Es posible que los nervios ante el acontecimiento me llevaran a beber demasiado deprisa, porque las imágenes que guardo de aquella noche no son tan claras como debieran. Recuerdo que enseguida tuve una impresión favorable de Taro Saito, el joven al que se me pedía que aceptase como yerno. Además de parecer una persona inteligente y responsable, tenía la elegancia y el aire sereno que yo admiraba en su padre. Al ver la naturalidad y la tranquilidad con que Taro Saito nos había recibido a Noriko y a mí, me vino a la memoria otro joven que también me había impresionado en una situación semejante hacía unos años. Me refiero a Suichi con ocasión del miai de Setsuko en lo que por aquella época era el Hotel Imperial. Durante un rato pensé en la posibilidad de que la cortesía y la complacencia de Taro Saito se desvanecieran con el tiempo, como le había ocurrido a Suichi. Aunque, claro, espero que Taro Saito no tenga que pasar por los mismos trances que, según se dice, han marcado a Suichi.
En cuanto al doctor Saito, su presencia resultaba tan imponente como siempre. A pesar de que hasta aquella noche no habíamos sido formalmente presentados, el doctor Saito y yo nos conocíamos desde hacía años, y habíamos adquirido la costumbre de saludarnos en la calle en señal de mutuo respeto. Con su esposa, una bella mujer entrada ya en los cincuenta, también había intercambiado algún saludo; lo mismo que su marido, se caracterizaba por su porte distinguido y su aplomo para manejar cualquier situación desagradable que pudiera surgir. El único miembro de la familia que no me causó buena impresión fue el hijo menor, Mitsuo, a quien le calculé unos veinte años.
Al recordar aquella tarde, me doy cuenta de que el joven Mitsuo levantó mis sospechas en cuanto lo vi. No sé a ciencia cierta cuál fue la primera señal de alarma, quizá el hecho de que me recordase al joven Enchi, a quien había conocido en casa de Kuroda. De cualquier modo, cuando empezamos a comer, mis sospechas se vieron paulatinamente confirmadas, pues aunque Mitsuo se comportó con toda corrección, cuando lo sorprendía observándome, había algo en su mirada o en el modo de pasarme en la mesa cualquiera de los platos, que me hicieron presentir su actitud reprobadora y hostil.
Después de llevar ya un rato comiendo, se me ocurrió de pronto que la actitud de Mitsuo era en realidad la misma que la del resto de la familia, sólo que él no la disfrazaba tan hábilmente. A partir de ese momento, me dediqué a observar a Mitsuo como si fuera el más claro indicador de lo que realmente pensaban los Saito. Sin embargo, no intercambié muchas palabras con Mitsuo, quizá porque estaba sentado al otro lado de la mesa, bastante lejos de mí, o porque a su lado estaba el señor Kyo, con quien mantenía una animada conversación.
– Nos han dicho que es usted aficionada al piano, señorita Noriko -recuerdo que dijo la señora Saito en un momento dado.
Noriko se rió y contestó: -Casi no practico.
– Yo tocaba el piano cuando era más joven -dijo la señora Saito-, pero ahora estoy desentrenada. A las mujeres no nos queda tiempo para esos entretenimientos, ¿no cree usted?
– Es cierto -respondió mi hija bastante nerviosa.
– Yo, personalmente, no soy un gran melómano -intervino Taro Saito mirando con insistencia a Noriko-. Mi madre siempre me echa en cara que no tengo el más mínimo oído para la música. Por eso no confío en mis propios gustos. Siempre tengo que pedirle consejo para saber qué compositores debo admirar.
– No digas disparates -dijo la señora Saito.
– ¿Sabe, señorita Noriko? -prosiguió Taro-, una vez compré los discos de un concierto para piano de Bach. Mi madre empezó a decirme que era una música muy mala y que yo tenía un gusto pésimo. Evidentemente, frente a las opiniones de mi madre, las mías no tenían peso alguno. El resultado es que ya no escucho a Bach, aunque… estoy pensando que quizá podría usted salvarme. ¿Le gusta Bach, señorita Noriko?
– ¿Bach? -Mi hija se quedó perpleja durante unos instantes. Después sonrió y dijo-: ¡Oh, sí, mucho!
– ¡Ah! -dijo Taro Saito triunfante-. Mi madre va a tener que replantearse sus gustos.
– No le haga ningún caso, señorita Noriko. Yo nunca he criticado a Bach tan categóricamente. Pero dígame, ¿no está usted de acuerdo conmigo en que, tratándose de piano, Chopin es mucho más expresivo?
– Sí -dijo Noriko.
Este fue el tipo de respuestas que caracterizaron las intervenciones de mi hija durante la primera parte de la velada. Actitud que, por otra parte, no me sorprendió en absoluto. Cuando está en familia, o en compañía de amigos íntimos, Noriko se muestra jovial y a menudo hace gala de un ingenio y de una elocuencia únicas, pero en reuniones más formales he notado que tiene dificultades para encontrar el tono apropiado y da la impresión de ser una joven tímida. Aquella noche ocurrió precisamente eso. A mí me preocupó; estaba claro que los Saito no eran la típica familia a la antigua (el talante de la señora Saito no hizo más que confirmarlo) que prefiere que las mujeres estén calladas y se muestren recatadas. Yo ya lo había supuesto y por eso, mientras preparábamos el miai, había insistido en que Noriko debía acentuar en la medida de lo posible su carácter vivo y su inteligencia. Mi hija había aprobado la estrategia y había asegurado, muy decidida, que se comportaría abiertamente y con mucha naturalidad. Yo hasta había temido que cometiese alguna impertinencia, pero después, al ver que a pesar de sus esfuerzos sólo respondía sumisa y llanamente a las preguntas de los Saito, me imaginé lo frustrada que debía sentirse.
