18 El Diario
Es la tercera vez que se sienta a leer los papeles de Pavel. No logra saber qué es lo que tanto dificulta la lectura, pero su atención oscila entre el sentido de las palabras y las palabras mismas, va de las letras sobre el papel al trazo de la pluma, de los movimientos de la mano a las sombras que ha dejado la presión de los dedos. Hay momentos en los que cierra los ojos y se lleva la página a los labios. Querido: cada arañazo que hay sobre ese papel me es queridísimo, se dice.
Pero en su reluctancia hay algo más. Hay algo que afea su intrusión en las cosas de Pavel; hay algo sin duda obsceno en el Nachlass de un niño.
El cuento siberiano de Pavel está echado a perder, para su sensibilidad, quizá para siempre, por el ridículo de Maximov. No puede alegar ya que el estilo no sea juvenil, ni ignorar tampoco que carece de originalidad. Y, sin embargo, ¡qué poco costaría insuflarse algo de vida! Le invade una comezón por tomar la pluma y retocarlo, por tachar los largos pasajes sentimentales o doctrinales, por añadir esos toques que le darán vida propia, que está pidiendo a gritos. El joven Sergei es un personaje relamido, convencido de estar en posesión de la verdad, del cual conviene distanciarse si se trata de verlo desde un prisma más humorístico, sobre todo en la solemne disciplina que impone a su propio cuerpo. Hasta donde a él se le alcanza, lo que le hace tan atractivo a ojos de la muchacha campesina difícilmente puede ser la promesa de una vida conyugal (una dieta de pan y cebolla, desnudos tablones para dormir), y sí su aire de estar presto para afrontar un destino misterioso. ¿De dónde sale esa idea? De Chernishevski, desde luego, pero también de más allá de Chernishevski: de los Evangelios, de Jesucristo, de una imitación de Cristo tan obtusa y tan pervertida a su manera como lo es la del ateo Nechaev, que reúne a una banda de discípulos y les ordena cumplir sus encargos homicidas. Un flautista con una piara de cerdos que bailan pegados a sus talones. «Hará cualquier cosa por él», dijo Matryona de Katri, la cerda de la piara. Cualquier cosa, soportar cualquier humillación, la muerte incluso. Han quemado toda vergüenza, todo el respeto que una persona se debe a sí misma. ¿Qué pasó entre Nechaev y sus mujeres en el cuarto de arriba del taller de Madame La Fay? ¿Y Matryona? ¿No estaba siendo también adiestrada para ingresar en su harén?
Cierra el manuscrito de Pavel y lo deja a un lado. Si empezara a escribir sobre esas páginas, con toda certeza lo convertiría en una abominación.
Luego está el diario. Al hojearlo, se fija por vez primera en un rastro de marcas a lápiz, nítidas señales que no son de Pavel, y que por tanto solo pueden ser de Maximov. ¿A quién están destinadas? Lo más probable es que sean para el copista; sin embargo, en su situación solo puede tomarlas como indicaciones destinadas a él.
«Hoy vi a A.», dice la entrada señalada del 11 de noviembre de 1868, hace casi un año exactamente. 14 de noviembre: una críptica «A». 20 de noviembre: «A. en casa de Antonov». Todas las referencias a «A», de aquí en adelante, están marcadas.
Vuelve atrás las páginas. La primera «A» es del 6 de junio, si se exceptúa la entrada del 14 de mayo, en donde dice «Larga conversación con -», que lleva una marca a lápiz y un signo de interrogación en el margen.
14 de septiembre de 1869, un mes antes de su muerte: «Esbozo de un relato (la idea es de A.). Una verja cerrada, fuera de la cual nos encontramos: llamamos a gritos, aporreamos los portones para que nos dejen entrar. Cada tantos días se abre una rendija y un guardia llama a uno de nosotros para que entre. El elegido es despojado de todo lo que tiene, incluso de sus ropas. Se convierte en un siervo, aprende a reverenciar a sus amos, a hablar siempre en voz baja. Como siervos, eligen a los que consideran más dóciles, más fáciles de domesticar. A los fuertes les impiden el paso.
»Tema: extender el espíritu entre los siervos. Primero murmullos, luego ira, ánimo rebelde; por último, unir las manos, pronunciar un voto de venganza. Se cierra con un anciano y fiel criado, de cabellos blancos, con aire de abuelo, que viene con un candelabro para "aportar su granito de arena" (eso dice él) y prender fuego a los cortinajes.»
Es una idea para una fábula, para una alegoría, no para un relato. Carece de vida propia, de centro. De espíritu.
6 de julio de 1869: «En el correo, diez rublos de la Snitkina por mi onomástica (aunque tarde), con orden expresa de no decirle nada al Amo».
«La Snitkina»: Anya, su esposa. «El Amo»: él mismo. ¿A eso se refería Maximov cuando le avisó de que algunos pasajes iban a hacerle daño? En tal supuesto, Maximov debería haber sabido que esa es una flecha de pigmeo. Aún puede aguantar más, mucho más.
Pasa las páginas hacia atrás, hacia los primeros días.
26 de marzo de 1867: «Tropecé anoche, en plena calle, con EM. Estuvo huidizo (¿habría estado con una puta?), así que hube de fingir que estaba más borracho de lo que en realidad estaba. "Guió mis pasos hacia casa" (le encanta jugar al padre que perdona al hijo pródigo), me tendió en el sofá como si fuese un cadáver y tuvo con la Snitkina una larga pelea en susurros. Yo había perdido los zapatos (tal vez los había regalado, no sé). Terminó como F. M. en mangas de camisa, intentando lavarme los pies. Todo muy deplorable. Esta mañana dije a la S. que por fuerza he de vivir por mi cuenta; le pedí que a toda costa intentase que él diera su brazo a torcer, que utilizara todas sus artimañas. Pero le tiene demasiado miedo».
