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Arthur acarició el mármol blanco y se sentó en la piedra, todavía impregnada de la calidez del día. En la pared, junto a la tumba de Lili, crece una vid, y cada año da racimos de uva que picotean los pájaros de Carmel.

Arthur oyó el crujido de la gravilla; se dio la vuelta y vio a Paul, que estaba sentado delante de una estela, a unos metros de distancia. Su amigo también empezó a hablar en un tono de confidencia.

– Esto no está nada bien, ¿eh, señora Tarmachov? ¡Su sepultura se encuentra en un estado vergonzoso! Hace ya mucho tiempo, pero no es culpa mía, ¿sabe? A causa de una mujer cuyo fantasma frecuentaba, esa bestia de ahí decidió abandonar a su mejor amigo. Pero bueno, aquí estoy, nunca es demasiado tarde, y he traído todo lo necesario.

De una bolsa de la tienda, Paul sacó un cepillo, jabón líquido y una botella de agua y se puso a frotar la piedra enérgicamente.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo? – preguntó Arthur-. ¿Acaso la conoces, a esa tal señora Tarmachov?

– ¡Murió en 1906!

– Paul, ¿no puedes dejar de hacer estupideces ni dos segundos? ¡Estamos en un lugar de recogimiento!

– ¡Pues yo me recojo limpiando!

– ¿La tumba de una desconocida?

– No es una desconocida, amigo mío -dijo Paul mientras se ponía en pie-. ¡Con la cantidad de veces que me has obligado a acompañarte al cementerio para visitar a tu madre, no me irás a hacer una escena de celos por simpatizar un poco con su vecina!

Paul enjuagó la piedra, que había recuperado su blancura, y contempló el trabajo realizado, satisfecho de sí mismo. Arthur lo miró, consternado, y se levantó también.

– ¡Dame las llaves del coche!

– ¡Hasta la vista, señora Tarmachov! – dijo Paul-. No se preocupe: con lo riguroso que es éste, al menos nos veremos dos veces antes de Navidad. De todas formas, ahora ya está limpia hasta el otoño.

Arthur cogió a su amigo del brazo.

– Tenía cosas importantes que decirle.

Paul se lo llevó hacia el camino que conducía a la gran puerta de hierro forjado del cementerio.

– Muy bien, vamonos ya; he comprado una costilla de buey que ni te cuento.

En el sendero donde Lili reposaba de cara al océano, vieron la sombra de un viejo jardinero que rastrillaba la grava. Los dos amigos caminaron hasta el coche, aparcado más abajo. Paul consultó el reloj; el sol no tardaría en declinar tras la línea del horizonte.

– ¿Conduces tú o conduzco yo? -preguntó Paul.

– ¿El viejo Ford de mamá? Estás de broma. ¡Lo de antes ha sido una excepción!

El coche se alejó por la carretera que descendía a lo largo de la colina.

– Me importa un rábano conducir tu viejo Ford.

– Entonces, ¿por qué me lo pides cada vez?

– ¡Me tienes harto!

– ¿Quieres hacer la costilla de buey en la chimenea?

– ¡No, más bien estaba pensando en asarla en la biblioteca!

– ¿Y si, después de la playa, vamos al puerto a comer unas langostas? -propuso Arthur.

El horizonte se estaba cubriendo de una seda rosácea que se trenzaba en largas cintas que parecían unir el océano con el cielo.

Lauren había corrido hasta que se quedó sin aliento. Estaba recuperándose mientras comía un bocadillo sentada en un banco frente al pequeño puerto deportivo. Los mástiles de los veleros se balanceaban bajo una brisa ligera. Robert apareció en el paseo con las manos en los bolsillos.

– Sabía que te encontraría aquí.

– ¿Eres adivino o estás haciendo que me sigan?

– No hay que ser un adivino -dijo Robert, sentándose en el banco-. Te conozco, ¿sabes? Cuando no estás en el hospital o en la cama, estás corriendo.

– ¡Me evado!

– ¿También te evades de mí? No me has contestado las llamadas.

– Robert, no tengo ganas de volver a esta conversación. Mi internado se acaba en otoño, y aún me queda mucho trabajo si quiero sacarme el título.

– Sólo eres ambiciosa cuando se trata de tu trabajo. Las cosas han cambiado desde tu accidente.

Lauren tiró el resto del bocadillo a una papelera y se levantó para atarse los cordones de las zapatillas de deporte.

– Necesito desahogarme, ¿te molesta si sigo corriendo?

– Ven -dijo Robert, reteniéndola por la mano.

– ¿Adonde?

– Por una vez estaría bien que te dejaras llevar, ¿no?

Abandonó el banco para llevársela hacia el aparcamiento bajo su brazo protector. Unos instantes más tarde, el coche se alejó hacia Pacific Heights.

Los dos amigos se habían sentado en el extremo del muelle. Las olas tenían reflejos aceitosos y el cielo era ahora del color del fuego.

– Me estoy metiendo donde no me llaman pero, por si no lo habías notado, el sol se pone exactamente por el otro lado -le dijo Arthur a Paul, que le daba la espalda y contemplaba la playa.

– ¡Pues harías bien en meterte! Tu sol tiene todos los números para estar ahí mañana por la mañana, mientras que esas dos chicas de ahí, ya no es tan seguro.

