Naturalmente, la infancia no es la única época en la que somos susceptibles a este tipo de herencia, también durante los primeros años de madurez un profesor o un preceptor a quien admiramos profundamente puede dejarnos su huella, y mucho después de que hayamos reconsiderado o incluso rechazado el cúmulo de enseñanzas recibidas de esa persona hay rasgos que logran sobrevivir. Es como una sombra que nos acompaña durante toda nuestra vida. Soy consciente, por ejemplo, de que algunos de mis ademanes -como el modo de tender la mano cuando explico algo-, ciertas inflexiones de mi voz cuando intento mostrarme irónico o me impaciento, y hasta frases enteras que suelo emplear con agrado y que la gente cree que son mías, proceden de Mori-san, mi antiguo profesor. Y no creo ser vanidoso si digo que muchos de mis alumnos heredarán a su vez mis gestos. En cualquier caso, espero que cualquiera que sea la apreciación que hayan podido hacer de los años que han pasado bajo mi tutela, la gran mayoría se sienta agradecida a mis enseñanzas. Por mi parte, al margen de los evidentes defectos de mi antiguo profesor Senji Moriyama -o «Mori-san», como solíamos llamarle-, y al margen de lo ocurrido al final entre nosotros, siempre reconoceré que los siete años que estuve viviendo en su casa de campo entre las colinas del distrito de Wakaba constituyeron una época crucial en mi carrera.

Cuando ahora intento evocar la casa de Mori-san, siempre me viene a la mente una perspectiva especialmente grata de ella: la que se ve desde lo alto del sendero que lleva al pueblo más cercano. Al subir, había un momento en que se veía la casa al fondo de una hondonada, un rectángulo de madera oscura situado entre cedros muy altos. Si tenía esta forma, es porque las tres partes de la casa se unían formando tres lados del rectángulo que rodeaban el patio central. El cuarto lado era la entrada y una valla de cedro. De este modo, el patio quedaba totalmente cerrado. Ya imaginarán ustedes que para los malhechores no debía ser fácil entrar en la casa, una vez que el portalón se cerraba.

En nuestros días, sin embargo, a un intruso le sería mucho más fácil, dado que la casa se encuentra en estado ruinoso aunque desde lo alto del sendero resulte imposible verlo. Tampoco es posible adivinar que el interior no alberga más que una serie de habitaciones con el papel hecho jirones y unos tatamis tan desgastados que, si no se pisa con cuidado, es muy fácil agujerearlos. Cuando trato de recordar el aspecto de la casa vista de cerca, lo primero que me viene a la mente es la imagen del techo con las tejas rotas, las celosías a punto de desmoronarse, las balaustradas podridas y desportilladas, y el techo de donde continuamente caían goteras. Aunque sólo lloviera una noche, el olor a madera húmeda y a hojas descompuestas impregnaba las habitaciones. Y había épocas en que era tal la plaga de insectos y polillas que se pegaban a las molduras y horadaban las hendeduras, que temíamos que por su culpa la casa se viniera abajo de una vez por todas.

Por su estado, sólo una o dos habitaciones podían testimoniar el esplendor que en otros tiempos tuvo la casa. Una de ellas, muy luminosa durante todo el día, estaba reservada para las grandes ocasiones. Recuerdo que era justamente en esa habitación donde Mori-san reunía a sus alumnos (éramos diez) cuando terminaba un cuadro. Antes de entrar, nos deteníamos en el umbral, contemplando boquiabiertos la obra expuesta en medio de la habitación. Mientras tanto, Mori-san se entretenía y fingía no darse cuenta de que habíamos llegado. Al poco rato nos sentábamos todos en el suelo rodeando el cuadro y comentando con el de al lado en voz baja: «¡Mira cómo ha rellenado ese hueco de la esquina. Qué habilidad!» Pero a ninguno se nos habría ocurrido decir: «Sensei, ¡es un cuadro magnífico!», ya que estaba acordado tácitamente entre nosotros comportarnos en esas ocasiones como si nuestro profesor no estuviera presente.

A menudo, el cuadro presentaba alguna sorprendente innovación que suscitaba entre nosotros un apasionado debate. Una vez, por ejemplo, al entrar en la habitación, descubrimos la imagen de una mujer arrodillada vista desde abajo, desde tan abajo que parecía que la veíamos desde el suelo.

– Por supuesto -recuerdo que dijo uno de nosotros-, esta perspectiva tan baja le confiere a la mujer una dignidad que no tendría de otro modo. Es un efecto sorprendente. Por lo demás, no es más que una mujer que se autocompadece, y es esa tensión lo que le da al cuadro esa fuerza tan sutil.

– Es posible -apuntó otro- que se note cierta dignidad en la mujer, pero no creo que sea debido a la perspectiva. Está claro que Sensei nos quiere decir algo más preciso. Nos dice que si la perspectiva nos parece baja, es sólo porque estamos acostumbrados a que el ojo mire a una altura determinada. Lo que Sensei pretende es liberarnos de unas costumbres tan arbitrarias como restrictivas. Con ello nos está diciendo: «No lo veáis todo desde el punto de vista tan convencional.» Por eso es un cuadro tan sugestivo.

Como todos queríamos dar nuestra opinión a la vez, el tono de la conversación subía enseguida. Y aunque continuamente lo mirábamos de reojo, nuestro profesor no nos dejaba ver cuál de nuestras teorías le parecía acertada. Sólo recuerdo que se quedaba inmóvil en el otro extremo de la sala, con los brazos cruzados y mirando al patio por entre las varillas de madera de la ventana, con una divertida expresión en la cara. Y después de dejarnos discutir durante un rato, se volvía y decía: «Os rogaría que ahora me dejaseis solo. Tengo algunas cosas que hacer.» Y salíamos uno tras otro, sin dejar de expresar nuestra admiración por el nuevo cuadro, pero en voz baja.

