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Son las cinco en mi reloj pulsera cuando bajo del torreón al patio. Como todos los días después del día del acontecimiento, hace frío y está gris. Soy el único que está levantado en Malevil. Mis pasos suenan sobre las baldosas. El enorme torreón, las murallas y la casa pesan sobre mí con toda su masa. Tengo delante de mí dos largas horas de soledad antes del desayuno.

Paso el puente levadizo y de ahí me dirijo al primer recinto y a la Maternidad. Lindo Amor duerme de pie, su potranca también, apoyada contra su flanco, pero desde el momento en que aparece mi barbilla por encima del tabique de su box, las orejitas de Lindo Amor se enderezan, abre los ojos, me ve, sopla el aire por sus ollares con un débil relincho sordo y amigable. Se adelanta dando un paso hacia mi dirección, la potranca, a medias despierta, se tambalea, y avanza a su vez titubeando sobre sus largas patas frágiles hasta que vuelve a encontrar su apoyo contra el vientre todavía hinchado de su madre. Lindo Amor pasa la cabeza del otro lado del tabique y la posa sin ceremonias sobre mi hombro mientras la acaricio a lo largo del carrillo, mirando a la potranca. Es siempre enternecedor el cachorro de un animal, el cachorro de hombre incluso. Malicia tiene la misma mancha blanca y la misma piel baya oscura que su madre y a su vez me observa, con aire asombrado, con sus lindos ojos cándidos. Me gustaría entrar al box para acariciarla, pero no sé si a Lindo Amor le gustaría mucho eso, y me quedo con las ganas. Lindo Amor coloca su barbada, después sus ollares, suaves y húmedos contra mi cuello y hace "pfffeut" de nuevo. Es evidente que es feliz. Es mimada por nosotros, está bien alimentada y tiene su potranca. No sabe que su último hijo y que su especie, como la nuestra, están condenadas.

El día pasa en las mismas tareas monótonas. Y también la noche -veo de nuevo esa escena-: los dos codos apoyados sobre la Biblia, la cabeza sostenida por mis manos escuchando, intermitente, la conversación sobre La Roque. El fuego ha bajado mucho y la Menou, somnolienta junto a la chimenea se levanta, dando así la señal de fin de la velada. Sobreviene entonces un gran ruido de pasos y de sillas arrastradas que han sido puestas de nuevo en su lugar alrededor de la mesa. La Menou, con las pinzas en la mano, arregla el fuego con arte para encontrar brasas al día siguiente, y mientras me demoro, de pie, con la Biblia cerrada bajo el brazo, riendo y hablando con mis compañeros, me entra el miedo de volverme a encontrar en mi cama, girando en redondo en mis pensamientos como un prisionero en su patio.

Recuerdo muy bien esa noche y la angustia que sentí ante la idea de otra noche de insomnio. La recuerdo muy bien, porque a la mañana siguiente, las cosas cambiaron y todo comenzó a moverse.

Como en la tragedia clásica, el acontecimiento se hizo anunciar con signos, mensajes, premoniciones. Hacía tanto frío como los días precedentes, el cielo estaba opaco y el horizonte encapotado. En el desayuno, desde que Príncipe había nacido, teníamos un poco de leche, no tanto como un bol para cada uno, y además había hecho falta que Thomas insistiera mucho, en nombre de la dietética, para que todos la tomaran, porque ni a Meyssonnier, ni a Colin, ni a Peyssou les gustaba. Momo, por el contrario, la bebía con delicia. Rodeando el bol con sus dos manos grasientas y dando por adelantado pequeños gruñidos de placer, fijaba sobre el líquido sus brillantes ojos negros y gozaba algunos segundos con su aspecto nevoso antes de llevársela a la boca y de tragarla tan rápido y con tanta glotonería que dos delgados chorros blancos corrían de cada lado de su barbilla hasta su cuello negruzco, por entre los pelos de una barba de quince días.

