Con toda seguridad, lo que le hicimos a Sasaki después de discutir con nuestro profesor era injustificable, pero no tiene mucho sentido que yo saque aquí el asunto a colación. No obstante, todavía guardo vivos recuerdos de aquella noche en que Sasaki se fue.

Casi todos nos habíamos acostado ya. Yo también estaba echado, en la oscuridad de una de las ruinosas habitaciones, y, como estaba despierto, oí a Sasaki que llamaba en voz baja a alguien que estaba en la terraza. Quienquiera que fuese la persona a quien llamaba, Sasaki no recibió ninguna respuesta. Finalmente se oyó el ruido de una mampara que se cerraba y los pasos de Sasaki acercándose. Se detuvo en otra habitación y le oí decir algo, pero, al parecer, la única respuesta volvió a ser el silencio. Sus pasos se acercaron aún más y le oí abrir la mampara de la habitación contigua a la mía.

– Tú y yo hemos sido amigos durante muchos años -le oí decir-. ¿Es que ni siquiera me vas a hablar?

La persona a quien se había dirigido no dio respuesta alguna. Y entonces preguntó Sasaki:

– ¿Ni siquiera vas a decirme dónde están los cuadros?

Tampoco hubo respuesta, pero como estaba echado en medio de la oscuridad, oí unas ratas que salían corriendo bajo los tablones de la habitación contigua y el ruido fue para mí una especie de respuesta.

– Si tanto te escandalizan -prosiguió Sasaki-, no veo el motivo de querer guardarlos. Sin embargo, para mí en estos momentos significan mucho. Tengo intención de llevarlos conmigo a dondequiera que vaya. Es mi único equipaje.

El ruido de las ratas que huían volvió a ser la única respuesta y, acto seguido, se produjo el silencio. Un silencio tan largo que pensé que Sasaki había salido de la habitación y yo no lo había oído. Sin embargo, me llegaron estas palabras:

– Durante los últimos días, todo el mundo me ha tratado muy mal, pero lo que más me ha dolido ha sido que te hayas negado a decirme una sola palabra de consuelo.

Volvió a producirse el silencio, pero enseguida dijo Sasaki:

– ¿No vas ni siquiera a mirarme y desearme suerte? Al final oí cerrarse la mampara. Unos pasos bajaron de la terraza y se alejaron por el patio.

Después de su marcha, en la casa apenas se pronunciaba el nombre de Sasaki, y, si se mencionaba, era para llamarle «traidor» sin más. Cuando recuerdo lo que ocurrió en más de una ocasión, durante las batallas de insultos que organizábamos, veo claramente hasta qué punto pensar en Sasaki nos causaba indignación.

Los días de calor, como las mamparas se abrían de par en par, los que nos reuníamos en una habitación veíamos a cualquiera de los otros grupos congregados en el ala opuesta de la casa. El ambiente daba lugar a que al cabo de un rato alguien lanzase un comentario mordaz, provocando de inmediato al otro grupo y, unos frente a otros, iniciábamos desde las terrazas batallas de insultos. Contado ahora puede parecer absurdo, pero la arquitectura y la acústica de la casa producían un eco al gritar de un ala a otra que, en cierto modo, nos animaba a entretenernos con aquellas competiciones infantiles. La gama de insultos era muy amplia. Ridiculizábamos las proezas viriles de alguno de nosotros o el último cuadro de otro, pero, en general, no teníamos intención de herir a nadie y tanto en un bando como en otro, nos desternillábamos de risa. El recuerdo que guardo de estos divertidos enfrentamientos resume perfectamente la agradable convivencia de la que pudimos disfrutar durante los años pasados en la casa, convivencia marcada por la competitividad y, a la vez, por cierta intimidad casi familiar. Ahora bien, en algunas ocasiones, cuando se pronunciaba el nombre de Sasaki en el transcurso de esos enfrentamientos, la situación se nos iba de las manos y mis colegas saltaban de las terrazas para acabar peleándose en el patio. No tardamos mucho tiempo en aprender que comparar a alguien con el «traidor», aunque fuese en broma, no iba a ser nunca bien aceptado.

De todos estos recuerdos, quizá infieran ustedes que la devoción que sentíamos por nuestro profesor y por sus enseñanzas era absoluta e intensa. Es muy fácil, una vez descubiertos los defectos de las influencias recibidas, adoptar una postura crítica ante un maestro que favorece un ambiente semejante. Sin embargo, cualquiera que haya tenido grandes ambiciones -o la ocasión de lograr algún objetivo importante- y se haya visto impulsado a transmitir sus ideas del mejor modo posible, aprobará el proceder de Mori-san, y aunque ahora, sabiendo cómo acabó su carrera, pueda parecer ridículo, en aquella época el mayor deseo de Mori-san era nada menos que cambiar por completo la idea que de la pintura imperaba en nuestra ciudad. Con ese único objetivo, dedicó gran parte de su tiempo y su fortuna a la formación de sus discípulos, y quizá sea importante tenerlo en cuenta a la hora de juzgar a mi antiguo profesor.

