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1 Petersburgo

Octubre, 1869. Un droshky baja lentamente por una de las calles del barrio del mercado de San Petersburgo. Frente a un alto edificio de viviendas, el cochero tira de las riendas del caballo.

El pasajero mira el edificio con ojos dubitativos.

– ¿Está seguro de que es aquí? -pregunta.

Calle Svechnoi, 63. Es lo que usted me ha dicho.

El pasajero baja del coche. Es un hombre de mediana edad, aunque ya ronde cerca de la vejez: lleva barba y va cargado de espaldas, tiene la frente despejada y unas cejas muy pobladas, que le dan un aire sobrio, absorto y ensimismado. Viste un traje oscuro, de un corte algo pasado de moda.

– Espéreme ahí mismo -indica al cochero.

Bajo las fachadas desconchadas y agrietadas, las casas del barrio del mercado todavía conservan algo de su elegancia original, aunque a estas alturas la mayor parte se han convertido en pensiones para funcionarios, estudiantes y obreros. En los intersticios que separan un edificio de otro, aprovechando a veces las medianeras, se han erigido temblequeantes estructuras de tablones, de dos y a veces hasta tres plantas, que son madrigueras de cuartos y alcobas, hogar de los más pobres.

El número 63, uno de los edificios más viejos, está flanqueado a ambos lados por estructuras de esa clase. En efecto, una telaraña de vigas y puntales atraviesa la fachada a media altura, y le da un aspecto de confinamiento. Los pájaros han anidado en los recovecos de los refuerzos y sus excrementos ensucian la fachada.

Unos niños que han estado trepando por los puntales para lanzar desde allí pedradas a los charcos, y que luego saltaban para recuperar los proyectiles, hacen un alto en sus juegos para examinar al recién llegado. Los tres más pequeños son chicos. La cuarta, que parece ser la cabecilla, es una niña de cabellos rubios y ojos llamativamente oscuros.

– Buenas tardes -saluda-. ¿Sabéis alguno dónde vive Anna Sergeyevna Kolenkina?

Los niños no contestan, lo miran con obstinación. La niña, al cabo de un momento, suelta sus piedras y se le acerca.

– Venga por aquí -dice.

La tercera planta del número 63 es una madriguera de cuartos conectados entre sí, a la que se accede desde un rellano en lo alto de la escalera. Sigue a la niña por un pasillo oscuro y en forma de hoz, en donde huele a berza y a ternera hervida; pasan por delante de un lavadero y llegan a una puerta pintada de gris que ella empuja y abre.

Se encuentran en una estancia alargada, de techo bajo, iluminada por un solo ventano que hay al fondo, a la altura de la cabeza. El lúgubre ambiente lo intensifica un recargado brocado que adorna la pared más larga. Una mujer vestida de negro se pone en pie para recibirlo. Tendrá unos treinta y tantos años y los mismos ojos oscuros, las mismas cejas bien esculpidas que tiene la niña, solo que sus cabellos son negros.

– Discúlpeme por venir sin anunciarme dice él. Me llamo… -titubea- Tengo entendido que mi hijo ha sido huésped suyo.

De la valija saca un objeto envuelto en una servilleta blanca. Es el retrato de un chico joven, un daguerrotipo con un marco de plata.

– Tal vez lo reconozca -dice. Pero no le pone el retrato en las manos.

– Es Pavel Alexandrovich, mamá -susurra la niña.

– Sí, estuvo viviendo con nosotras -dice la mujer-. Lo siento muchísimo -a sus palabras sigue un silencio embarazoso-. Tenía un cuarto alquilado desde el mes de abril -prosigue-. Su cuarto está tal cual lo dejó; ahí están todas sus pertenencias, quitando algunas cosas que se llevó la policía. ¿Quiere usted verlo?

– Sí -dice con ronquera-. Si se debe algo por el alquiler, yo me hago responsable, claro está.

El cuarto de su hijo, aunque en realidad no sea más que una realcoba separada del resto de la vivienda, tiene su entrada individual, así como una ventana que da a la calle. La cama está hecha con esmero; por lo demás, no hay más que una cómoda, una mesa con una lámpara, una silla. Al pie de la cama hay una maleta con las iniciales P.A.I. repujadas en el cuero. La reconoce: es un regalo que él le hizo a Pavel.

Se acerca a la ventana y mira fuera. En la calle aún espera el droshky.

– ¿Quieres hacerme un favor? -pregunta a la niña-. ¿Le dices al cochero que se puede marchar, y de paso le pagas lo que le debo?

La niña toma el dinero que le da y se marcha.

