– ¿De verdad? Vaya, vaya.
Seguí con la mirada puesta en el cuadro. El joven dejó la bandeja a mi lado encima de una mesita y se sentó.
– ¿De verdad es obra suya? Debo decir que tiene usted mucho talento. Sí, mucho talento. Volvió a reírse nervioso.
– Para mí es una suerte tener un profesor como el señor Kuroda. Sin embargo, me temo que aún tengo mucho que aprender.
– ¡Y yo que estaba tan seguro de que era un ejemplo de la obra del señor Kuroda! Las pinceladas son típicamente suyas.
El joven manejaba torpemente la tetera como si no supiese qué hacer con ella. Lo observé mientras levantaba la tapa y echaba un vistazo dentro.
– El señor Kuroda me dice siempre -comentó- que debería intentar pintar con un estilo más personal. Pero encuentro que su estilo es tan excepcional que no puedo evitar imitarlo.
– Durante un tiempo no está mal imitar a nuestros maestros. Es un buen sistema para aprender, pero con el tiempo desarrollará usted sus propias ideas y su propia técnica. No hay duda de que es usted un joven con mucho talento. Sí, estoy seguro de que tiene usted mucho futuro. No me extraña que haya suscitado el interés del señor Kuroda.
– No se imagina usted lo mucho que le debo al señor Kuroda. Ya ve que actualmente incluso me alojo aquí, en su apartamento. Llevo casi dos semanas. Hasta ahora me han echado de todas partes, pero el señor Kuroda me ha salvado. No se figura lo que ha hecho por mí.
– ¿Dice usted que lo han echado de todas partes?
– Como se lo digo, señor -afirmó con una breve carcajada-. Yo pagaba el alquiler, pero, ¿sabe?, no podía evitar manchar el tatami de pintura, por mucho que lo intentase, y al final el casero me echaba.
Nos reímos los dos y a continuación dije yo:
– Discúlpeme. No es que me dé risa, es sólo que he recordado mis primeros tiempos. Yo también tuve ese problema. Pero si persevera usted, pronto disfrutará de las condiciones apropiadas.
Volvimos a reírnos.
– Me consuela usted, señor -contestó el joven, y empezó a servir el té-. Creo que el señor Kuroda estará ya al caer. Le ruego que espere un poco más. El señor Kuroda se alegrará de poder agradecerle todo lo que ha hecho usted por él.
Me quedé mirándolo sorprendido.
– ¿Cree usted que el señor Kuroda me quiere dar las gracias por algo?
– Discúlpeme, pero pensaba que era usted de la Cordón Society.
– ¿De la Cordón Society? ¿Y eso qué es? El joven se quedó mirándome fijamente y volvió a ponerse tan nervioso como al principio.
– Lo siento, señor, es culpa mía. Pensé que era usted de la Cordón Society.
– Me temo que no. Sólo soy un antiguo conocido del señor Kuroda.
– ¿Un antiguo colega?
– Sí, llamémoslo así. -Volví a levantar la mirada hacia la pared, hacia el cuadro del joven-. Ciertamente -continué-, tiene usted mucho talento. Sí, mucho talento.
En ese momento me di cuenta de que el joven me estaba mirando con mucha atención. Al final dijo:
– Discúlpeme, señor, pero… ¿me podría decir su nombre?
– Claro, habrá pensado usted que soy un maleducado. Me llamo Ono.
– Ya.
El joven se levantó y se dirigió a la ventana. Durante unos instantes me quedé mirando el humo de las tazas de té que estaban sobre la mesa.
– ¿Cree usted que tardará mucho aún? -pregunté por fin. Al principio pensé que el joven no contestaría a mi pregunta, pero al fin, sin apartarse de la ventana, respondió:
– Puesto que todavía no ha llegado, lo mejor es que no se entretenga usted más tiempo.
– Si no le importa, ahora que ya he hecho el viaje, esperaré un poco más.
– Informaré al señor Kuroda de su visita y quizá le escriba.
Fuera, en el pasillo, los niños parecían estar gritando y golpeando sus triciclos contra la pared, a poca distancia de nosotros. Al mirar al joven, que aún seguía junto a la ventana, me sorprendió advertir en él un gesto enfurruñado.
– Discúlpeme por lo que voy a decirle, señor Enchi -dije-. Es usted muy joven. Cuando nos conocimos el señor Kuroda y yo, debía ser usted un niño. Le rogaría que no sacara conclusiones precipitadas si no conoce todos los detalles.
– ¿Todos los detalles? -dijo volviéndose hacia mí-. Discúlpeme, pero ¿acaso está usted enterado de todos los detalles? ¿Acaso sabe lo que sufrió el señor Kuroda?
– Las cosas son más complicadas de lo que parecen, señor Enchi. Los jóvenes de su generación lo ven todo de un modo muy simple. En cualquier caso, en estos momentos no tiene sentido que nos pongamos a discutir. Si no tiene usted inconveniente, esperaré al señor Kuroda.
– Casi me atrevería a recomendarle que no se demore más tiempo. Informaré al señor Kuroda de que ha estado usted aquí. -Hasta ese momento, el joven había conseguido mantener un tono cordial, pero de pronto pareció perder la paciencia-. Francamente, señor, me asombra su descaro. Presentarse aquí como si fuera su mejor amigo.
– Soy un amigo. Y es más, si me permite usted le diré que es el señor Kuroda quien tiene que decidir si desea o no recibirme.
– Ya conozco muy bien al señor Kuroda, y mí opinión es que lo mejor es que se vaya usted. El señor Kuroda no querrá verlo.
