4. El destierro del sabio

Contempladme, saciaros de mi imagen,

ya que no me volveréis a ver bajo esta apariencia.

Mani

Uno

El rey de reyes comenzó su campaña militar sin Mani. Con cuarenta mil brazos de arqueros, con los Inmortales de su guardia que alineaban diez mil gorros de esparto de color rojo sangre; con la noble caballería provista de corazas de hierro, tanto los cuerpos como las monturas, y también con la embarrada infantería de los campesinos sujetos a trabajos obligatorios, descalzos, con las manos varías, sin otro escudo que una piel de cabra extendida sobre dos cañas cruzadas; con la tropa abigarrada de las tribus sometidas, gelos, cadusianos, vertios, dailamitas, hunos, albanos; con los elefantes y sus guías, con los tambores, las trompas y los abanderados, Sapor se puso en movimiento, izado en su trono de combate por sesenta hombros, llevando tras él a sus mujeres, sus músicos, sus médicos, sus cocineros, sus bufones, sus adivinos, sus escribas, sus aduladores y sus consejeros. Pero sin Mani.

La hueste tomó primero el camino del norte, hacia Armenia. No se trataba aún, en su sentido pleno, de una guerra de conquista, ya que el César de Roma había concedido a los persas la autoridad sobre aquel país y la nobleza local se había doblegado a ello. Sin embargo, Armenia seguía siendo un reino, vasallo pero distinto, adherido, pero a la espera de que se aflojara un día la tenaza de los sasánidas.

La gesta antigua de los armenios cuenta en qué circunstancias el venerable rey Josrov, en el cuadragésimo noveno año de su reinado, fue atraído fuera de su palacio de Jaljal, con el pretexto de una montería, y traidoramente apuñalado por dos agentes a sueldo de Ctesifonte; qué sangrientas disensiones siguieron a este suceso, y cómo Sapor, con sus tropas situadas oportunamente en las fronteras, se consideró obligado a invadir el territorio para poner fin al intolerable desorden; cómo la dinastía reinante fue desposeída de su feudo, que fue rápidamente anexionado a los dominios sasánidas; cómo, también, los magos de Atropatena, que llevaban los altares del fuego montados en carros de oración, penetraron en el país tras los jinetes y, recorriendo una a una las satrapías armenias, se dedicaron encarnizadamente a extinguir las creencias locales y a humillar a las divinidades disidentes; cómo, finalmente, las más ilustres familias del país eligieron entonces el exilio, y se marcharon primero a Melitene y a Ponto y luego hasta la misma Roma, para intentar conmover al Pretorio y a los senadores con el relato de sus sufrimientos. Se les escuchó, se les compadeció y todo el mundo se indignó y prometió, pero nadie movió una lanza.

Precisamente de eso quería asegurarse Sapor antes de llevar a sus hombres a través de los montes Amanus y las fuentes del Éufrates hasta Capadocia, Cilicia y la Siria romana. Conquistó fácilmente a los romanos treinta y siete ciudades y sus campos, entre las cuales estaban Batna, Barbalisos, Hierápolis y Alejandreta, así como Hama, Calcis y Germanicia; y sobre todo, Antioquía, la más populosa, la más próspera de todas, que fue horriblemente saqueada. Devastaron sus huertos, raptaron a las mujeres y deportaron a miles de artesanos a Ctesifonte, donde se les asignó un suburbio.

Un procónsul romano que no tuvo tiempo de embarcarse hacia Egipto, tuvo que figurar, con los pies encadenados, en el cortejo triunfal que el rey de reyes hizo desfilar por las pavimentadas avenidas de la capital. De todos los confines del Imperio sasánida afluían las delegaciones, cargadas de regalos, para aclamar al vencedor.

Mani no participaba en esa fiesta. A lo largo de aquellos años de guerra, caminaba por sus propios senderos, con sus propias tropas, llevado por la ambición de una conquista diferente. Más tarde, los historiadores supondrían que, en aquel tiempo, se había preocupado de edificar piedra a piedra su Iglesia; una palabra que le incomodaba, ya que prefería hablar de «mi Esperanza», o de «los míos», y, afectuosamente, de «mi Caravana» o de «los hijos de la Luz». Sin embargo, para aquellos que le observaban desde fuera, se trataba evidentemente de una Iglesia, con pastores Elegidos y rebaño adepto; pero en ella, la autoridad pertenecía solamente a los que vivían como mendigos y también a aquellos cuyas manos y cuyo espíritu prodigaban la belleza. Una jerarquía de la indigencia y de la inspiración que excluía cualquier otro mérito. Así era, así habría debido perpetuarse la Iglesia concebida por Mani.

La Esperanza del hijo de Babel florecía a lo largo de los caminos y su creencia conquistaba sin armas ni fuego ni castigos. Cuando los cautivos romanos originarios de Nórico, de Mauritania o de las Galias eran conducidos a tierra sasánida, los discípulos del Mensajero iban a su encuentro para hablarles de la vanidad de las fortunas guerreras y para ofrecer a cada uno de ellos su parte de consuelo en la humana confusión de las divinidades y de las lenguas; y un gran número de artesanos, de mujeres y de legionarios derrotados abrazaron la generosa fe.

Igualmente, entre los súbditos de Sapor eran muchos los que sufrían a causa de la guerra, ya fuera porque habían perdido a algún pariente o porque les perjudicaba que las rutas de las caravanas estuvieran interceptadas durante tanto tiempo. En ellos también resonaba la palabra de Mani. Sorprendentes años aquellos en que el rey de reyes estaba constantemente guerreando, mientras que su protegido hacía el elogio de la paz en todas las provincias del Imperio y predicaba nada menos que «el desprecio a las espadas y a los brazos que las han blandido».