– Quisiera estar unos momentos a solas, si no le importa -dice a la mujer.

Lo primero que hace cuando ella lo deja solo es retirar la colcha de la cama. Las sábanas están limpias. Se arrodilla y aprieta la nariz contra la almohada, pero solo consigue percibir el olor del jabón y del hilo secado al sol. Abre los cajones. Han sido vaciados.

Deposita la maleta sobre la cama y la abre. Encima de todo encuentra un traje de algodón blanco bien doblado. Aprieta la frente contra el tejido y muy débilmente le llega el olor de su hijo. Respira hondo una y otra vez, pensando: es su espíritu, que entra en mí.

Arrastra la silla junto a la ventana y se sienta a mirar a la calle. Cae la tarde y se ahonda la oscuridad. La calle está desierta. Pasa el tiempo; sus pensamientos se estancan. Meditación, piensa, «esa es la palabra. Esa cabeza amodorrada, esos párpados que le pesan: es el plomo que se le asienta en el alma.

La mujer, Anna Sergeyevna, y su hija están cenando, sentadas frente a frente a la mesa, con una lámpara entre las dos. Se quedan calladas cuando entra él.

– ¿Sabe usted quién soy? -pregunta.

Ella lo mira con firmeza, a la espera de lo que él pueda decir.

– Quiero decir, ¿sabe que no soy Isaev?

– Sí, lo sabemos. Sabemos bien la historia de Pavel.

– Por favor, no interrumpan su cena ¿Le importa que de momento deje la maleta? Le pagaré hasta fin de mes. Mejor aún, le pagaré también el mes de noviembre. Me gustaría quedarme con el cuarto, si es que no lo tiene comprometido.

Le da el dinero, veinte rublos.

– ¿Le importa que venga de vez en cuando por las tardes? ¿Hay alguien en la vivienda durante el resto del día?

Ella vacila un instante. La niña y ella intercambian una mirada. Él sospecha que ya se lo está pensando mejor. Sería preferible que se llevase la maleta ahora mismo y que no volviera nunca, de modo que la historia del inquilino muerto pudiera cerrarse y el cuarto quedara libre. Ella no quiere tener en la vivienda a ese hombre enlutado, un hombre que irá proyectando la oscuridad a su paso. Pero ya es demasiado tarde, el dinero ya lo ha ofrecido él, ella lo ha aceptado ya.

– Matryosha está en casa por las tardes -dice ella sin inmutarse-. Le daré una llave. ¿Podría pedirle que haga uso de mi propia entrada? La puerta entre el cuarto del inquilino y esta sala no cierra con pestillo, pero lo habitual es que no la utilicemos.

– Perdone, no me he dado cuenta.

Matryona

Durante una hora deambula por las calles conocidas del barrio del mercado. Luego regresa atravesando el puente Kokushkin a la posada donde el día anterior alquiló un cuarto a nombre de Isaev.

No tiene hambre. Completamente vestido se tiende en la cama, cruza los brazos y procura dormir. Pero vuelve continuamente al número 63, al cuarto de su hijo. Las cortinas están abiertas. La luz de la luna baña la cama. Ahí está: de pie junto a la puerta, sin apenas respirar, concentrada la mirada en la silla del rincón, esperando a que la oscuridad se espese, que se convierta en tinieblas de otra clase, en tinieblas de una presencia. En silencio mueve los labios al pronunciar el nombre de su hijo tres y cuatro veces.

Intenta lanzar un encantamiento, pero ¿sobre quién? ¿Sobre un espíritu o sobre sí mismo?. Piensa en Orfeo cuando camina hacia atrás, paso a paso, susurrando el nombre de la mujer muerta, para engatusarla y obligarla a salir de las entrañas del infierno; piensa en la esposa envuelta en el sudario, con los ojos ciegos, muertos, que lo sigue con las manos extendidas ante sí, inertes, como una sonámbula. No hay flauta, no hay lira: solo la palabra, la única palabra, una y otra vez. Cuando la muerte siega todos los demás lazos, aún queda el nombre. El bautismo: la unión de un alma con un nombre, el nombre que llevará por siempre, para toda la eternidad. Apenas respira, pero forma de nuevo las sílabas: Pavel.

La cabeza le da vueltas. «Ahora he de irme», susurra, o cree más bien que susurra. «Volveré.»

Volveré: la misma promesa que hizo cuando llevó al muchacho a la escuela por primera vez. No te abandonaré. Y lo abandonó.

Se está quedando dormido. Se imagina precipitándose desde lo alto de una catarata hacia el agua, allá abajo, y se entrega a ese descenso libre.