Suspiré y me puse de pie. El joven estaba mirando otra vez por la ventana, pero en el momento que me disponía a coger el sombrero del perchero, se volvió de nuevo hacia mí.
– Todos los detalles, señor Ono -dijo con un tono extrañamente sereno-. Evidentemente, es usted quien ignora todos los detalles. Si no, ¿cómo se habría atrevido a presentarse aquí de este modo? Por ejemplo, supongo que no sabe usted lo del hombro del señor Kuroda. Le dolía muchísimo, pero, casualmente, a los carceleros se les olvidó dar parte de las lesiones y, hasta que no acabó la guerra, no recibió tratamiento alguno. Sin embargo, sí se acordaban muy bien cuando se trataba de darle otra paliza. Traidor. Eso es lo que le. decían. Traidor. Día tras día y minuto tras minuto. Menos mal que ya sabemos quiénes eran los verdaderos traidores.
Acabé de atarme los zapatos y me encaminé hacia la puerta.
– Señor Enchi, es usted demasiado joven para comprender el mundo en que vivimos y todas sus complejidades.
– Ahora ya sabemos quiénes eran los verdaderos traidores, y muchos de ellos andan por ahí sueltos,
– ¿Le dirá usted al señor Kuroda que he estado aquí? Quizá tenga la amabilidad de escribirme. Que tenga usted un buen día, señor Enchi.
Como es natural, no dejé que las palabras del joven me trastornaran, pero, teniendo en cuenta la boda de Noriko, me inquietaba la posibilidad de que Kuroda me recordase con tanto rencor como Enchi había dejado entrever. De todas formas, mi deber como padre era insistir en el asunto por desagradable que me resultase, y aquella misma tarde, al volver a casa, le escribí una carta a Kuroda manifestándole mi deseo de volver a verlo y subrayando que era por un asunto muy importante y delicado que tenía que tratar con él. El tono de mi carta era amistoso y conciliador, por eso la fría y ofensiva respuesta que recibí me decepcionó. «No tengo motivos para pensar que una cita con usted pueda dar algún fruto -escribía mi antiguo alumno-. Le agradezco la amabilidad de venir a verme el otro día, pero no se moleste en aparecer de nuevo.»
Confieso que este episodio ensombreció mi estado de ánimo y realmente echó por tierra mis optimistas perspectivas en lo referente a Noriko, y aunque, como he dicho, le oculté mis tentativas de ver a Kuroda, no hay duda de que mi hija percibió que las cosas no se habían resuelto satisfactoriamente y se fue poniendo cada vez más nerviosa.
El día del miai mi hija parecía tan tensa que empecé a preocuparme por la impresión que produciría a los Saito esa noche, sobre todo porque los Saito estaban dispuestos a mostrarse tranquilos y relajados. A última hora de la tarde pensé que sería prudente intentar animarla de algún modo, y ésa era mi intención cuando, al verla pasar por el salón donde me encontraba leyendo, le dije:
– Noriko, es sorprendente que puedas pasarte el día entero sin hacer nada más que acicalarte. Se diría que es hoy el día de la boda.
– Se ríe de mí cuando ni siquiera está usted arreglado. Muy propio -me soltó.
– Yo necesito muy poco tiempo para arreglarme -dije riéndome-. Es realmente asombroso que puedas pasarte así todo el día.
– Usted, claro, es demasiado orgulloso para arreglarse como es debido.
La miré sorprendido.
– ¿Qué quieres decir con «demasiado orgulloso»? ¿Qué insinúas?
Mi hija se alejó un poco mientras se retocaba el peinado.
– Si prefiere usted mostrarse indiferente ante algo tan banal como es mi futuro, lo comprendo. Además, todavía no ha terminado de leer el periódico.
– Ahora no cambies de tema. Estabas diciendo algo así como que yo era «demasiado orgulloso». ¿Por qué no sigues?
– Lo único que espero es que esté presentable cuando llegue el momento.
Y tras pronunciar esta frase, salió de la habitación.
En ese momento, como en otros muchos durante aquellos días difíciles, no pude evitar pensar en la gran diferencia que había entre la postura de Noriko ese año y la actitud que había mostrado el año anterior, cuando las conversaciones con los Miyake. Entonces había hecho gala de una tranquilidad que rayaba en la autosuficiencia, pero claro, a Jiro Miyake ya lo conocía, y me atrevería a decir que los dos estaban seguros de que se iban a casar y habían considerado las conversaciones entre las dos familias como una simple e incómoda formalidad. El disgusto que tuvo después fue muy desagradable, de eso no hay duda, pero las insinuaciones que había hecho aquella tarde eran a mi juicio innecesarias. De cualquier forma, la discusión no favoreció en absoluto nuestra disposición de ánimo para afrontar el miai, y es muy probable que desencadenara los acontecimientos que tendrían lugar aquella noche en el Kasuga Park
Durante muchos años, el Kasuga Park había sido considerado el más agradable de los hoteles de estilo occidental de la ciudad. Actualmente, en cambio, la dirección se ha dedicado a decorar las habitaciones de un modo un tanto vulgar con el fin, sin duda, de impresionar a los clientes americanos, para quienes el lugar tiene fama por su encanto «japonés». A pesar de todo, la habitación que había reservado el señor Kyo era bastante acogedora. Por los ventanales se veía la ladera oeste de la colina de Kasuga, así como las lejanas luces de la ciudad. Por lo demás, lo que predominaba en la habitación era una gran mesa circular, con sillas de respaldo elevado, y un cuadro que había en una de las paredes y que inmediatamente atribuí a Matsumoto, a quien había conocido muy superficialmente antes de la guerra.