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Thomas pensaba que las cenizas de las explosiones atómicas, al ocupar la estratosfera en cantidades considerables, interceptaban los rayos del sol. Pero a su parecer, no era de desear una lluvia por mucho tiempo. Porque, si unas bombas sucias habían explotado, aun a grandes distancias de Francia, el agua podría arrastrar hasta el suelo elementos radiactivos. Cada vez que nos alejábamos de Malevil insistía en que lleváramos en la carreta impermeables, guantes, botas y gorros, aunque hacía notar la insuficiencia de tal protección.

En la casa, a la hora de la velada, el frío era tan intenso para la estación que después de comer, se mantenía un fuego con poco gasto, y en círculo, alrededor de una de las chimeneas monumentales de la sala, charlábamos un rato para "no irse a acostar como unos animales" (la Menou).

Tomaba parte en la conversación pero también, a veces, leía, sentado en un pequeño taburete bajo, de espaldas contra la jamba de la chimenea y poniendo el libro de costado para que el hogar lo iluminara. La Menou se instalaba en el atrio y cuando la llama bajaba demasiado, acomodaba los leños o deslizaba debajo de ellos una de las ramitas de las que había hecho provisión debajo del banco.

En su carta póstuma, que me sabía de memoria, mi tío me había recomendado que leyera la Biblia, agregando: "no hay que tomar en cuenta las costumbres, es la sabiduría lo que vale". Pero había estado tan ocupado con Malevil y los cuidados de la crianza desde su muerte que no me "había tomado el tiempo" de hacerlo. Y ahora que quizá trabajara en forma más excesiva que antes, cosa extraña, el tiempo había cambiado, se había vuelto más manejable, me daba cuenta que podía "tomarlo" cuanto quería.

La noche en que Lindo Amor dio a luz a Malicia -no me atrevo a pensar que fue la influencia de su nombre, pero nacida de una madre tan suave, jamás potranca alguna fue tan difícil- la velada se hundió, como ya lo dije, en la tristeza. Por empezar, durante la comida, un silencio como para cortar con cuchillo. Luego las sillas dispuestas para la velada, la Menou y el Momo en el atrio frente a frente, y yo leyendo, la espalda contra la jamba de la chimenea, el silencio prosiguió por tanto tiempo que casi le estuvimos agradecidos a Colin que hizo notar que, dentro de veinticinco años a partir de ahora, no habría un solo caballo más.

– ¡Dentro de veinticinco años -dijo Peyssou-, qué apurado! Yo que te estoy hablando he visto en lo de los Giraud, no el de la Volpinière, sino el de Cussac, un castrado que andaba por los veinticinco años, un poco ciego es cierto y con reumatismo que lo hacía chirriar cuando caminaba, pero todavía le trabajaba muy bien su viña, al Giraud.

– Y bueno, pongamos treinta años -dijo Colin-, cuestión de cinco años más o menos. Dentro de treinta años, Malicia ya habrá muerto. Y Amaranta. Y la pobre Lindo Amor hará una punta de años que no estará más.

– Cállate, vamos -dijo la Menou a Momo, sentado o más bien recostado a medias en el atrio frente a ella y que se había puesto a sollozar ante el anuncio del futuro deceso de Lindo Amor-. No estamos hablando de mañana, sino dentro de treinta años, tonto.

– Sin embargo -dijo Meyssonnier-, Momo tiene cuarenta y nueve años. Dentro de treinta años, tendrá setenta y nueve. No será tan viejo.

– Y bueno, yo, te voy a decir -dijo la Menou-. Mi madre murió a los noventa y siete años, pero yo no espero llegar a tan vieja, sobre todo que ahora, sin médico, la menor gripe, y te vas.

– No está probado -dijo Peyssou-, aun en la época en que a la medicina, en el campo, no la veías demasiado, había gente que llegaba a vieja. Mi abuelo, por ejemplo.

– Y bueno, digamos cincuenta años -dijo Colin con una nota de exasperación en su voz-. Dentro de cincuenta años nos habremos ido todos, todos los que estamos, menos Thomas quizá, que tendrá setenta y cinco años. Y bueno, muchacho -agregó dándose vuelta hacia Thomas-, te vas a divertir mucho cuando te quedes completamente solo en Malevil.

Hubo un silencio tan pesado que levanté la cabeza de mi libro, del que por otra parte esa noche no había podido leer ni una sola línea, de tal modo la moral, después del nacimiento de Malicia, me había parecido baja. No podía ver a la Menou, puesto que estaba sentada en el atrio detrás de mí y bastante poco a Momo, repantingado enfrente, porque las llamas y el humo me lo tapaban. Pero a los cuatro hombres que tenía frente a mí podía mirarlos y sin que se molestaran, a mi gusto, porque yo estaba de espaldas al fuego, recibiendo su calor y su luz nada más que sobre el costado derecho, y con el lado izquierdo helado, tanto es así, que en medio de la velada me trasporté con mi taburete y mi libro al pie de la otra jamba para calentarme la otra mitad del cuerpo.

Thomas, como de costumbre, estaba impasible. Sobre la bonachona carota redonda de Peyssou, con su amplia boca, su larga nariz, sus grandes ojos un poco saltones y su frente tan estrecha que al nacimiento del pelo parecía que le costara no juntarse con las cejas, la desolación se leía como en un libro abierto. Pero la amargura del pequeño Colin era quizá más inquietante. Porque sin que hiciera desaparecer su sonrisa en góndola, le había quitado toda clase de alegría. Meyssonnier tenía el aspecto empañado de una vieja foto guardada en un cajón. Sin embargo, seguía siendo siempre la misma hoja de cuchillo, con los dos ojos grises muy juntos, la frente estrecha y despejada, y los cabellos en cepillo cortados bien cortos. Pero la pasión ya no existía.

