– E lamentable, realmente lamentable -dijo el hermano Pasquale, sacudiendo la cabeza-. ¡Due occasioni perduti en apenas cuatro días! Due de nuestros hermanos debían partiré con un mercader arabo que iba a buscar un médico per el Negus. Ma el hombre ha desaparecido.

– ¡No es posible! -exclamó el cónsul, sudando a mares-. Comprendo que esté disgustado.

El diplomático agregó algunas frases de condolencia, pero el capuchino no era hombre pródigo en palabras vanas, y cuando comprendió que no le sacaría nada más, se despidió con brusquedad del cónsul y se fue.

La vida estaba llena de coincidencias. El hermano Pasquale lo sabía y conocía demasiado bien Oriente para intentar desenmarañar todas las incógnitas de la existencia. Aun así, le parecía que habían enviado la misión demasiado deprisa y que el cónsul estaba demasiado nervioso para ser honesto. Con estos pensamientos desapareció en la ciudad árabe para proseguir con su investigación.En cuanto el capuchino salió del consulado, el señor De Maillet se desprendió de la peluca bajo la que traspiraba horriblemente. Se volvió hacia el señor Macé y, antes de haber tenido tiempo para dar rienda suelta a su perorata, vio a su secretario caer de rodillas contra el entarimado con un ruido de nuez partida. Nunca se imploraba en vano el perdón, de manera que el señor De Maillet decidió ser benévolo y retenerle el sueldo durante dos meses como única sanción.

La gran caravana llegó por fin a Manfalout. Apareció con las primeras horas del alba, cuando la ciudad estaba todavía adormecida. La víspera por la noche, la gran plaza del mercado sólo era un descampado desierto de arena gris por donde merodeaban algunos perros flacos. Pero a la mañana siguiente ya estaba repleta de camellos arrodillados, fardos sujetos con cuerdas y telas extendidas sobre estacas de madera a modo de refugios. Una multitud de hombres avanzaba a gritos, todos ellos ataviados con túnicas azules y un turbante en la cabeza o suelto sobre los hombros como un chai. Las teteras de latón se calentaban en fuegos de leña. Una espesa humareda azulada que producía la carne de cordero puesta a asar sobre las ascuas se extendía por todo el campamento.

Hadji Ali conocía bien al jefe de la caravana, un tal Hassan El Bilbessi, y esta circunstancia le permitió hacer enseguida algunos negocios. Intercambió sus cinco mulas por dos camellos, primero porque eran más baratos que en El Cairo, y segundo porque con ellos sería más fácil internarse en los desiertos. Desgraciadamente, los dos animales que acababa de adquirir, a duras penas podían soportar la carga de las mulas. A resultas de esto, Hadji Ali anunció con una sonrisa malvada que Joseph no tendría montura y que debería caminar junto a las bestias, como los esclavos nubios, con la diferencia de que éstos estaban acostumbrados a caminar por la arena.

El padre De Brévedent acogió esta última humillación sin rechistar, e incluso convenció a su compañero para que no protestara, argumentando que no debían despertar sospechas.

Jean-Baptiste empezaba a pensar que el jesuita se complacía excesivamente en la sumisión. Por lo demás, ahora ya no simpatizaba tanto con él como días atrás. Era demasiado palpable que el religioso guardaba las formas por educación, simplemente. Brévedent se mostraba prudente en todo momento, y aunque parecía complacido cuando paseaba con Jcan-Baptiste, éste pronto se dio cuenta de que prefería eludir tales salidas. Su único deseo auténtico era esconderse detrás de un seto de chumberas para rezar y practicar los ejercicios espirituales que alimentaban su fe. Un breve diálogo fue suficiente para medir sus diferencias abismales.

Cuando Jean-Baptiste le preguntó acerca de su vocación, el supuesto Joseph respondió con un aplomo ingenuo:

– Es muy sencillo. Nací en el seno de una familia acomodada, de alcurnia. Y todo me ha resultado fácil; sólo he tenido que aprender aquello que me enseñaban. Asumí el proyecto de la creación sin esfuerzo, a través de ese lenguaje que se llama ciencia. Dios me ha colmado con las gracias de su Providencia. Él me ha dado todo, y yo sólo he querido devolvérselo.

– Pues mi caso es completamente diferente -dijo Jean-Baptiste-. Yo nací sin familia y muy pobre. A los seis años me pusieron al servicio de un boticario. Su hija, por capricho, me enseñó el alfabeto como quien enseña cabriolas a un perro, para reírse. Ésa es toda mí educación. El resto lo he aprendido por mi cuenta, como he podido. En el fondo, si sigo su razonamiento debería de decir que Dios no me ha dado nada y que yo he abandonado…

El jesuíta lo miró aterrorizado con la expresión del niño que, al descubrir la falta de un compañero de clase, teme sufrir el mismo castigo. Estaba claro que si no consideraba al médico como el diablo en persona, a buen seguro que lo imaginaba como uno de sus servidores. Probablemente siempre habría tenido este prejuicio, fundamentado sin duda en las piadosas advertencias del padre Versau y del cónsul. Aquel día, Jean-Baptiste comprendió por primera vez que estaba solo. De repente añoró vivamente la amistad del maestro Juremi, su pasión por la verdad, que lo alejaba de toda hiprocresía, su generosidad y su peculiar sentido del humor.

