La señorita De Maillet también estuvo presente en la comida. Para llamar la atención, el padre Versau evocó minuciosamente la misión de Etiopía que había encomendado el Rey. En cambio el cónsul consideró aquella confidencia inútil y peligrosa y se hizo la promesa de hablar aquella misma noche con su hija para aclararle que el tema debía tratarse con suma discreción. El almuerzo estuvo muy animado. El padre Versau comentó las informaciones que se tenían sobre los emperadores abisinios, según los testimonios de los jesuitas que habían convertido a uno de ellos a comienzos de siglo. Reconstruyó el relato de la injusta expulsión de aquellos misioneros y de las grandes persecuciones que siguieron. Las damas estaban indignadas. A continuación recordó lospeligros de la misión que pronto iba a emprender viaje y habló de la crueldad del clima y de los hombres. La comida concluyó con una especie de estupor voluptuoso. El cónsul tuvo que reconocer que en muy pocas ocasiones la casa había conocido tanta animación y alegría, pese a la seriedad del asunto. Sólo se juzgó con cierto rigor a los dos jesuitas que estaban de visita. Al primero, De Brévedent, porque estuvo taciturno durante toda la comida, y al otro, más colorado que nunca, porque se había adormilado al tercer vaso.

Mientras retiraban la mesa, el lacayo anunció al señor Poncet. Las damas se retiraron y los hombres acordaron recibirlo en la sala de audiencia del consulado, bajo el retrato del Rey, con el café.

Poncet no se había tomado la molestia de cambiarse de ropa, y por encima de la camisa lucía una levita azul oscuro, demasiado corta y sin abotonar. Ni sombrero, ni puños de encaje, ni bastón; llevaba el pelo suelto, y sus rizos negros se agitaban al mover la cabeza; sus manos finas, con las puntas de los dedos verdosas, se paseaban por el aire en cuanto hablaba con un poco de entusiasmo. Saludó cortésmente al cónsul y a los tres curas, mirándolos a los ojos uno por uno. El padre Versau, sentado en un sillón situado prácticamente debajo del retrato del Rey, habló con gran majestad.

– Señor Jean-Baptiste Poncet -empezó a decir solemnemente-, ¿se halla en condiciones de anunciarnos oficialmente que está de acuerdo en personarse en la corte del Rey de Abisinia con el fin de llevarle un mensaje de Su Majestad Luis XIV?

El rostro de Poncet se iluminó con una gran sonrisa.

– ¡Señores míos, parece que tienen prisa! -dijo riendo-. Tengan en cuenta que estoy de pie, que he trabajado toda la mañana y que he venido andando por unas calles prácticamente solitarias, porque nadie osaría aventurarse a salir con este calor. Por lo demás, aquí veo café y galletas…

– Tiene usted razón -exclamó el cónsul, un poco aturdido con tanta premura-. Tome asiento. ¿Qué podemos servirle? Macé, por favor, una taza de café con azúcar para el señor Poncet.

Al cabo de un momento, el joven estuvo surtido de todo. Se bebió el café lentamente, desvió la conversación por otros derroteros para comentar el retrato del Rey y su restauración, y habló de los árboles que había visto al entrar en el jardín del consulado. Cuando sus interlocutores se hubieron apaciguado por completo y la charla se tornó más espontánea, retomó el asunto.-Así que desean enviarme a curar al Rey de Reyes… La idea es buena, excelente incluso. Cuanto más lo pienso, mayor es mi convencimiento de que realmente sólo un médico podría introducirse en ese país sin que le dieran muerte al instante. Pero… ¿por qué piensan que el Emperador necesita mis servicios?

– Lo sabemos de muy buena fuente -contestó el cónsul-. Él mismo ha mandado a una persona en busca del auxilio de un médico. El mensajero encargado de esa misión está en la ciudad y es el hombre que viajará con usted.

– ¡Esperemos que el Rey no haya muerto antes de mi llegada! En fin, ya veremos.

– En cualquier caso, hay que intentarlo -añadió el cónsul.

– Al asunto de salud -intervino el padre Versau, que adoptó un tono más familiar-, hay que añadir el mensaje que deberá llevarle de nuestra parte.

– ¿De qué se trata exactamente? -preguntó Jean-Baptiste.

– Ahí vamos -dijo el padre Versau, complacido por fin de ir al grano-. En primer lugar deberá ganarse la confianza del Emperador abisinio mediante los cuidados que vaya a prodigarle. Y después, incluso antes, tendrá que anunciarle solemnemente que usted es un mensajero de Su Alteza Luis XIV. Le dará a conocer que el Rey de Francia muestra un gran interés por el reino cristiano de Abisinia. Por otra parte, contamos con que le describirá detalladamente la grandeza sin par, el inmenso poder y la santidad del soberano francés. Se trata simplemente de estimular al Negus para que comprenda que la mayoría de los príncipes de Occidente han aceptado rendir homenaje al Rey de Francia y que, como Rey de Etiopía, también debe tratar de ser iluminado por esa gran luz y volverse hacia ella.

– Confío en alcanzar tan hermosas aspiraciones -dijo Poncet-. Pero ¿qué efecto práctico espera sacar de todo esto?

– Queremos que el Negus envíe, a cambio, una embajada a Versalles -respondió el padre Versau-. Tendrá que ser una embajada fastuosa. Nuestra idea es que la presida un hombre de confianza del Emperador y que lo acompañen varios representantes de las familias nobles y de su entorno. Por último, y esto es muy importante, sería muy conveniente que algunos abisinios jóvenes fueran a estudiar a París, al colegio Luis el Grande. Así manifestarían el reconocimiento que el mundo entero expresa a nuestra gloriosa lengua, nuestra cultura y nuestras ciencias.-¿Me dará una carta a este propósito? -preguntó Poncet.

