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Dos días después de su llegada al palmeral, Hadji Ali fue a sentarse junto a Jean-Baptiste, y como prueba de amistad se ofreció a preparar el té. Después de una hora larga de hablar para no decir nada, el camellero pidió al médico que entrara un minuto con él en la choza de paja.

– Mira esto -dijo el mercader en cuanto estuvieron dentro.

El hombre se alzó una de las mangas de su amplia túnica y le mostró un brazo, un hombro y la parte superior de la espalda ulcerados a consecuencia de unas pústulas de un aspecto repugnante.

– ¿Cuánto tiempo hace que estás enfermo? -preguntó Poncet.

– Tres años más o menos. El mal aparece y desaparece de repente.

– ¿Te rascas?

– Constantemente, de día y de noche. Qué el Profeta me guarde, porque en cuanto retira los ojos de mí, me desollo vivo.

Poncet le indicó que se vistiera. Salieron de nuevo, y Hadji Ali volvió a plantarse junto a la tetera. El médico fue hacia los bultos que habían apilado a la entrada de la choza y trajo consigo un frasco con un tapón de corcho.

– Úntate esto en las zonas afectadas por la mañana y por la noche, y dentro de tres días ya hablaremos.

Hadji Ali le besó las manos, tomó el frasco con precaución y salió de allí con la idea de combinar lo útil con lo agradable y dejar que su almea le aplicara el ungüento.

Brevedent, que había presenciado de lejos la escena, se sentó junto a Jean-Baptiste. Al parecer, el jesuita se había repuesto de las penurias de los días anteriores, pero aun así seguía siendo tan desconfiado y temeroso como siempre.-¿Por qué habrá esperado tanto tiempo? Podría haberle mostrado su enfermedad antes de partir -dijo mirando de reojo al camellero, que se alejaba.

– Mejor que no. Imagínese por un instante que mi ciencia se hubiera revelado inoperante antes de abandonar El Cairo. El viaje se habría anulado, simple y llanamente, porque habrían deducido que tampoco podría curar al Negus. Ahora le hemos pagado a Hadji Ali, así que estamos en sus manos. Y si tiene que deshacerse de nosotros, se las ingeniará para sacar el mayor provecho posible.

Se quedaron en silencio y Jean-Baptiste adivinó que el pobre jesuíta estaba más sumido que nunca en sombríos pensamientos.

La verdad es que el padre De Brévedent tenía poca confianza en las facultades médicas de Jean-Baptiste, sobre todo porque había tenido ocasión de comprobar sus frágiles conocimientos de farmacopea en el transcurso de sus salidas científicas. En varias ocasiones incluso había demostrado que sabía más que Jean-Baptiste, pero éste había aceptado sus comentarios sin inmutarse. «La botánica no es la medicina -había dicho-. Lo esencial es esa especie de entusiasmo e intuición que ayuda al buen entendimiento entre los seres y que permite encontrar la absoluta concordancia entre un hombre que sufre y la planta que le puede aliviar.»

Para Brévedent, aquel galimatías no era nada más que magia. Y tenía grandes dudas a propósito del efecto que producirían tales quimeras en el cuerpo de Hadji Ah hoy, y en el del Negus mañana. Pero era demasiado tarde para volver atrás; para bien o para mal, la suerte del jesuita estaba ligada a tan curioso herborista.

Para cambiar de tema y distender los ánimos, Jean-Baptiste llamó la atención sobre el nombre del oasis, El Vah.

– Creo que es una deformación de El Haweh, «aire». Habrán escogido ese nombre por el ambiente fresco que reina aquí y por ese vientecillo que agita las palmeras constantemente.

Brcvedent, por su parte se decantaba más bien por Halaoué, «dulzura». Como no se ponían de acuerdo, resolvieron que un nativo zanjara la discusión filológica. El primero que se cruzó con ellos fue un anciano que arreaba dos borricos cargados de dátiles, azuzándolos con una vara.

Los árabes aman su lengua, de manera que nadie se negaba a platicar sobre una palabra. El anciano, que tenía el rostro más arrugado que una momia, escuchó los razonamientos de los dos viajeros entre risas, y cuando hubieron expuesto sumariamente sus hipótesis, le pinchó en el pecho a Brevedent con su vara de madera, como si se tratara de un florete y sentenció: -¡No!

Y con Poncet hizo lo propio.

– El Vah -dijo, pronunciando la palabra correctamente mientras los animaba a seguirle.

Atravesaron un claro, bordearon un campo de coloquíntidas, con el anciano delante, Jean-Baptiste detrás, luego Brevedent, y finalmente los dos asnos. Por fin llegaron a un sotobosque poblado de zarzas de un verde oscuro. El viejo las señaló con la vara, y repitió tres veces:

– ¡El Vah!

La planta era una especie de acebo, con hojas brillantes, poco espinosas y de un color verde oscuro.

– La zarza de Moisés -dijo el viejo-. ¡El Vah!

Y señaló la planta.

– El bastón de Kahled lbn El Waalid es El Vah.

– ¿Quién es Kahled lbn El Waalid? -preguntó Brevedent con humildad.

El viejo frunció el ceño ante una pregunta que evidenciaba tamaña ignorancia.

– ¡El gran general -dijo-, el exterminador de los cristianos!

– ¿Es verdad eso? -preguntó el jesuíta aturdido.

– Antes el agua de aquí era amarga. Khaled lbn El Waalid golpeó los manantiales con su bastón, y desde entonces el agua se volvió pura. ¡El Vah!

Los dos hombres agradecieron al viejo sus explicaciones y regresaron en silencio.

