Una vez fuera, vio un sendero que llevaba hacia un árbol solitario bajo el cual fue a sentarse. Generalmente, en un entorno como aquél, conseguía abstraerse de los murmullos cercanos y de la algarabía lejana, a fin de invocar a aquel a quien llamaba su «Gemelo».

Pero aquel día, no apareció ningún rostro ni se oyó ninguna voz familiar.

Habían transcurrido treinta años desde su primer encuentro cara a cara en el agua del canal, en la época del palmeral, y su compañero celeste siempre le había respondido. Entre Mani y ese otro yo podía haber crisis y tensiones, ya que su doble le ocultaba a veces ciertas verdades, rayando en el engaño y la burla, pero siempre aparecía, sin fallar, en el instante en que Mani le llamaba.

Hasta aquel día, en la región de Edesa.

Privado de su reflejo celeste, el Mensajero tuvo la sensación de haber dejado de existir. De pronto, todo le pareció irrisorio, superfluo, ni siquiera se acordaba de la pregunta que quería formular. Permaneció sentado en la roca, inmóvil, postrado, anonadado, hasta que un guardia fue a zarandearle y le arrastró por el brazo. El soberano se impacientaba.

– ¡Y bien, médico de Babel! ¿Tienes la respuesta?

– No.

Sapor esperó la continuación, pero ésta no llegó.

– ¿Qué ha respondido la voz celeste?

– Nada. Ni siquiera ha querido escuchar mi pregunta.

– ¡Mucho hemos esperado para tan poco!

A pesar de la importancia de los personajes que le rodeaban, Mani habló principalmente para sí mismo.

– ¡Este silencio! ¡Nada me inquieta más que este silencio! Un silencio de oscuridad y de cólera infinita.

Había perdido su porte habitual, parecía asustado, y sin duda daba la impresión a los que le observaban de haber tenido una visión de desgracia que no osaba describir. La angustia de Mani hizo vacilar a Sapor, que hasta ese momento se había mostrado confiado.

Obedeciendo a una discreta invitación de Kirdir, Bahram intentó que su padre volviera a sus disposiciones anteriores.

– Todos los adivinos y los astrólogos han percibido la bendición de Ahura Mazda para esta empresa. ¿Acaso el médico de Babel tiene un Cielo diferente al nuestro?

Sapor ni siquiera le oyó. Preocupado, confuso, miraba fijamente a Mani, y cuanto más le contemplaba, más se turbaba.

– ¿Crees que nuestras tropas van a caer en alguna trampa?

Mani reaccionó rápidamente, pero apenas menos confuso:

– No lo sé, no tengo ninguna respuesta. El Cielo se ha negado a escucharme y no tengo ninguna certeza, ningún argumento, ninguna opinión, sólo recelo.

El romano, hasta entonces silencioso, juzgó necesario intervenir en un griego muy cuidado.

– Si el divino señor teme alguna trampa, yo respondo con mi vida. Permaneceré aquí mientras se desarrolla el ataque y que mi cabeza sea el precio de la menor sospecha de traición.

Uniendo el gesto a las palabras, se cogió la cabeza cubierta por el casco entre las manos y la inclinó hacia el soberano como si fuera un cántaro. El gesto era grotesco, bufo, pero ¿quién tenía humor para sonreír? Sapor había cruzado los brazos con las manos apoyadas en los hombros y mientras se interrogaba así, evaluaba y dudaba, todos a su alrededor permanecían recogidos, conteniendo la respiración. Por fin llegó la decisión:

– Nuestro ataque no se retrasará. Que se desplieguen los estandartes color de fuego, pero en picas clavadas a ras de suelo. Es necesario que el enemigo no pueda verlas de lejos.

El oficial romano fue de nuevo objeto de algunas miradas inquietas, pero Sapor las ignoró. Dirigiéndose a Ormuz, dijo:

– Tú que sientes tanto afecto por el médico de Babel, tú que compartes con tanta frecuencia sus opiniones, ¿no estás turbado por sus inquietudes?

– Me harán más vigilante, pero no menos audaz. Lucharé como lo he hecho siempre, como mi divino padre me ha enseñado a hacerlo.

Sapor movió la cabeza varias veces, muy lentamente, como si siguiera reflexionando aunque admitiera los argumentos de su hijo menor.

– Mañana, tu audacia te será más útil que tu vigilancia, ya que serás tú quien dirija la primera carga. Volverás triunfante o mártir. Ordena que distribuyan a todos tus soldados doble ración de pan, de leche y de carne, y luego reúne a los caballeros de alto rango, tengo que hablarles. En cuanto a ti, Bahram, mi primogénito, ocuparás mi asiento en el estrado imperial para presidir el recuento de los hombres.

Tal como lo exigía el ritual de los combates, los guerreros sasánidas desfilaron ante el representante del soberano, tirando, uno tras otro, una flecha en unos inmensos cestos de mimbre que se cerraron y se sellaron inmediatamente. Despues del combate se abrirían con un ceremonial parecido y cada soldado iría a recoger una flecha, permitiendo así al monarca saber con precisión el número de sus hombres muertos o capturados.