– No es seguro -dijo Peyssou dando vuelta la cabeza del lado de Colin-. No es para nada seguro que Thomas, por más joven que sea, quede el último aquí. En ese caso, en el cementerio de Malejac no habría más que viejos, y sabes muy bien que no es así. Digo esto sin ofender a Thomas -agregó con su cortesía campesina, inclinándose un poco hacia su lado.

– Yo, de todas maneras -dijo Thomas con voz uniforme-, si me quedo solo, ningún problema, el torreón y ¡hop!

Me disgustó que hubiera dicho eso en el estado de depresión en que estaban todos.

– Y bueno, ya ves, muchacho -dijo la Menou- yo no pienso como tú. Yo si tuviera que quedarme sola en Malevil, no me iría mientras hubiera animales que cuidar.

– Es verdad -dijo Peyssou-, los animales.

Le agradecí que hubiera dicho eso en seguida y con ese tono.

– Los animales -dijo el pequeño Colin con una amarga vivacidad en contraste con la especie de alegría revoloteante y brincadora que antes ponía en sus palabras- se las arreglarían muy bien sin ti. Oh, no ahora, por supuesto, que todo está quemado y perdido, pero cuando el pasto crezca otra vez, a la Adelaida y a Princesa les podrás abrir la puerta, siempre encontrarán con qué.

– Además -dijo la Menou- los animales también son una compañía. Miren, me acuerdo cuando la Paulina se quedó sola en su granja, cuando su marido se había caído del remolcador por culpa de una hemorragia cerebral y que a su hijo se lo habían matado en la guerra de Argelia. Ella me decía, no lo creerás, Menou, pero a mis animales les hablo todo el día.

– La Paulina era vieja -dijo Peyssou- y cuanto más viejo se es, más ganas de vivir se tiene. No me doy cuenta por qué.

– Ya lo verás cuando llegues -dijo la Menou.

– No he dicho eso por ti -dijo el gran Peyssou, siempre cuidadoso de no lastimar a nadie- y de todos modos no puedes comparar. La Paulina casi ni se movía. Y tú siempre trotas, trotas.

– ¡Y sí! ¡Troto! Y troto tan bien que un día me encontraré en el cementerio. Pero cállate pues, gran tonto -agregó dirigiéndose a Momo- que siempre hablamos pero no para mañana.

– A mí -dijo Meyssonnier- hay algo que me llama la atención y después de que la Adelaida y la Princesa tuvieron sus crías, he pensado a menudo. Dentro de cincuenta años ni un hombre más sobre la tierra, pero las vacas y los cerdos siguen pululando.

– Es verdad -dijo Peyssou, apoyando sus dos potentes antebrazos sobre sus rodillas separadas e inclinándose hacia el fuego-. Yo también lo he pensado. Y te digo, Meyssonnier, no es una idea que soporto: Malejac con los bosques, las praderas, las vacas y ni un hombre adentro.

Se extendió un silencio y todos los rostros estaban vueltos hacia las llamas con un triste estupor, como si se pudiera imaginar el futuro tal cual lo había descrito Peyssou: Malejac con los bosques, las praderas, las vacas y ni un hombre adentro. Miraba a mis compañeros, y me veía en ellos. El hombre es la única especie animal que puede concebir la idea de su desaparición y la única a la que esta idea desespera. Qué extraña raza: tan empecinado en destruirse y tan empecinado en conservarse.

– De lo cual se deduce -dijo Peyssou como si concluyera una larga reflexión- que no basta con sobrevivir. Para que te interese también hace falta que continúe después de ti.

Cuando dijo eso, debió pensar en Yvette y en sus dos hijos, porque su cara se petrificó de golpe y se quedó inmóvil, con los antebrazos sobre sus rodillas, la boca todavía abierta, mirando el fuego, con los ojos perdidos.

– No está probado que seamos los solos sobrevivientes -dije yo al cabo de un momento-. Es el acantilado que se levanta entre el norte y nosotros lo que ha protegido a Malevil. Es posible que haya rincones, y aun no muy lejos de aquí, en donde la misma protección haya actuado.

Pero no quería hablarles de La Roque, no quería darles demasiadas esperanzas, de miedo a que luego se decepcionaran.

– De todos modos -dijo Meyssonnier- un sótano como Malevil no es frecuente.

Meneé la cabeza.

– No es únicamente el sótano, es el acantilado. Mira a los animales de la Maternidad, sin embargo han sobrevivido.

– La Maternidad -dijo Colin-, como gruta es muy profunda, y fíjate en el espesor de la piedra que hay arriba y en los costados. Y además, no se sabe si los animales no tienen más resistencia que nosotros.

– Y bueno, ya ves -dije yo-, me parecería que nuestra resistencia moral es mejor.

– En mi opinión -dijo Thomas-, han sufrido menos. El golpe de calor en la Maternidad debió de ser más brutal pero más corto. El aire se enfrió más rápido. No se produjo ese efecto de horno que tuvimos en la bodega.

Y agregó mirándome:

– Pero soy de tu opinión. Debe de haber sobrevivientes un poco por todos lados. Incluso en las ciudades.

Se calló de golpe y apretó sus labios uno contra el otro como para impedirse decir más.

– Y bueno, ves, yo no lo creo -dijo Meyssonnier sacudiendo la cabeza.

Colin levantó de nuevo las cejas y Peyssou se encogió de hombros. En el fondo, se habían instalado en la desgracia y no querían oír hablar de nada más, como si tuvieran en el fondo de la desesperación una suerte de seguridad que no querían arriesgar.