con brusquedad-. Sólo me he pasado un momento pero, como puede comprobar aquí no falta trabajo -añadió prosiguiendo su examen.

– Raramente falta trabajo en un servicio de Urgencias. Si juega con su salud, también está jugando con la de sus pacientes. ¿Cuántas horas de guardia ha realizado esta semana? No sé por qué le hago esta pregunta, aún es capaz de contestarme que cuando a uno le gusta, no cuentan las horas -dijo Fernstein, furioso, saliendo del box.

– ¡Es un caso! -refunfuñó Lauren, aplicando el estetoscopio sobre el pecho del mecánico, que la miraba aterrorizado-. Tranquilícese, sigo en plena forma, y él siempre es así de cascarrabias.

– Yo me ocuparé de él -dijo Betty dirigiéndose a Lauren -.Te necesitamos. ¡Estamos totalmente desbordados!

Lauren se levantó y le pidió a la enfermera que telefonease a su madre. Iba a quedarse toda la noche y alguien tendría que cuidar de su perra Kali.

La señora Morrison estaba lavando los platos y Arthur se había adormecido en el sofá.

– Creo que ya es hora de que vaya a acostarse.

– Yo también lo creo -dijo Arthur, estirándose-. Gracias por la velada.

– Bienvenido a Pacific Sreet 212. A menudo soy demasiado discreta, pero si necesita cualquier cosa, siempre puede llamar a mi puerta.

Cuando iba hacia la puerta, Arthur reparó en un perrito blanco y negro que estaba tumbado debajo de la mesa.

– Es Pablo -dijo la señora Morrison-. Al verle así parece que esté muerto, pero se conforma con dormir: es su actividad favorita. Aunque ya es hora de que lo despierte para sacarlo a pasear.

– ¿Quiere que lo haga yo?

– Vaya a acostarse: en su estado, me temo que los encontraría a los dos mañana por la mañana roncando al pie de un árbol.

Arthur la saludó y regresó a su casa. Le habría gustado hacer un poco más de limpieza, pero el cansancio pudo más que su impulso.

Tumbado en la cama y con la cabeza apoyada en las manos, miraba a través de la puerta entreabierta del dormitorio. Las cajas apiladas en el salón le reavivaron el recuerdo de una noche, de otros tiempos, cuando vivía en el último piso de una casa victoriana, no lejos de allí.

Pasaban de las dos de la madrugada y la enfermera jefe estaba buscando a Lauren. El vestíbulo de Urgencias por fin se había vaciado. Aprovechando el momento de calma, Betty decidió ir a abastecer los botiquines de las salas de exploración. Avanzó por el pasillo y descorrió la cortina de la última cabina. Acurrucada encima de la cama, Lauren dormía el sueño de los justos. Betty volvió a correr el velo y se alejó, sacudiendo la cabeza.