– Con todo, Menou -dije cuando hubo depositado su bol- habrá que decidirse hoy a fregar a tu vástago.

Había elegido las palabras de manera de dejar al interesado ignorante hasta el último minuto de una operación que, para tener éxito, presuponía la sorpresa.

– Ya hace tiempo que me lo digo también -dijo la Menou, igualmente alusiva, sin mirar a Momo-. Pero sola, como sabes…

Y agregó:

– Será cuando tú quieras.

– Y bueno, entonces, después del desayuno.

Mientras, Peyssou se va a arar el terreno de los Rhunes con Amaranta. Con cuatro, de todos modos será suficiente.

Estoy completamente seguro que Momo no había pescado ni la palabra "fregar", ni la palabra "vástago", y, por otra parte, precisamente por eso las había empleado. También tuve cuidado, como la Menou, de no mirarlo durante nuestro intercambio. A pesar de eso, su infalible instinto lo previno. Miró alternadamente a su madre y a mí, se levantó con brusquedad haciendo caer la silla y exclamó con voz furiosa: Mébouemalabé oneteu ! Emebtdo ! (¡Pero déjenme en paz, carajo! ¡No me gusta el agua!). Y entonces, agarrando de un manotazo la lonja de jamón de su plato, escapó a todo lo que daba y enfiló la puerta.

– Se las hizo -dijo el gran Peyssou riéndose-. Y ahora, perdido por hoy.

– Pero no -dijo la Menou- no lo conoces. Se va a olvidar. Más bien cuando una idea le entra por un lado en la cabeza en seguida le sale por el otro. Es así como nunca se hace problema. No retiene nada.

– Y bueno, tiene suerte -dijo Colin, con la sombra de su antigua sonrisa-. Porque yo, de ideas, la tengo a la cabeza llena. Y dan vuelta, dan vuelta. Que preferiría mucho más ser idiota.

– Idiota no es -dijo la Menou con vivacidad-. El tío de Emanuel bien que lo decía: es inteligente, el Momo. Es el lenguaje lo que no tiene. Es por eso que no puede fijar.

– No había ofensa -dijo Colin cortésmente.

– No lo tomé así tampoco -dijo la Menou con una sonrisa, con sus ojos vivos iluminando su calavera menuda en la punta de su flaco cuello-. ¿Y adónde lo vas a encontrar a Momo, después del desayuno? Te lo voy a decir: en el box de Bello Amor, manoseándola. Lo dejas salir y ya está. Con cuatro encima, es un juego.

– ¡Un juego! -dije yo-. Menuda gracia ese juego. De todos modos hay que tener cuidado con sus pies. Meyssonnier y yo le agarramos cada uno un brazo y lo acostamos. Tú, Colin, agarras el pie derecho y Thomas el izquierdo. Tengan cuidado: patea. Y tiene mucha fuerza en las piernas.

– Cuando pienso que fue así cómo aquella vez me dieron un remojón -dijo Peyssou, con su gran carota redonda partida por una sonrisa-. Banda de sinvergüenzas -agregó con ternura.

Brotó una risa que se cortó en seco. La puerta de la sala se abrió con estruendo, y Momo reapareció, loco de excitación y de alegría, gritando y bailando ahí mismo, con los brazos levantados:

– Y abobo ! Y abobo ! -vociferó.

Aunque ahora yo fuera al menos tan experto como su madre en lenguaje Momo, no lo comprendí. Miré a la Menou, tampoco lo comprendía. En lenguaje Momo, "me duele" se decía "muele" y por otra parte su júbilo excluía toda idea de caída o lastimadura.

– Bobo ? -dijo por fin la Menou levantándose-. ¿Qué quiere decir eso? ¿Bobo ?

– Bobo, oneieu ! -gritó Momo dando saltitos, furioso, como indignado de que no entendieran mejor sus palabras.

– Vamos, Momo -dije yo levantándome a mi vez y avanzando hacia él- ¡explícate! ¿Qué quiere decir, bobo ?