Las pérdidas no fueron muy grandes en el combate de Edesa. Se esperaba un enfrentamiento titánico entre los dos grandes imperios del siglo, entre los dos ejércitos más temidos, entre dos hombres excepcionales. ¿No era Sapor el verdadero fundador del Imperio sasánida, el señor de todas las tierras que se extendían desde el desierto de Arabia hasta la India? ¿No era Valeriano el que había unificado providencialmente a los romanos, el salvador que debía conjurar la decadencia y continuar la época gloriosa de las conquistas y de la prosperidad? Todo se resolvió con un golpe de mano audaz, minucioso y afortunado: cuando la caballería, provista de corazas de hierro y conducida por Ormuz, se abalanzó sobre el campamento romano situado en el camino de Harrán, una de sus primeras presas fue Valeriano en persona, capturado en su tienda con su prefecto del Pretorio, su tesoro de campaña y la flor de su Estado Mayor, así como cierto número de senadores que se habían unido a su séquito. Desprovisto de sus jefes, el ejército romano estaba vencido antes, incluso, de haber combatido, y cuando algunas cohortes y algunas centurias acudieron corriendo, fueron aniquiladas una tras otra a medida que se presentaban; el resto prefirió cruzar el Eufrates lo más rápidamente posible para escapar al desastre.

Sapor hizo grabar en la roca, con palabras e imágenes, el recuerdo de su triunfo. El texto se complace en precisar que las tropas del cesar Valeriano venían de «Germania, de Retia, de Nórico, de Istria…» y también de «Frigia, de Fenicia, de Judea y de Arabia; una fuerza de setenta mil hombres» que el rey de reyes había hecho trizas. Un bajorrelieve representaba a Sapor a caballo, con la mano izquierda en la empuñadura de una espada aún en su vaina y el brazo derecho extendido en señal de clemencia hacia Valeriano, representado de rodillas, implorante, vestido con el manto romano y con la cabeza aún ceñida por una corona de laureles.

Al lado del César vencido, otro romano, de pie y con porte altivo, aunque sometido al rey de reyes. Se trataba del oficial tránsfuga, llamado Ciriades. Merecía figurar en la estela del triunfo, ya que a su ayuda se debía haber cercado a Valeriano y haber conseguido una victoria tan fácil.

A cambio de su valiosa traición, había pedido que Sapor le reconociera como el nuevo emperador de Roma. Cumpliendo esta promesa, se le entronizó solemnemente en Edesa en cuanto la ciudad hubo capitulado, y cuando, con el impulso de su victoria, Sapor invadió por tercera vez las provincias romanas de Oriente, Ciriades intentó ganar para él la sumisión de las autoridades locales. Tiempo perdido, ya que jamás consiguió que se le aceptara como emperador. Algunos meses más tarde cuando las tropas sasánidas se retiraron, él partió con ellas.

Debía proseguir su carrera en una villa de Ctesifonte rodeado de una corte de pacotilla, antes de caer en las mazmorras de la Historia.

Valeriano también terminaría su vida en tierra sasánida. Sapor hubiera querido sacar buen partido de su liberación, tanto más cuanto que el poder de Roma estaba en manos del propio hijo del emperador cautivo, Galieno. Pero éste se negó a toda negociación, afirmando que no se prestaría a ningún regateo, que nunca consentiría en ceder una provincia o en vaciar las arcas del Imperio para pagar el rescate de un hombre, aunque fuera su propio progenitor. Lo que presentó ante los senadores como el colmo de la abnegación fue interpretado, sin embargo, por la mayoría de los romanos como un odioso abandono, casi como un parricidio.

Cuando Sapor perdió la esperanza de sacar provecho de su captura, mandó trasladar a Valeriano a Pérsida con el resto de

los prisioneros, sin consideraciones especiales, pero sin excesiva crueldad. Allí pasaría el emperador derrocado los últimos tiempos de su vida, mejor dispuesto, según parece, hacia su vencedor que hacia su indigno hijo.

El rey de reyes le confió la construcción de una presa en el río Karun, no lejos de Beth Lapat, utilizando como mano de obra a los legionarios apresados con él. Se aplicó a ello con rigor y abnegación. Diecisiete siglos después, esta obra sigue en pie. Lleva el nombre de Band-e-Kaisar, el Dique del César.

* * *

El otro perdedor de la batalla de Edesa fue Mani.

Sapor le había ofrecido su última oportunidad y él no la había aprovechado. Cuando hubo que decir al monarca que la fortuna estaba de su lado, que se le prometía la victoria y que podía sin temor dar la orden de asalto, la voz profética en él había elegido guardar silencio. Había complacencias que él no se permitía, ni siquiera por el cómodo subterfugio de los astros y de los augurios. ¿No era él quien enseñaba a sus discípulos: «Sé traidor al Imperio si es necesario, y rebelde a los decretos del Cielo, pero fiel a ti mismo, a la Luz que está en ti, porción de sabiduría y de divinidad»?

Sin embargo, los ideales mueren cuando no se les falsea, y es por los púdicos compromisos de los maestros y por la traición de los discípulos como sobreviven y prosperan las doctrinas en medio del mundo y de sus príncipes.

Cada religión habrá tenido sus legiones. No así la de Mani. ¿Se equivocaría de época? ¿Se equivocaría de planeta?

Cuatro

Más aún que el título de conquistador, los grandes reyes sasánidas codiciaban el de fundador, ansiosos de imitar en eso, como en tantos otros actos, el ejemplo inmortal de Alejandro. ¿No había sembrado en tierra antigua innumerables «Alejandrías»? Sapor hubiera querido perpetuar su gloria de la misma manera, llenando las regiones sumisas de ciudades homónimas, todas dedicadas a él. Si conseguía una victoria, quería conmemorarla inmediatamente, colocando en la hierba recién devastada la primera piedra de una ciudad a la que bautizaba «Triunfo de Sapor», «Honor a Sapor», o también «Valiente Sapor». A quien quisiera establecerse en ella le concedía pródigamente títulos, privilegios y exenciones, y si volvía a pasar por el lugar uno o dos años más tarde, se enfurecía al ver que «su» ciudad crecía muy lentamente, como si el augusto nombre con que la había gratificado fuera una garantía de inmediata prosperidad.