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Hubo un larguísimo silencio. Miré mi reloj: apenas las nueve. Todavía el fuego estaba muy lejos de haber consumido su ración de leña. Lástima perder todo ese calor e irse a acostar tan temprano en las glaciales habitaciones. Volví a mi lectura, pero no por mucho tiempo.

– ¿Y qué lees pues, mi pobre Emanuel? -preguntó la Menou.

Pobre era un término afectivo, no quería decir que me tenía lástima.

– El Antiguo Testamento.

Agregué:

– La Historia Sagrada si prefieres.

Porque estaba seguro de que la Menou no conocía de la Biblia más que la versión resumida y edulcorada que le habían dado en el catecismo.

– Ah, sí, ahora reconozco el libro, tu tío lo tenía con frecuencia entre sus manos.

– ¿Cómo -dijo Meyssonnier-, lees eso, tú?

– Se lo prometí al tío -contesté brevemente.

Agregué:

– Y además me parece interesante.

– ¡Eh, pero Meyssonnier -dijo Peyssou con algo que se asemejaba a su antigua sonrisa- te olvidas que siempre eras el primero en el catecismo!

– Un traga, el Meyssonnier -dijo Peyssou con un breve relámpago de alegría-. Te recitaba todo eso como el libro.

Siguió:

– Yo recuerdo sobre todo al chico y a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo. De lo que se deduce -prosiguió después de un momento de reflexión- que es siempre en la familia donde te hacen las peores porquerías.

Se hizo un silencio.

– ¿Y si nos leyeras en voz alta? -dijo la Menou.

– ¿En voz alta?

– Y sí -dijo Peyssou-, que a mí me gustaría mucho escuchar todas esas historias, que ya ni las recuerdo.

– El tío de Emanuel -dijo la Menou- siempre tan amable el pobre, había veces en que me leía algunos pasajes de su libro durante la velada.

– Emanuel, no te hagas rogar -dijo Colin.

– Vamos -dijo Peyssou.

– Pero a lo mejor los aburre -dije yo evitando mirar a Thomas.

– Pero no, pero no -dijo la Menou- y será mejor que no decir cualquier cosa o quedarse cada uno con la cabeza andando.

Y agregó:

– Sobre todo ahora que no hay más televisión.

– Tienes mucha razón -dijo Peyssou.

Yo miraba alternadamente a Meyssonnier y a Thomas, pero ni el uno ni el otro me devolvieron la mirada.

– Me parece bien, si todo el mundo está de acuerdo -dije yo al cabo de un momento.

Y como esos dos seguían callados y mirando las llamas, dije:

– ¿Meyssonnier?

No se esperaba un ataque tan directo. Irguió el torso y apoyó la espalda contra el respaldo de su silla.

– Yo -dijo con dignidad- soy materialista, pero desde el momento que no se me obliga a creer en Dios, no me aburre escuchar la historia del pueblo judío.

– ¿Thomas?

Tranquilo con las dos manos en los bolsillos, las piernas estiradas delante de él, Thomas tenía fijos los ojos en la punta de sus zapatos.

– Desde el momento en que lees la Biblia en voz baja -dijo en un tono neutro- ¿por qué no la leerías en voz alta?

Era una respuesta ambigua, pero me contenté con ella. También yo pensaba que una lectura haría bien a mis compañeros. Durante el día estaban ocupados, pero la noche era un mal momento, el calor del hogar les faltaba. Había silencios apenas soportables, y durante esos silencios casi podía ver sus mentes girar sin fin en el vacío de su existencia. Y además, en la Biblia la vida de las tribus primitivas no dejaba de tener ahora semejanza con lo que la nuestra se había convertido. Estaba seguro de que les interesaría. También esperaba que sacarían fuerzas de la obstinación en vivir que los judíos habían demostrado.

Me trasporté con mi libro cerrado y mi taburete hacia la otra jamba de la chimenea para calentarme el lado izquierdo. La Menou echó unas ramitas al fuego para darme luz, abrí la Biblia en la primera página y comencé a leer el Génesis.

Mientras leía, me invadió una emoción mezclada de ironía. Era ese, no había duda, un magnífico poema. Cantaba la creación del mundo y yo, yo lo estaba recitando en un mundo destruido, a hombres que lo habían perdido todo.

NOTA DE THOMAS

Mientras ciertos detalles están todavía frescos en la mente del lector, quisiera señalar dos errores en el relato de Emanuel.

1. Creo que Emanuel, en la bodega, estuvo inconsciente varias veces, porque no dejé de estar constantemente a su lado y, sin embargo, la mayor parte del tiempo no me veía y no me contestaba cuando le dirigía la palabra. En todo caso, afirmo una cosa: no lo vi nunca metido en la tina de enjuagar botellas. Y aparte de mí, ninguna otra persona tampoco lo vio. Emanuel ha debido soñar esta situación en su delirio, incluso los subsiguientes remordimientos por su "egoísmo".

2.No fue Emanuel quien cerró la puerta de la bodega después de la aparición "terrorífica" de Germán. Fue Meyssonnier. En el estado semiconsciente en que se encontraba, Emanuel ha debido sustituirse a Meyssonnier de quien, cosa extraña, describe con total exactitud los movimientos como si fueran los suyos: especialmente la manera como Meyssonnier se arrastró a cuatro patas hasta la puerta, pero sin acercarse al cuerpo de Germán.

Quisiera agregar una observación:

Aunque ateo, no soy anticlerical, y si me mostré algo reticente cuando Emanuel durante la velada se puso a leer la Biblia, es porque esa ceremonia -no es quizá, la palabra exacta pero no encuentro otra- me parecía encaminarse un poco demasiado lejos en el sentido de lo que ya existía: el carácter casi religioso de la influencia que Emanuel ejerce sobre sus compañeros. Tanto más cuanto Emanuel lee el texto con su bella voz vibrante de emoción. Reconozco que Emanuel es un hombre de brillante imaginación y que su emoción es sobre todo literaria. Pero es eso justamente lo que encuentro peligroso: la confusión.

Decir, como lo hace Emanuel, que el Génesis es un "magnífico poema", es olvidarse un poco demasiado de todos los errores científicos que en él pululan.