– ¡Bobo ! -vociferó Momo, como si el volumen de sonido pudiera ayudar a nuestra comprensión. Mitad por excitación, mitad por despecho de no hacerse entender, pegaba unos grititos roncos, pataleaba, con lágrimas en los ojos y baba en los labios. Nos miramos. Aun teniendo en cuenta su acostumbrada excitabilidad, estábamos un poco asombrados de su frenesí.

– ¡Bobo ! -vociferó otra vez. Y levantando de golpe sus brazos horizontalmente, los agitó de arriba abajo como si volara.

– ¿Cuervo? -dije por si acaso.

– Oué ! Oué ! -dijo Momo, y con el rostro iluminado de gratitud, gritó: Chenlil Emamouel ! Chenlil Emamouel ! (¡Gentil Emanuel!), y con toda seguridad me hubiera abrazado si no lo hubiera mantenido a distancia con todo el largo de mi brazo.

– ¿Vamos, Momo, estás seguro? ¿Hay un cuervo en Malevil?

– Oué ! Oué !

Nos miramos, completamente incrédulos. Desde el día del acontecimiento, los pájaros se habían callado para siempre.

– Iens ! Iens ! -gritó Momo tirándome del brazo que lo mantenía a distancia. Soltó la presa y en seguida se puso a correr, con los pies al ras del suelo. Lo seguí, precedido por el ruido de sus zapatones claveteados sobre las baldosas, y a mi vez seguido por todos los compañeros, incluso Menou, y menos distanciada de lo que se hubiera podido pensar, de lo que me di cuenta al llegar al primer recinto.

Vi a Momo inmovilizarse sobre el puente levadizo. Me detuve. Ahí estaba, apenas a veinte metros, frente a La Maternidad, para nada flaco ni herido, con su plumaje negro azulado brillando de salud, dando saltitos con pesadez, y con su grueso pico recogiendo un grano aquí y allá. Al vernos, se inmovilizó poniéndose de perfil para escrutarnos con su ojito negro y vigilante, se enderezó, pero sin conseguir borrar la curvatura de su lomo, de suerte que tenía el aspecto de un viejito encorvado, con las manos a la espalda, la cabeza un poco de lado, con aire tranquilo y circunspecto. Ninguno de nosotros se movía y esta misma inmovilidad debió asustarlo, porque desplegó sus anchas alas azul oscuro y voló rasando el suelo lanzando un único "craa", luego tomando poco a poco altura, aterrizó sobre el techo del castillete de entrada y se escondió detrás de la chimenea de donde emergieron al cabo de un segundo su grueso pico curvo y su ojo sagaz fijo sobre nuestro grupo.

Avanzamos por el patio, con la cabeza levantada, los ojos fijos sobre lo que dejaba ver de él.

– Y si -dijo el gran Peyssou- me hubieran dicho: estarás muy contento un día de ver un cuervo, no lo hubiera creído.

– Y verlo tan cerca -dijo la Menou-. Porque sólo Dios sabe lo desconfiados que son esos bichos, y pícaros, que nunca te dejan acercar a menos de cien metros sin escapar.

– A menos que vayas en auto -dijo Colin.

La palabra "auto" provocó una situación molesta porque pertenecía al mundo de antes, pero se disipó enseguida en la alegría general, alegría disimulada bajo un raudal de palabras, pero no menos aguda. Nos pusimos de acuerdo en que el día del acontecimiento, sea por azar, sea por instinto, se habría metido en una de las numerosas grutas que perforaban los acantilados de la región (y refugio de los protestantes en los tiempos de las guerras religiosas). Había tenido la prudencia de meterse bien adentro y quedarse ahí todo el tiempo que duró la quemazón. Y cuando volvió el frío se había alimentado de carroñas, hasta, quién sabe, de nuestros caballos. Pero sobre las razones que lo empujaban a buscar nuestra compañía, se discutió firme.