Jamás Sapor se había dirigido a él en ese tono; ni a él ni a ninguna otra persona. Jamás había esperado con tanta impaciencia la reacción de un interlocutor; y las primeras frases de Mani le tranquilizaron.
– Es verdad que me repugna derramar sangre, pero no rechazo la conquista; si el señor del Imperio proyecta hoy invadir el país de Aram o Capadocia o Iberia, mi ambición es conquistar Roma, nada menos que Roma; Roma con todo su Imperio, y no me contentaré con ninguna provincia por muy vasta y próspera que sea. Quiero conquistar Roma y sé que está madura para la conquista. Ahora tengo en esa ciudad decenas de discípulos que me informan en sus epístolas de todo lo que allí se hace o se dice. Roma tiene sed de una fe nueva. Durante mucho tiempo ha tenido la convicción de que su Imperio era inmutable y su ley, eterna, de que la Tierra y el Mar le pertenecerían siempre y el Cielo la protegería infaliblemente. Hoy, Roma duda de sí misma, de sus efímeros soberanos, de su Imperio asediado en todas sus fronteras y de sus divinidades que olvidan protegerla; duda de su opulencia al contemplar sus barrios, que se llenan de miserables. Roma espera de los países del Levante un conquistador, como una mujer madura espera al amante; y no será la espada la que la conquiste, sino la palabra que hechiza. Sí, serán las palabras de amor las que le harán abrir los brazos.
»Estoy preparado para ir a Roma. Igual que antaño pude reunir en Deb a los adoradores de Buda y a los de Ahura Mazda, reuniré a los adeptos del Nazareno y a los de Mitra, sin que por ello tenga que perseguir a los filósofos ni denigrar a Júpiter. Predicaré una fe para todos los seres humanos, una fe cuyo centro estará en Ctesifonte, de la que seré el humilde mensajero y cuyo protector será el rey de reyes. ¿No sería esto una gran conquista, digna de Darío y de Alejandro, e incluso más grande, más noble, más duradera, sobre todo, que las conquistas del pasado?
Sapor estaba perplejo, pero no quiso aclarar los malentendidos. Prefirió tomarle la palabra a Mani.
– Tú hablas de conquista y yo hablo de conquista; es normal que no utilicemos las mismas armas, pero tenemos las mismas ambiciones. Juntos podemos edificar en este mundo lo que ningún ser ha podido edificar anteriormente. Ha habido reyes conquistadores, preocupados de conducir a todas las criaturas hacia una suerte mejor, pero no tenían a su lado a un Mensajero; ha habido profetas santos y elocuentes, capaces de describir a los hombres un futuro de esperanza, pero no tenían junto a ellos a un soberano poderoso que aumentaba las mismas ambiciones. ¡Por primera vez, un mensaje celeste coincide con un gran reinado!
»Un mundo nuevo va a tomar forma bajo nuestros ojos. Yo, el rey de reyes, y tú, el Mensajero de la Luz, iremos juntos a Armenia, al país de Aram, a Egipto, a África, a Capadocia y a Macedonia; en la propia Roma estableceré el reino de la dinastía justa, tú proclamarás la fe universal que abarcará todas las creencias. Comparte, pues, mi sueño como yo aspiro a compartir el tuyo; uniré al universo por mi poder, tú lo armonizarás por tu palabra.
»Los magos se congregan ante mi puerta, desearían que esta guerra, que esta conquista fuera la suya. Desearían que, en cada país invadido, se abolieran las creencias que les incomodan y que se impusiera a todos la religión de los arios. En otros lugares, los sectarios de los dioses celosos se disponen a saltar sobre el mundo para establecer por todas partes el reino de la intolerancia. Yo y tú, tú y yo somos los únicos que podemos aún impedírselo.
»Ven, avanza a mi lado a la cabeza de los ejércitos, no tienes más que decir una palabra y dejaré a los malditos magos en sus altares del fuego; te designaré ante mis vasallos, ante mis caballeros, ante todos mis súbditos, y les anunciaré que esta conquista se hará en tu nombre, en nombre de la nueva fe, cuyo Mensajero eres tú.
El soberano estaba ahora exaltado, casi suplicante, y Mani se sentía paralizado de sorpresa y de emoción. De su boca no salía ni una palabra. Después de algunos segundos de silencio, Sapor prosiguió, con el tono de su majestad recobrada.
– Sé que no decides nada sin consultar a esa voz celeste que te habla. Ve, recógete, medita, conversa con tu ángel y luego vuelve a darme la respuesta.
Así pues, Mani se fue a deambular solo por los jardines del palacio. Los guardias reconocían ya su cojera, su capa azul y su bastón, y le dejaban que siguiera el rito de sus visitas habituales. En efecto, allí ya tenía sus costumbres, senderos que le eran familiares, árboles que solía visitar y una charca, a cuyas orillas le agradaba particularmente ir a sentarse, con una pierna doblada y la otra extendida, igual que lo hacía, siendo niño, al borde del canal del Tigris; y allí encontraba de nuevo, en la guarida del soberano más poderoso del mundo, esa alquimia de paz y de tormenta que le permitía abstraerse en la meditación.
Para que su voz interior pudiera hacerse oír.
«Hay momentos, Mani, en que uno se encuentra con una espada en la mano. Se siente vergüenza de utilizarla, sin embargo, ahí está, fría, cortante, prometedora. Y el camino está trazado. Antes que tú, otros Mensajeros se encontraron en situaciones parecidas. Cada uno de ellos tuvo que hacer su elección solo. Y solo estás tú. Más que nunca. Solo contra la opinión de Sapor y de sus cortesanos. Solo contra las redes de la Providencia. Sin otra claridad que el rayo de Luz que hay en ti, deberás discernir y escoger.»
– Bastaría que dijera «sí» para que la espada del rey de reyes me abriera los caminos del vasto universo.
«Tu nombre sería entonces venerado por los hombres siglo tras siglo, se elevarían oraciones a Mani, se ofrecerían sacrificios en su nombre, se gobernaría en su nombre, se mataría sin remordimientos invocando su nombre.»
– Aún puedo negarme…
«Si te niegas, pones tu cuerpo deleznable y tus ingenuidades atravesados en los caminos de la guerra, te interpones, te obstinas, te aferras a cada jirón de paz o de tregua. Y tu nombre será maldito, borrado, y tu mensaje desfigurado.
– ¿Durante mucho tiempo?
«Quizá hasta la extinción de los fuegos del universo. Y no entrarás en Roma. Y tendrás que huir de Ctesifonte. ¿Qué eliges?»
Mani dio su respuesta de pie, mirando al Cielo a la cara:
– Mis palabras no derramarán sangre. Mi mano no bendecirá ninguna espada. Ni los cuchillos de los que ofrecen sacrificios. Ni siquiera el hacha de un leñador.