– Y dígame -preguntó el padre De Brédevent, que veía a su compañero ensimismado en sus pensamientos-, ¿qué prodigiosas analogías le sugiere esta planta?

Jean-Baptiste hizo un gesto vago, y al llegar al campamento continuó paseando solo por el oasis.

Había reparado en que aquella zarza era igual a la que crecía alejada y solitaria en el jardín del consulado, y se acordó de que se disponía a cortar un vastago cuando apareció Alix. Y este recuerdo le sumió en una dulce ensoñación,

Hacía ya dos semanas que Alix iba cada día a casa de los boticarios, y aquello se había convertido en una agradable costumbre. El padre Gaboriau se dormía en el diván después de tomar su brebaje, mientras la muchacha subía a hablar con los pájaros y las plantas. Como había presentido Jean-Baptiste, Alix había descubierto por instinto qué necesitaba cada una, alentaba a las más pequeñas, y de vez en cuando frenaba a golpe de tijera de podar el ímpetu de conquista de las más grandes. También tenía tiempo para hojear los libros, y tocar temerosamente las empuñaduras de los floretes que colgaban de la pared. Incluso tuvo la audacia de estirarse en la hamaca. Todo aquel decorado rezumaba ausencia. Según fuera su estado de ánimo, veía a Jean-Baptiste en todos los lugares donde había dejado su impronta, o faltaba en todas partes, como una cabeza separada del cuerpo que lo ha dejado sin vida.

Tuvieron que pasar dos semanas para que, una vez familiarizada con la casa, osara avcnturarse a la terraza que daba al patio interior. Aunque todas las persianas estaban cerradas, siempre podía haber alguien que observara detrás de una de las ventanas y temía que las habladurías llegasen hasta su padre.

Las primeras veces sólo salió unos minutos. Detrás de las ventanas por donde podría ser vista no había rastro de vida, así que se armó de valor, llevó una silla y terminó pasando al aire libre la mitad de las mañanas.

Quince días después de la partida de la caravana, Alix oyó un ruidito detrás de un postigo. La muchacha se estremeció y se quedó paralizada. No obstante consideró que lo más conveniente era aparentar que no estaba asustada y no salir huyendo, como si estuviera haciendo algo malo. Al final volvieron a oírse unos arañazos procedentes de la ventana más próxima, situada a menos de un metro de la terraza. De repente se abrieron los dos postigos de golpe y apareció la silueta de una mujer en la ventana. Se llevó un dedo a los labios para que Alix no gritara, pues era evidente que la muchacha se había llevado un buen susto y que en cualquier momento se podía poner a pedir auxilio. Alix se tranquilizó, y las dos mujeres se miraron en silencio. La persona que acababa de abrir la ventana tenía la apariencia de una mujer madura; al verla, la joven se imaginó que habría acariciado ciertos ribazos de la vida que a su edad parecían imposibles de alcanzar. Todo esto para decir, simplemente, que tenía más de cuarenta años. Sus bellos rasgos de campesina resaltaban en un rostro redondo, iluminado por unos ojos sonrientes y cómplices que miraban siempre de frente para expresar a los amigos la sinceridad, y a los otros el coraje y el orgullo de los pobres. Llevaba un vestido sencillo de sirvienta, de tela marrón, del que rebosaban, como frutos de un cesto demasiado lleno, sus brazos redondeados, sus hombros fuertes y una garganta firme que terminaba escindiéndose en un surco profundo.

– ¡Amiga! ¡Amiga! -musitaba agitando una mano, y con la otra todavía en los labios.

Cuando vio que Alix se había tranquilizado, le dijo en voz baja:

– Mire a ver si el cura sigue durmiendo.

La joven asintió.

«¿Cómo sabe que hay un cura?», pensó mientras bajaba con cuidado la escalera.

El padre Gaboriau roncaba plácidamente, así que volvió a la terraza y le hizo una señal afirmativa.

– Voy a bajar -dijo la mujer con segundad.

La joven no se atrevió a contradecirla. Entonces vio que aquella robusta mujer pasaba ágilmente una pierna por el alféizar antes de saltar por la ventana con una gracia felina. Pese a sus sandalias planas era más alta que Alix. Se alisó el vestido dando dos golpes secos con la palma de la mano y se acercó a la joven. Le sujetó las manos con amistosa firmeza y alzó ligeramente los brazos.

– Realmente es usted muy bella -dijo la mujer.

Alix se puso colorada.

– Más bella aún de lo que él había dicho -agregó la mujer.

Su rostro desprendía una ternura inexplicable y reconfortante, que probablemente emanaba de su buen humor, de su sonrisa, y de las arrugas que se advertían alrededor de los ojos y de la boca; las huellas de lágrimas y de sufrimientos añadían, a la simple alegría, la seriedad de quien es capaz de asumir grandes empresas.

– ¿Quien es ése? -preguntó Alix.

– Juremi, por supuesto -dijo la mujer riendo.

La señorita De Maillet no pudo reprimir un ademán de pesar.

– Porque me lo ha dicho él -añadió la desconocida con una mirada enigmática.

La mujer tomó a Alix de la mano y la condujo hasta la silla para que se sentara, mientras ella se apoyaba en la baranda.

– Hace quince días que la observo. Sé todo de usted, su nombre, y también quién es el hombre de sus sueños. Esto es demasiado injusto. Yo también debo decirle algo. Me llamo Françoise y vivo en esa casa de donde acabo de salir. Cuando los droguistas estaban aún aquí, venía cada día a prepararles la comida. Eso es todo. ¿Está más tranquila ahora?