¿Doloroso? Sí, sin duda que hacen daño: está conforme con Maximov. Pero si hay algo que pueda convencerle de que abandone la lectura, no es el dolor, sino el miedo: miedo, por ejemplo, de que la confianza que tiene en su esposa salga minada. Miedo, también, de su confianza en Pavel.
¿Para quién fueron pergeñadas estas malhadadas páginas? ¿Las escribió Pavel pensando en los ojos de su padre, para morir después y dejar sus acusaciones sin respuesta posible? No, claro que no: ¡qué demente es pensar en eso! Es más bien como una mujer que escribe a un amante, solo que con la figura familiar y fantasmal de su marido leyendo lo que escribe por encima del hombro. Cada palabra tiene un doble sentido: para uno, la pasión y la promesa de la entrega; para el otro, la súplica, el reproche. Una escritura dividida, obra de un corazón dividido. ¿Se habrá dado cuenta Maximov?
2 de julio de 1867, tres meses después: «¡Liberación de los siervos! ¡Por fin libre! Me despedí de EM. y de su novia en la estación de ferrocarril. Luego, de inmediato, me presenté en este imposible alojamiento en que me ha metido (mi propia taza, mi propio servilletero, toque de queda a las diez y media). V. G. ha prometido que me puedo quedar con él hasta que encuentre otro sitio mejor. Tengo que convencer al viejo Maykov de que me dé a mí el dinero para pagar directamente la pensión».
Vuelve las páginas adelante y atrás algo distraído. El perdón: ¿es que no hay una sola palabra de perdón, por ambigua que sea, por disimulada que esté? Será imposible vivir los días que le queden con un niño en su interior, un niño cuya última palabra no ha sido de perdón.
Dentro del cofre de plomo, un cofre de plata. Dentro del cofre de plata, un cofre de oro. Dentro del cofre de oro, el cadáver de un joven vestido de blanco, con las manos cruzadas sobre el pecho. Entre sus dedos, un telegrama. Observa el telegrama hasta que se le va la vista, buscando la palabra perdón que no figura. El telegrama está escrito en hebreo, en arameo, en unos símbolos que nunca había visto.
Alguien llama a la puerta. Es Anna Sergeyevna, viene con su ropa de calle.
– Quiero darle las gracias por cuidar de Matryona. ¿Le ha causado alguna molestia?
Le cuesta un instante recogerse, recordar que ella no sabe nada del abominable uso que Nechaev ha hecho de la niña.
– No, en modo alguno. ¿Qué tal se encuentra?
– Está durmiendo, no quiero despertarla.
Ella se fija en los papeles extendidos sobre la cama.
– Veo que después de todo ha decidido usted leer los papeles de Pavel. No le interrumpo más.
– No, no se vaya. No es una tarea precisamente grata.
– Fiodor Mijailovich, permítame que se lo ruegue otra vez: no lea cosas que no fueron escritas para usted. Solo conseguirá hacerse daño.
– Ojalá pudiera seguir su consejo. Por desgracia, no es esa la razón por la que estoy aquí. No he venido para ahorrarme el daño. Estaba repasando el diario de Pavel, y he topado con un incidente que recuerdo demasiado bien, un incidente que ocurrió hace dos años. Es muy esclarecedor verlo ahora con los ojos de otro. Pavel volvió a casa en plena noche, sin tener ningún dominio de sí mismo. Había bebido en abundancia. Lo desvestí y me llamó la atención una cosa que hasta entonces me había pasado desapercibida: qué pequeñas tenía las uñas de los pies. Era como si no le hubiesen crecido desde que era niño. Tenía los pies anchos, carnosos, imagino que como su padre, pero con unas uñas muy pequeñas. Había perdido los zapatos, o puede que se los hubiese regalado a alguien. Tenía los pies como dos témpanos de hielo.
Pavel descalzo y sin rumbo por las calles, pasada la medianoche: un ángel perdido, un ángel imperfecto, uno de los parias de Dios. Tenía los pies de un hombre hecho a caminar, de un hombre hecho a hollar nuestra gran madre tierra: los pies de un campesino, no de un bailarín.
Luego, ya tumbado en el sofá, con la cabeza dándole vueltas, se vomitó encima, manchándose la ropa.
– Le di un par de botas viejas y lo vi marcharse por la mañana, de muy mal humor, con las botas en la mano. Y eso fue todo, pensé yo. Estaba en una edad difícil, claro; tendría dieciocho, diecinueve años, es difícil para todos, incluso cuando están ya bien crecidos, pero aún no pueden marcharse del nido. Tienen todo el plumaje, pero aún no saben volar. Comen a todas horas, siempre tienen hambre. Me recuerdan a los pelícanos: son desgarbados, son las aves más feas, hasta que por fin despliegan sus grandes alas y despegan del suelo.
»Por desgracia, no es así como recordaba Pavel aquella noche. En su relación no se dice nada de aves ni de ángeles. No se habla del cuidado que dan los padres a sus hijos. Ni se menciona el amor paterno.
– Fiodor Mijailovich, no va a conseguir nada por más que siga lacerándose de este modo. Si no está dispuesto a quemar esos papeles, al menos ciérrelos un tiempo bajo llave, vuelva a mirarlos cuando haya hecho las paces con Pavel. Escúcheme, haga lo que le digo. Es por su propio bien.