En la mesa, sin embargo, la conversación era muy fluida. El doctor Saito, especialmente, demostró mucha soltura para crear un ambiente distendido. Yo, por ejemplo, de no haber estado pendiente de la mirada constante del joven Mitsuo, habría olvidado la trascendencia de la reunión y me habría mostrado más espontáneo. Recuerdo que, en un momento de la comida, el doctor Saito se echó cómodamente hacia atrás en su silla y dijo:
– Al parecer, hoy ha habido más manifestaciones en el centro. Esta mañana ha subido al tranvía un hombre con un hematoma enorme en la frente. Como se sentó a mi lado, le pregunté si se encontraba bien y le aconsejé que fuese a un hospital. Pues bien, me respondió que justamente venía del médico y que a donde iba era a la manifestación para reunirse de nuevo con sus compañeros. ¿Qué le parece, señor Ono?
El doctor Saito había contado aquello sin ningún énfasis, pero por un instante tuve la impresión de que toda la mesa, incluida Noriko, había dejado de comer para escuchar mi respuesta. También es posible que fueran imaginaciones mías, pero el caso es que recuerdo que, al dirigir la mirada al joven Mitsuo, lo sorprendí observándome con especial atención.
– Es realmente lamentable -dijo- que golpeen a la gente. Es evidente que se están desatando las pasiones.
– Tiene usted toda la razón, señor Ono -intervino la señora Saito-. Que se desaten las pasiones, bueno, pero creo que la gente ya está excediéndose. Tantos heridos… A mi marido, sin embargo, todo le parece muy bien. No entiendo cómo puede pensar así.
En vez de reaccionar, que es lo que yo esperaba, el doctor Saito guardó silencio y la atención general volvió a recaer sobre mí.
– Como usted bien dice -apunté-, es una lástima que esté habiendo tantos heridos.
– Mi mujer, como siempre, no sabe interpretar mis palabras -dijo el doctor Saito-. Yo nunca he dicho que me parecieran bien todos estos disturbios. Sólo he intentado convencerla de que detrás de los heridos hay algo más. A nadie le gusta que la gente acabe en el hospital, pero el hecho de que esa misma gente sienta la necesidad de expresarse abiertamente de un modo tan enérgico, es lo que me parece positivo. ¿No lo ve usted así, señor Ono?
Me quedé unos instantes dudando, y antes de que respondiera, habló Taro Saito:
– Padre, es verdad que la gente se está excediendo. Está bien que haya democracia, pero eso no implica que los ciudadanos tengan derecho a organizar una revolución cada vez que no están de acuerdo con algo. A los japoneses nos han enseñado a comportarnos como niños, y ahora tenemos que aprender el sentido de responsabilidad que supone la democracia.
– Esto sí que es raro -dijo el doctor Saito riéndose-. ¡Ahora resulta que el padre es más liberal que el hijo! Es posible que Taro tenga razón. Ahora mismo nuestro país es como un niño que está aprendiendo a andar y a correr. Pero insisto en que lo que hay detrás es positivo. Un niño que está creciendo corre, se cae, pero no por ello vamos a encerrarlo, tenemos que dejarle hacer. ¿No es así, señor Ono? ¿O estoy siendo demasiado liberal, como dicen mi hijo y mi esposa?
Quizá fuera también idea mía -como he dicho, aquella noche estaba bebiendo más de lo que me había propuesto-, pero una vez más volvió a sorprenderme la falta de agresividad con que los Saito expresaban sus divergencias. Por otra parte, advertí que el joven Mitsuo me estaba observando de nuevo.
– En fin -dije-. Espero que no haya más heridos.
En ese momento, Taro Saito cambió de tema. Quiso saber la opinión de Noriko sobre uno de los grandes almacenes que acababan de abrir en la ciudad. Durante un rato, hablamos de cosas intrascendentes.
Es evidente que estas situaciones no son fáciles para una joven que está a punto de casarse. Es injusto pedirle opiniones que son de extrema importancia para su felicidad futura en medio de una tensión semejante; sin embargo, reconozco que no esperaba que Noriko sobrellevase tan mal la prueba. Con el paso de las horas, iba perdiendo seguridad. Decía «sí» o «no» y poco más. Por lo que pude apreciar, Taro Saito hacía lo posible por calmar a Noriko, pero en tales circunstancias no podía tampoco mostrarse demasiado insistente. Todos sus intentos de empezar una conversación más alegre, acababan en un silencio muy desagradable. Yo estaba sorprendido por la diferencia entre la sensación de angustia que veía en mi hija y el miai del año anterior. En aquella ocasión, como Setsuko había venido a casa, estuvo presente para apoyar a su hermana y, sin embargo, Noriko no pareció necesitar ayuda alguna. Al contrario, recuerdo que me molestó la malicia con que Noriko y Jiro Miyake se miraban, como burlándose del ceremonial.
– Señor Ono -dijo el doctor Saito-, recordará usted que la última vez que nos encontramos descubrimos que teníamos un conocido común, un tal señor Kuroda.
Ya estábamos terminando de comer.
– Sí, es verdad -dije.