– Una carta oficial y provista, como debe ser, de todos los sellos oportunos -intervino el cónsul.

– Pero es preciso que la guarde con sumo cuidado -puntualizó el padre Versau-, pues sólo deberá entregar el mensaje al Negus en persona.

– Me parece que he entendido bien -dijo Jean-Baptiste-. Ahora, si ustedes tienen a bien considerar las cosas desde mi punto de vista, diremos que esta misión es secundaria.

– ¿Secundaria? -exclamó el cónsul sorprendido.

– Sí, secundaria, pues estará de acuerdo conmigo en que mi trabajo es más importante que la diplomacia. Voy allí para curar al Emperador. Y eso es lo que debemos discutir.

– ¿Qué tenemos que discutir? -preguntó el cónsul-. Usted sólo tiene que decirnos sí o no, y eso es todo.

– Perdón, Excelencia -dijo Jean-Baptiste-, pero a mí me parece que hay muchos detalles pendientes. Y el primero de todos, ¿a cuánto ascenderán mis honorarios?

– ¡Sus honorarios! -protestó el padre Versau-. Pero señor, se trata de cumplir una voluntad del Rey. El honor…

– Cada uno busca aquello que no tiene -le interrumpió Poncet, tosiendo-. Y lo que a mí me falta es dinero.

El cónsul miró con estupefacción al padre Versau.

– ¿Cómo quiere que cure a los pobres -continuó Jean-Baptiste, que no parecía inmutarse por el largo silencio- si los ricos no me pagan?

– Señor -dijo al fin el padre Versau-, el Emperador quiere un médico, y él le pagará los honorarios. Nosotros sólo nos haremos cargo de los gastos del viaje.

– Me parece razonable -dijo Poncet, mordisqueando una galleta con sabor a canela-. Ya me las arreglaré con el Emperador respecto a los honorarios. Pero puntualicemos un poco más la cuestión de los gastos.

Durante la ardua conversación que tuvo lugar, el médico le arrancó al cónsul la promesa -de la que quedaría constancia por escrito- de pagar su equipamiento para el viaje, así como una indemnización por el trabajo que no podría llevar a cabo como consecuencia de su larga ausencia. Consiguió que le pagaran por adelantado el instrumental de medicina que se llevaría, con el pretexto de que podría sufrir daños o extraviarse, y además exigió ropas de abrigo y armas. A esto se añadió los aparejos de montar para la expedición, así como una determinada cantidad de dinero para contentar a todos los reyezuelos de las tierras por las que tendría que pasar.

El cónsul dio su consentimiento a todo, aunque estaba horrorizado por semejante dispendio, y decidió escribir aquel mismo día a su pariente, el señor De Pontchartrain, para endosarle los gastos.

– Bien, acepto -dijo finalmente Jean-Baptiste-. Iré a Abisima cuando ustedes quieran.

Todos los presentes experimentaron una reacción de alivio.

– Sólo un detalle -dijo el padre Versau, que se afanaba en que todo quedara atado y bien atado. Y señalando con el dedo a su colega, añadió-: El padre De Brévedent será su acompañante.

– ¡Un jesuíta en Abisinia! -exclamó Poncet-. Pero si hace cincuenta años que los emperadores los declararon sus enemigos… Padre, es un riesgo que nadie querría asumir.

– No es usted quien lo asume -dijo el padre Versau con firmeza-. Se trata de las órdenes del Rey. Y como bien dice usted, aquello ocurrió hace cincuenta años. Puede que las cosas hayan cambiado. De todas formas, tranquilícese, no estamos hablando de que el padre De Brédevent viaje como jesuita. Aquí, nadie conoce a este padre, es un simple viajero, y allí sólo será, digamos, su criado.

Poncet cruzó una breve mirada con el padre De Brevedent, que parecía como que le hubieran dado un mazazo.

– Vale por lo de criado, si él está de acuerdo -dijo Poncet.

Luego, volviéndose hacia el jesuita, agregó:

– Lo llamaremos… ¿Joseph? ¿Qué dice usted, padre?

De Brevedent miró al suelo.

– Ya que estamos organizando la expedición -dijo Jean-Baptis-te-, tengo un socio que me resulta indispensable. Si pudiera acompañarnos…

– ¡Un hugonote! -exclamo con virulencia el cónsul.

Al oír estas palabras, el padre Versau se levantó de su asiento.

– Señor, me parece que hemos satisfecho todas sus exigencias. No vaya más lejos. No podemos implicar a un emigrante en un asunto relacionado tan estrechamente con el Rey y nuestra Iglesia. Me parece que es bastante fácil de comprender. Así que no se hable más.

Poncet, que ni siquiera había informado al maestro Juremi sobre esta cuestión, no consideró provechoso librar esta batalla, perdida de antemano, y las cosas quedaron así.Antes de que el cónsul acompañara a Poncet hasta el vestíbulo, los compromisos se reiteraron con toda solemnidad. A su regreso se hizo palpable que todos estaban visiblemente satisfechos. El diplomático se unió a aquel concierto de acciones de gracia. Macé, siempre tan realista, hizo la siguiente observación con aire sombrío:

– Ahora sólo hay que convencer a Hadji Ali de que renuncie a viajar con los capuchinos.