Soy consciente de que, al contarles esto, la conducta de Mori-san puede parecerles en cierto modo arrogante. Pero, para comprender mejor su actitud distante, quizá sea preciso haber sido uno mismo constante objeto de respeto y admiración. No hay nada menos apetecible que tener que estar continuamente diciéndoles a los alumnos lo que uno sabe o lo que uno piensa. Hay muchas situaciones en las que es preferible quedarse callado para que puedan discutir y reflexionar por su cuenta. Como acabo de decir, es algo que sólo apreciará quien haya ocupado una posición que le permita ejercer influencia en los demás.

El caso es que, de todas formas, las discusiones sobre la obra de nuestro maestro podían prolongarse durante semanas y semanas. Dado que Mori-san no nos daba nunca ninguna explicación, solíamos dirigirnos a un compañero, un artista llamado Sasaki, que en aquella época gozaba del privilegio de ser el mejor discípulo de Mori-san. Aunque haya dicho que algunas discusiones se prolongaban indefinidamente, cuando Sasaki emitía su opinión final, se daba por terminada la disputa. Y si Sasaki sugería que alguna pintura no era por cualquier motivo «fiel» a nuestro profesor, el infractor debía renunciar a su obra o, en algunos casos, quemarla.

Recuerdo que en muchas ocasiones, durante los meses que siguieron a nuestra llegada a la casa, el Tortuga tuvo que destruir su obra de ese modo. Yo había conseguido integrarme sin problemas, pero mi compañero no cesaba de crear obras que claramente se oponían en algunos aspectos a los principios de nuestro profesor, y recuerdo haber salido en su defensa muchas veces diciendo que su infidelidad a Mori-san no era intencionada. Durante aquella primera época, el Tortuga se me acercaba a menudo con aire acongojado, me llevaba a ver alguna obra suya, todavía no terminada, y en voz baja me decía: «Ono-san, dígame por favor, ¿es así como lo habría hecho nuestro profesor?»

A veces hasta yo me exasperaba al descubrir que, inconscientemente, el Tortuga había vuelto a introducir algún elemento agresivo, puesto que no era tan difícil llegar a captar las preferencias de Mori-san. Durante aquella época, a nuestro profesor le llamaban «el Utamaro moderno» y, aunque por entonces fuese una etiqueta que se le ponía a cualquier artista que se especializara en retratar a las mujeres de los barrios bajos, era en cualquier caso un buen modo de resumir el estilo de Mori-san. Era cierto que había puesto todo su empeño en «modernizar» la escuela de Utamaro y, en muchas de sus mejores pinturas, Atando un tambor de baile por ejemplo, o Después del baño, la mujer aparece de espaldas como es clásico en Utamaro. En su obra hay otros rasgos típicos, como la mujer con una toalla en la cara o peinándose la larga cabellera. También recurría con frecuencia al tradicional procedimiento de expresar las emociones a través de las telas que la mujer esté sosteniendo o lleve puestas, más que a través de la expresión del rostro. Al mismo tiempo, su obra tenía numerosas influencias europeas que los más fieles admiradores de Utamaro habrían calificado de iconoclastas. Por ejemplo, desde hacía tiempo había dejado de señalar con un trazo oscuro los contornos de sus figuras, prefiriendo en su lugar, al igual que los occidentales, las manchas de color y los contrastes de luz y sombras para conseguir un efecto tridimensional. Y sin duda su gran pasión, los colores tenues, la había adquirido de los occidentales. La mayor preocupación de Mori-san era sugerir una cierta melancolía y un clima gris alrededor de sus mujeres. Durante los años en que fui su alumno, lo vi experimentar constantemente nuevos colores que diesen la misma sensación que proporciona la luz de un farol, por lo que todos sus cuadros de esa época se distinguen por la presencia, real o imaginaria, de un farol. Y el Tortuga, quizá por su lentitud en captar los rasgos esenciales del arte de Mori-san, incluso después de llevar un año en la casa, seguía utilizando colores que daban un efecto totalmente contrario. Y se extrañaba de que lo acusaran de infidelidad a pesar de haberse esmerado en incluir un farol en su composición.

Aunque yo le defendía, Sasaki y todos los demás perdían cada vez más la paciencia ante la incapacidad del Tortuga y, a veces, el ambiente amenazaba con ponerse igual de tenso que en la época que mi compañero pasó con el maestro Takeda. Más tarde, creo que a lo largo del segundo año en la casa, notamos en Sasaki un cambio repentino, cambio que levantó contra él una animadversión mucho más áspera y ofuscada que la que él había suscitado contra el Tortuga.

Me imagino que todos los grupos de alumnos tienen un cabecilla, alguien a quien el profesor escoge por su capacidad y que sirve de ejemplo a los demás. Y este alumno, por ser el que mejor comprende las ideas de su profesor, tiende, como fue el caso de Sasaki, a convertirse en el principal intérprete de esas ideas frente a los alumnos menos capacitados o con menos experiencia. Sin embargo, también es este mismo alumno el que antes aprecia las deficiencias de su maestro y el que antes adopta opiniones distintas de las suyas. En teoría, un buen profesor aceptará que esto ocurra y hasta se alegrará de que así sea, ya que será señal de que el alumno ha madurado gracias a sus enseñanzas. Sin embargo, en la práctica, pueden surgir sentimientos muy complejos. Y a veces, cuando uno se esfuerza mucho por formar a un buen alumno, no es raro que al ver madurar ese talento nos parezca un acto de traición, lo cual puede dar lugar a situaciones difíciles.