Arthur observó a las dos jóvenes que, sentadas en la arena, reían.

Una ráfaga de viento levantó el cabello de una de ellas, y la otra se quitó la arena que le había entrado en los ojos.

– Es una buena idea lo de las langostas -exclamó Paul, dando una palmada en la rodilla de Arthur-. Como demasiada carne, y un poco de pescado me irá bien.

Las primeras estrellas se elevaban en el cielo de la bahía de Monterrey. En la playa, varias parejas aprovechaban todavía aquel instante de calma.

– Son crustáceos -replicó Arthur, abandonando el muelle.

– ¡Qué mentirosas, las langostas! ¡No es eso lo que me dijeron a mí! En fin, la chica de la izquierda sin duda es tu tipo, se parece un poco a lady Casper; yo abordaré a la de la derecha -añadió Paul, mientras se alejaba.

– ¿Y tu amigo paga la cuenta cada vez que invitáis a cenar a una mujer? -bromeó Mathilde.

– Con algunas variaciones y a menudo adornando mi papel, sí -contestó Arthur.

Mathilde se lo quedó mirando largo rato.

– Echas de menos a alguien, ¿verdad? Lo llevas escrito en los ojos con unas letras enormes -dijo ella.

– Son sólo estos lugares poco frecuentados, que hacen que resurjan ciertos recuerdos.

– Yo necesité seis semanas largas para recuperarme de mi última separación. Dicen que curarse de una historia lleva la mitad del tiempo que duró. Y luego, uno se despierta una mañana y el peso del pasado ha desaparecido como por encantamiento. No te imaginas hasta qué punto te sientes ligero. Respecto a eso, ahora soy libre como el aire.

Arthur le dio la vuelta a la mano de Mathilde, como si quisiera leerle las líneas de la palma.

– Tienes mucha suerte -dijo.

– Y a ti, ¿desde cuándo te dura esta convalecencia?

– ¡Desde hace años!

– ¿Tanto tiempo estuvisteis juntos? -preguntó la joven, con la voz llena de ternura.

– ¡Cuatro meses!

Mathilde Berkane bajó la vista y cortó bruscamente su langosta.

– ¿Tienes la llave? – preguntó Robert, rebuscando en sus bolsillos-. Me he dejado la mía en el despacho.

Ella entró la primera en el apartamento. Sintió deseos de refrescarse y abandonó a Robert en el salón. Sentado en el sofá, enseguida oyó el ruido del agua en la ducha.

Robert empujó suavemente la puerta del dormitorio. Lanzó una por una sus prendas de ropa encima de la cama y avanzó a hurtadillas hasta el cuarto de baño. El espejo estaba cubierto de vaho. Descorrió la cortina y entró en la cabina.

– ¿Quieres que te frote la espalda?

Lauren no contestó, sino que se pegó a la pared embaldosada. La sensación en el vientre era agradable. Robert le puso las manos encima de la nuca y le hizo un masaje en los hombros antes de abrazarla con ternura. Ella agachó la cabeza y se abandonó a sus caricias.

Robert estaba tumbado sobre la cama y se estiró para coger los vaqueros.

– ¿Qué buscas? -quiso saber Lauren, secándose el cabello con una toalla.

– ¡Mi paquete!

– No tendrás intención de fumar aquí…

– ¡De chicles! -dijo Robert, mostrando con orgullo la cajita que extrajo del bolsillo del pantalón.

– Haz el favor de meterlos en un papelito antes de tirarlos, es realmente asqueroso para los demás.

Se puso unos pantalones y una camisa azul con las siglas del San Francisco Memorial Hospital.

– No deja de ser curioso -replicó Robert, con las manos detrás de la cabeza-. Te pasas el día viendo cosas horribles en tu hospital y resulta que te dan asco mis chicles.

Lauren se puso la bata y se ajustó el cuello delante del espejo. La idea de reencontrarse con su trabajo y con el ambiente de Urgencias le devolvió el buen humor.

Cogió las llaves de la cómoda y salió del dormitorio; se detuvo en medio del salón y volvió sobre sus pasos. Miró a Robert, tumbado, desnudo, encima de su cama.

– No pongas esa cara de cordero degollado; en el fondo, sólo necesitas llevar a una mujer colgada del brazo para el estreno de esta noche. En realidad, sólo piensas en ti… ¡y yo tengo guardia!

Cerró la puerta de su casa y bajó al aparcamiento. Unos minutos más tarde, salió a la noche tibia al volante del Triumph. Las farolas se encendieron de una en una en Green Sreet, como si quisieran saludarla a su paso. La idea le provocó una sonrisa.

El maître los había instalado ante el ventanal. Onega se reía del relato de Paul. La adolescencia compartida con Arthur en el internado, los años de facultad, los primeros tiempos del estudio de arquitectura que habían fundado juntos… Esa historia le permitiría entretener a sus invitadas hasta el final de la cena. Arthur, silencioso, tenía la mirada perdida en el océano. Cuando el camarero les sirvió las langostas, Paul le propinó una patada por debajo de la mesa.

– Pareces estar en otra parte -susurró Mathilde, su vecina, para no interrumpir a Paul.

– Puedes hablar más alto: ¡no nos oirá! Lo lamento, es cierto, estaba un poco ausente, pero es que acabo de hacer un largo viaje y esa historia ya me la sé de memoria: ¡yo también estaba!