– Lo cierto es que la situación ha llegado a tal extremo que nuestros jefes le llaman ahora «el Tortuga», y hace poco, en una reunión, el señor Hayasaka, del modo más respetuoso, anunció textualmente: «Ahora vamos a escuchar el informe del Tortuga y después haremos una pausa para comer.»

– ¿De verdad? -exclamé sorprendido-. Qué curioso. Yo tuve un colega a quien también le pusimos ese apodo, y por el mismo motivo.

A Taro no pareció sorprenderle en absoluto la coincidencia. Se limitó a hacer un cortés gesto de asentimiento y comentó:

– Recuerdo que en el colegio también tenía un compañero a quien llamábamos «el Tortuga». En realidad, creo que igual que todo grupo tiene su líder, también tiene su «Tortuga».

Taro volvió a su anécdota. Ahora que lo pienso, supongo que mi yerno tenía razón. La mayoría de los grupos tiene, por así decir, a su «Tortuga» aunque el nombre en sí no se utilice siempre. Entre mis discípulos, por ejemplo, era Shintaro el que desempeñaba ese papel, y no es que esté poniendo en duda su capacidad, es sólo que entre gente como Kuroda su talento parecía en cierto modo quedarse corto.

Creo que en general no siento ninguna admiración por los «Tortugas» que en el mundo existen. Su perseverancia y su firmeza, así como su capacidad de supervivencia, podrán ser cualidades apreciables, pero no así su falta de franqueza y la desconfianza que despiertan. Al final se termina por despreciarlos, ya que nunca los vemos arriesgarse por nada, ni en nombre de la ambición ni en pro de unos principios en los que supuestamente creen. Es gente que nunca será víctima de una derrota heroica como la que sufrió Akira Sugimura a causa del parque de Kawabe; por esa razón, aunque como profesores o en cualquier otro cargo lleguen a ganarse un mínimo de respeto, nunca conseguirán salir de la mediocridad.

Cierto es que durante los años que pasé con el Tortuga en casa de Mori-san sentí por él verdadero afecto, pero creo que nunca lo respeté como a un igual. Tal vez fuera por la naturaleza de nuestra amistad, forjada primero en el taller del maestro Takeda cuando vivía acosado por todo el mundo y luego durante nuestros primeros tiempos en la villa, donde también tuvo muchas dificultades. De cualquier modo se había formado la idea de que eternamente estaría en deuda conmigo por el «apoyo» que yo le había dado. Mucho después de haber captado el estilo con el que debía pintar, librándose del rechazo de los demás, y mucho después de haberse ganado la estima de sus compañeros por su carácter amable y servicial, aún seguía diciéndome cosas como:

– Le estoy tan agradecido, Ono-san. Gracias a usted ahora me tratan bien.

Es verdad que, en cierto modo, el Tortuga estaba en deuda conmigo; es evidente que de no haber sido por mí nunca se habría planteado dejar al maestro Takeda y convertirse en discípulo de Mori-san. Desde un principio se había mostrado muy reacio a dar un paso tan arriesgado, pero, una vez dado, nunca puso en duda que había sido un acierto. Durante mucho tiempo, al menos durante los dos primeros años, el Tortuga veneró a Mori-san de tal modo que, de hecho, no recuerdo haberle oído mantener con nuestro profesor una conversación normal, sólo balbuceaba: «Sí, Sensei» o «No, Sensei».

Durante todos esos años, el Tortuga siguió pintando tan despacio como siempre, pero ya nadie se lo reprochaba. En realidad, había otros tan lentos como él, y no tenían ningún reparo en burlarse de los que trabajábamos deprisa. Recuerdo que nos motejaron «los maquinistas». Comparaban nuestro ímpetu y frenesí en el trabajo, una vez que se nos ocurría algo, con la actitud de un maquinista que no cesa de alimentar la caldera para que el vapor no se apague. Como contrapartida, nosotros les llamábamos «los retraídos». Al principio, en la casa llamábamos «retraídos» a los que tenían la costumbre de echarse hacia atrás a cada instante, con la sala llena de caballetes de gente trabajando, para ver bien el lienzo. El resultado era que continuamente tropezaban con los colegas de detrás. Como es natural, era injusto llamar así a un artista y, sobre todo, calificarlo de insociable sólo porque se tomase su obra con calma, echándose atrás, como decíamos metafóricamente. Era un apodo muy provocativo, sí, pero también era por eso, precisamente, por lo que nos divertía emplearlo. Gastábamos muchas bromas con lo de «maquinistas» y «retraídos».

La verdad es que a cualquiera de nosotros se nos podía acusar, en un momento dado, de «retraídos». Por eso, en la medida de lo posible, evitábamos ponernos juntos cuando trabajábamos. En verano muchos de mis colegas se instalaban bien separados unos de otros por las terrazas, e incluso en el patio; en cambio otros se apropiaban de varias salas para poder ir cambiando de una a otra según la luz. El Tortuga y yo preferíamos instalar nuestros caballetes en la antigua cocina, un gran anexo de la casa a modo de almacén, que había detrás de una de las alas.

El suelo era de tierra batida, pero al fondo había un estrado, lo bastante ancho para dos caballetes. Las vigas del techo estaban a poca altura y tenían unos ganchos -de donde antes se colgaban las cazuelas y otros utensilios de cocina- que, junto a las repisas de mimbre de las paredes, nos eran muy útiles para guardar nuestras brochas, trapos, pinturas, etcétera. Y me acuerdo de que el Tortuga y yo colgábamos también, más o menos a nuestra altura, un cubo, ya viejo y ennegrecido, que llenábamos de agua cuando pintábamos.