Como es natural, su influencia no se limitaba únicamente al terreno de la pintura; durante todos aquellos años seguimos su mismo estilo de vida y asimilamos sus valores, lo cual suponía pasar mucho tiempo explorando el «mundo flotante» de la ciudad o, lo que es lo mismo, el mundo nocturno del placer, el ocio y la embriaguez que constituía de hecho el fondo de todos nuestros cuadros. Todavía hoy sigo sintiendo cierta nostalgia cuando recuerdo cómo era el centro de la ciudad por aquel entonces. En las calles no predominaba como ahora el ruido del tráfico, y las fábricas aún no habían absorbido el aire de la noche, perfumado con las fragancias de cada estación. Solíamos frecuentar un pequeño salón de té contiguo al canal de la calle Kojima, llamado «Los Faroles de Agua» porque, conforme se iba uno acercando, se veían los faroles reflejados en el agua del canal. La propietaria era una vieja amiga de Mori-san y procuraba siempre que se nos diera el mejor trato. Allí pasamos noches memorables, bebiendo y cantando en compañía de las chicas. También me acuerdo de un salón de tiro con arco, en la calle Nogata, donde la patrona no se cansaba nunca de contarnos que años atrás, en su época de geisha en Akihara, Mori-san la había elegido como modelo para una colección de grabados en madera que había logrado un gran éxito. El salón estaba servido por seis o siete jóvenes entre las cuales cada uno tenía su favorita para fumar en pipa y pasar la noche.

Pero nuestra juerga no se limitaba a estas expediciones a la ciudad. Mori-san tenía una cantidad infinita de conocidos del mundo del espectáculo y constantemente llegaban a la casa farándulas ambulantes en situación precaria, bailarines y músicos que eran recibidos como amigos a quienes no se ve desde hace mucho tiempo. Era entonces cuando sacábamos una botella tras otra, cantábamos y bailábamos con nuestras amistades durante toda la noche y no tardábamos mucho tiempo en mandar a alguien para que despertara al vendedor de vinos del pueblo más próximo. Por aquellos días, una visita frecuente era la de Maki, un narrador de cuentos, hombre rollizo y jovial que tenía el don de hacernos morir de risa o llorar a lágrima viva cuando contaba sus historias. Después de muchos años he vuelto a verlo algunas veces por el Migi-Hidari y hemos evocado las noches que pasamos en la casa. Maki recordaba convencido que muchas de aquellas fiestas se prolongaban hasta el día siguiente para seguir durante una segunda noche. Yo esto no podría asegurarlo tan firmemente, pero sí debo reconocer que por la mañana la casa de Mori-san aparecía sembrada de cuerpos dormidos o exhaustos, algunos de los cuales se habían desplomado en el patio bajo el ardiente sol.

Una de esas noches, sin embargo, se me quedó bien grabada. Recuerdo que paseaba por el patio, aliviado de respirar el aire fresco de la noche y de escapar, aunque fuera un momento, del bullicio de la fiesta. Me dirigí hacia la entrada del cuarto trastero y, antes de entrar, me volví a mirar hacia la habitación al otro lado del patio, donde se divertían mis compañeros y nuestros invitados. Las siluetas de sus cuerpos bailaban al otro lado de las mamparas de papel y, transportada por el aire de la noche, llegaba a mis oídos la voz de un cantante.

Me había dirigido al cuarto trastero porque era uno de los pocos sitios de la casa donde se podía estar tranquilo durante un buen rato. Me imagino que antes, cuando la casa albergaba vigilantes y criados, el cuarto serviría para guardar armas y armaduras. Pero aquella noche, al entrar y encender el farol que colgaba encima de la puerta, encontré el suelo cubierto de todo tipo de objetos y me resultó imposible atravesarlo sin ir dando saltos a cada momento. Por todas partes se apilaban viejos lienzos atados con cuerdas, caballetes rotos, toda clase de botes y vasijas de las que sobresalían palos y pinceles. Me las arreglé para llegar a un claro en el suelo. Me senté y me di cuenta de que los objetos que me rodeaban proyectaban unas sombras exageradas a la luz del farol. El efecto era siniestro, como si me encontrara en un grotesco cementerio en miniatura.

Debí de quedarme absorto en mis tristes pensamientos, ya que, según recuerdo, me sobresalté al oír el ruido de la puerta que se abría. Levanté la vista y me encontré con Mori-san, de pie, en el umbral del trastero. Le dije precipitadamente:

– Buenas noches, Sensei.

Es posible que el farol de encima de la puerta no iluminara suficientemente el lado de la habitación donde yo me encontraba, o quizá mi cara permaneciera en sombras, pero el caso es que Mori-san entornó los ojos y preguntó:

– ¿Quién es? ¿Ono?

– Sí, Sensei.

Siguió con los ojos entornados hasta que, al cabo de un rato, descolgó el farol de la viga y, manteniéndolo frente a su cara, avanzó hacia mí, abriéndose paso entre los objetos que había por el suelo. Como llevaba el farol en la mano, las sombras de los objetos oscilaban a nuestro alrededor. Le hice un hueco apresuradamente, pero Mori-san ya se había sentado en un viejo baúl de madera que había algo más lejos. Suspiró y dijo:

– He salido a respirar un poco de aire fresco y he visto que la luz estaba encendida. Reinaba la oscuridad, la única luz era ésta. Me he dicho que sería muy extraño que unos amantes se escondiesen en un trastero, lo más posible es que sea alguien que se siente solo.

– Debo de haber estado soñando, Sensei. No había venido con intención de pasar mucho tiempo.

Sensei había dejado el farol a su lado, de modo que sólo alcanzaba a ver su silueta.

– Creo que le has gustado mucho a una de las bailarinas -dijo-. Va a sentirse muy decepcionada si ve que ahora que ya es de noche te has esfumado.

– No he querido mostrarme descortés con nuestros invitados, Sensei. Es sólo que, como usted, he salido a respirar un poco de aire fresco.