Unas palabras sediciosas, insoportables a los oídos de los caballeros y de los magos. Pero ¿qué hacer? «A cada rey su loco», se burlaba Kirdir en la discreción de sus templos del fuego. «¡Cuanto más grande es el rey, más grande es su locura!» Y es que Sapor se negaba a castigar, aunque sólo fuera con un reproche público, los extravíos de Mani. Si alguien se atrevía a tocar ese tema delante de él, se mostraba ostensiblemente contrariado y hasta amenazador; entonces, el atrevido cortesano se callaba y se refugiaba tras su tembloroso padham.

Así las cosas, ni que decir tiene que en aquellos años de guerra el hijo de Babel no ocupaba ya su lugar en la corte. El monarca había tomado nota y había renunciado a consultarle, pero sin retirarle su protección. ¿Por fidelidad a la palabra dada? Ésa no era la única razón. Desde que se había lanzado a sus campañas, el soberano se veía rodeado de magos fanfarrones, belicosos de boquilla, que ocupaban a su alrededor la totalidad del espacio respirable y que habían sitiado su consejo privado, su cancillería y su casa militar, donde las opiniones de Kirdir, convertido en mobedhan-mobedh, es decir, jefe supremo de los magos, prevalecían ahora sin debate, ya que los caballeros y los escribas rara vez se atrevían a contradecirle. Si de algo era culpable Mani a los ojos de Sapor, era de haberle dejado así solo con unos personajes a los que aborrecía, de no estar ya a su lado para hacer contrapeso, para permitirle escuchar, a veces, una voz diferente.

Cuando entre dos expediciones el monarca se concedía algunas semanas de descanso, solía preguntar a alguno de sus allegados, a su hijo Ormuz o a su hermano Peroz, o también a Zerav, su tañedor de laúd favorito, tres fieles admiradores de Mani, si habían tenido noticias recientes de él; generalmente, le respondían que se encontraba de viaje con sus adeptos en Characena, en Pérsida o cerca de Arbashahr. ¿Había que convocarle? El soberano desviaba el tema castañeteando los dedos desenfadadamente y enseguida se alejaba de su interlocutor hablando de otra cosa, como si las idas y venidas del hijo de Babel no le interesaran en modo alguno, como si jamás hubiera formulado la menor pregunta sobre ese personaje.

Hacia el cuarto año de guerra, el rey de reyes recibió de uno de sus espías, que había recorrido algunas provincias romanas disfrazado de mercader, un informe inquietante. Las legiones que luchaban entre ellas para imponer cada una a su imperator habían resuelto bruscamente, según parecía, sus sangrientas rivalidades; de los cuatro pretendientes al trono, tres habrían sido asesinados por sus propias tropas. El Imperio Romano, fustigado por las humillaciones que había tenido que soportar en Oriente, se encontraba, de la noche a la mañana, milagrosamente unido en torno a un César único, un patricio septuagenario llamado Valeriano, antiguo presidente del Senado y político sagaz, pero también un soldado de grandes virtudes, quien, desde su ascensión a la dignidad imperial se había fijado como objetivo poner fin al avance sasánida.

Esperando desanimar así a sus enemigos de todo afán de desquite, Sapor dirigió sus tropas por segunda vez hacia la Siria romana, ocupó otras ciudades, devastó algunas regiones que hasta entonces se habían salvado y reforzó la guarnición de Antioquía. Luego, de regreso a Ctesifonte, desfiló en un nuevo cortejo triunfal y esta vez en primera fila y llevando como trofeos a seiscientos legionarios encadenados de dos en dos tras el carro del vencedor.

Más seguro que nunca de sí mismo, planeaba el rey de reyes lanzarse sin tardanza al asalto de Grecia, o quizá de Egipto, cuando un acceso de fiebres cuartanas le obligó a postergar sus proyectos hasta el año siguiente. En el intervalo, decidió dejar a sus hombres libres.

Acababa de enviar a sus casas a las tropas auxiliares, satisfechas y ricas de botín, y había ordenado igualmente que algunos regimientos de élite se dirigieran hacia Drangiana, a fin de someter a algunas poblaciones turbulentas, cuando le llegaron nuevos mensajes de sus espías: ¡Valeriano se acercaba a la cabeza del más poderoso ejército romano jamás reunido! Acababa de cruzar el Cuerno de Oro y avanzaba a través de Asia Menor. Su vanguardia había sido avistada en Comagena. Sus legiones intentaban agruparse bajo las murallas de Samosata, desde donde podrían desplegarse en diez días por las llanuras costeras, o incluso dirigirse hacia los valles del Cáucaso.

Estaba aún preguntándose Sapor qué crédito se podría dar a unos informes tan alarmistas, cuando le anunciaron la repentina caída de Antioquía y la masacre de su guarnición sasánida. Convocó entonces apresuradamente al consejo de los grandes del reino, insistiendo esta vez en que se buscara al hijo de Babel.

El paje que acudió en una litera oficial al domicilio de Maleo se enteró por los vecinos de que Mani había partido aquella misma mañana hacia su pueblo natal. Su padre, Pattig, había fallecido durante la noche, después de haber expresado su voluntad de ser enterrado en Mardino, en el jardín de su casa abandonada, al lado de aquella que había sido, demasiado brevemente, su esposa adulada y después la víctima de sus piadosas locuras. Mani iba, pues, a ver de nuevo el pueblo de su primera infancia, una íntima peregrinación a la cual habían deseado unirse muchos fieles.