Una de aquellas tardes en que pintábamos en la cocina, el Tortuga me dijo:

– Ono-san, tengo mucha curiosidad por su último cuadro. Debe de ser algo muy especial.

Yo sonreí sin apartar la mirada de mi obra.

– ¿Por qué dices eso? Sólo estoy haciendo un experimento, nada más.

– Como hace tiempo que lo veo trabajar con mucho ímpetu… Además ha solicitado el régimen de reserva. Hacía dos años que no lo solicitaba, desde que trabajó en su Danza del león, cuando expuso por primera vez.

Les diré que, de vez en cuando, si uno de nosotros consideraba que los comentarios de los demás podían dificultar el desarrollo de una obra, solicitaba «el régimen de reserva» para trabajar; así, todo el mundo sabía que no se podía mirar dicha obra hasta que el propio autor retirase su solicitud. Era una norma muy sensata ya que, viviendo y trabajando tan cerca unos de otros, el «régimen de reserva» nos permitía hacer experimentos sin miedo a quedar en ridículo.

– ¿Tanto se me nota? Yo pensaba que estaba disimulando mi entusiasmo bastante bien.

– Por lo visto se olvida que llevamos pintando juntos casi ocho años. Sí, sí. Le digo que debe de estar trabajando en algo muy especial.

– Ocho años -apunté-. Creo que tienes razón.

– Sí, Ono-san. Y para mí es un privilegio trabajar con alguien de su talento. A veces resulta humillante, pero, aun así, es un gran privilegio.

– Exageras -le dije sonriendo, y seguí pintando.

– No, no exagero. Creo que sin la inspiración constante que me ha producido ver cómo sus obras iban apareciendo ante mis ojos, durante todos estos años no habría progresado como he progresado. Sin duda habrá usted notado la influencia de su magnífica Muchacha al atardecer en mi Muchacha de otoño, una obra tan modesta. Fue uno de mis intentos de emular su genio, Ono-san. Un pobre intento, lo sé, pero Mori-san tuvo la bondad de elogiarlo y decir que, para mí, era un gran paso.

– Me pregunto -dejé a un lado el pincel y me quedé mirando mi obra- si este cuadro también te inspirará algo.

Seguí contemplando el cuadro a medio acabar y, acto seguido, miré a mi amigo, que estaba al otro lado del cubo con agua. El Tortuga, con la felicidad de estar pintando, no se percató de que lo miraba. Desde los días en que lo conocí con el maestro Takeda, había engordado unos cuantos kilos, y su mirada tensa y temerosa de aquella época había dejado paso a una sensación de gozo infantil. Recuerdo que alguien de la casa lo había comparado a un perrito al que se le acabase de hacer mimos, y la verdad es que la descripción convenía perfectamente a la imagen de aquella tarde en la cocina, mientras lo observaba pintar.

– Dime, Tortuga -le dije-, en estos momentos estás satisfecho con tu obra, ¿no?

– Muy satisfecho, gracias, Ono-san -respondió inmediatamente y, levantando la mirada, añadió con una sonrisa-: Por supuesto, aún me falta mucho para estar a su altura.

Volvió a clavar su mirada en el cuadro y yo seguí observándolo. Al cabo de un rato le pregunté:

– ¿Nunca has pensado en… en hacer otras cosas?

– ¿Otras cosas? -dijo sin levantar la mirada.

– Dime, ¿no te gustaría un día pintar cosas realmente importantes? No me refiero a obras que admiremos y elogiemos aquí entre nosotros. Me refiero a obras verdaderamente importantes. Obras que aporten algo a nuestro pueblo, a nuestra nación. Cuando digo otra cosa, me refiero a eso.

Mientras hablaba lo observaba atentamente, pero el Tortuga no dejó de pintar.

– Para serle sincero, Ono-san -dijo-, en posición tan humilde como la mía, siempre se intentan otras cosas. Pero desde hace un año, más o menos, creo que he empezado a descubrir el buen camino. Sabe, he notado que Mori-san se fija cada vez más en mi obra. Sé que está satisfecho conmigo. Dentro de un tiempo, quizá hasta pueda exponer con Mori-san y usted, ¿quién sabe? -Al final me miró y se rió muy nervioso-. Discúlpeme, lo que digo es para darme ánimos a mí mismo.

Decidí dejar el tema e intentar hablar en confianza con mi amigo cualquier otro día, pero los acontecimientos se adelantaron.

Ocurrió justo unos días después de la conversación que les he relatado. Una mañana de sol entré en la cocina y me encontré con que el Tortuga ya estaba subido al estrado del fondo, mirándome fijamente. Después de la claridad que había afuera, mis ojos necesitaron unos minutos para adaptarse a las sombras, sin embargo, noté en los suyos una expresión de temor, casi de pánico. Como si yo fuera a atacarlo, levantó torpemente un brazo a la altura del pecho y volvió a dejarlo caer. No había instalado siquiera el caballete ni se le vela preparado para trabajar. Le saludé y no respondió. Me acerqué algo más y le pregunté:

– ¿Ocurre algo?

– Ono-san… -dijo en voz baja, y se calló. Al subir yo al estrado, miró molesto a su izquierda. Tenía puesta su mirada en mi cuadro, aún sin acabar, cubierto con una tela y apoyado contra la pared. El Tortuga, muy nervioso, lo señaló y dijo:

– ¿Se trata de una broma?

– No, Tortuga -le dije subiendo al estrado-. No es ninguna broma.