Al cabo de dos días la caravana abandonó nuevamente Manfalout. Estaba formada por unas ciento cincuenta bestias, y se alineaba en una larga y lenta procesión, en la que Hadji Ali, Poncet y Joseph ocupaban prácticamente el centro. Avanzaron dos leguas hacia Oriente y se detuvieron en la población de Alcántara. Por un puente de piedra cruzaron un estrecho curso de agua, que supusieron un ramal del Nilo. La noche siguiente acamparon en el desierto, cerca de unas ruinas monumentales que representaban las piernas y los pies de un faraón sentado, sin cabeza ni busto a consecuencia de la erosión.Gracias a la benevolencia del jefe de la caravana, Hadji Ali y Poncet pudieron acomodarse en dos de los mejores lugares, entre los dedos del pie del coloso, allí donde los inmensos bloques de piedra formaban una suerte de grutas que los protegerían del frío nocturno.

Joseph preparaba la cena para sus amos. Poncet, que había ido a hacerle compañía junto al fuego mientras el hombre removía la sopa, advirtió enseguida que estaba más nervioso que de costumbre.

– He estado con los camelleros hace un rato -dijo el jesuita- y he escuchado su conversación.

– Y bien, ¿qué decían?

– Que hay otro franco en la caravana.

– Nada más normal -respondió Poncet sin inmutarse-, los mercaderes van con regularidad al Alto Egipto y a Nubia…

La forma de ser del jesuita empezaba a sacarle de quicio. Le irritaba tanto aquella actitud de presunto testigo, su inquietud constante y su seriedad que en ocasiones tenía que controlarse para no propinarle un puntapié.

– Imagínese que está solo en medio de una caravana de esta envergadura -gimió el padre De Brévedent- y que usted supiera, porque todo el mundo lo sabe, que hay otros tres cristianos. ¿No iría a verlos lo antes posible?

– Entre los aventureros de Oriente hay quienes prefieren pasar desapercibidos ante sus semejantes -dijo Jean-Baptiste, a punto de perder la paciencia.

– Entonces vayamos en busca de ese hombre. Es el mejor medio de saber si huye de nosotros y lo que esconde.

Jean-Baptiste acabó cediendo por cansancio y porque la inquietud de aquel cura era contagiosa. Y aceptó ir a dar una vuelta por el campamento. Joseph confió la cuchara a un nubio, no sin antes recomendarle que tuviera cuidado de que no se derramara la sopa. Dado que pronto anochecería y que la caravana era muy larga decidieron separarse, de manera que el jesuita se fue por un lado del coloso de piedra y Poncet por el otro. El día declinaba rápidamente. El sol rojizo desaparecía por el horizonte del desierto, y la luz rasante que difractaba el polvo del terreno difuminaba las siluetas, en una bruma borrosa. Antes de que se hiciera de noche, los dos hombres, cada uno por su lado, habían inspeccionado todos los grupos que habían podido aunque sin descubrir a nadie que tuviera la apariencia de un franco, de modo que el jesuita no se quedó tranquilo. El padre Versau le había recomendado que tuviera cuidado con las intrigas de los capuchinos, y Brévedent veía su sombra detrás de este misterioso asunto del viajero inaprehensible.

Los días siguientes fueron muy duros pues recorrían un desierto pedregoso donde no había ni una gota de agua. Joseph daba pena de ver. Cada vez que hacían un alto, iba a pegar sus labios resecos al odre de piel de cabra que colgaba de la montura de Poncet. A los dos días estallaron sus sandalias de hebilla y se vio obligado a andar descalzo por el suelo abrasado por el sol. En una jornada, las plantas de sus pies se convirtieron en una sucesión interminable de ampollas sangrantes. Poncet abrió el cofre donde estaban dispuestos ordenadamente sus re-medios, y aplicó a aquel desgraciado un ungüento que secó las llagas de los pies y le alivió el dolor. Pero, al día siguiente, cuando llegó la hora de ponerse derecho, el jesuita palideció y estuvo a punto de desmayarse. Al verlo en aquel estado, Jean-Baptiste le propuso montar en su lugar toda la jornada, pero Joseph se negó en redondo y caminó todo el trayecto sin proferir una sola queja.

«A este hombre le apasiona obedecer -pensó Jean-Baptiste-. Seguramente no hay nada que le dé tanto miedo como la libertad.»

Afortunadamente, durante las horas siguientes aparecieron en el cielo algunas nubes; hacía menos calor y el suelo, en esta parte del desierto, estaba cubierto de un polvo fino que resultaba menos agresivo para los pies. Al atardecer, cuando hubieron acampado, Hadji Ali se presentó para anunciarles que sólo faltaba un día de marcha hasta el gran oasis donde se detendrían algunos días. Luego se marchó para compartir la "cena con el jefe de la caravana. Hassan El Bilbessi había mandado sacrificar a un camello herido, y en ese momento su carne fibrosa se estaba asando en un gran fuego.

La mañana siguiente fue también muy calurosa y Joseph aún siguió con sus padecimientos. Al caer la noche llegaron por fin al gran palmeral que los antiguos llamaban Oasis Parva y los árabes El Vah. Estaban en el punto más extremo de la ruta bajo la autoridad del pacha. Un pequeño archipiélago de palmeras comunicado por estrechos corredores vegetales sobresalía en una zona de pedruscos. El oasis era casi tan grande como una ciudad. Pequeños manantiales empapaban la tierra negra y alimentaban una hierba verde, alta y compacta. Algunas parcelas cultivadas estaban rodeadas por tapias de piedras planas. Aquí crecían plantas como la sena y la coloquíntida. Por los senderos del palmeral pasaban grupos de niños de tez oscura y silueta de polichinela que cargaban, entre risas, con calabazas deformes sobre la cabeza. Siguiendo con sus costumbres, Hadji Ali, que se alojaba en uno de los palmerales donde una indígena hospitalaria le contaba entre sus clientes más fieles, obtuvo para Poncet una cabaña de ramas de palmera trenzadas en la que había una cama. Los camellos abrevaron en un estanque; luego los ataron y los dejaron pastar. Jean-Baptiste cedió su cama a Joseph y tendió una hamaca entre las dos palmeras.