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Me parece que tampoco puedo decirle a Inés qué sacrificio hago renunciando a ella. Si se lo dijese, la fortalecería en sus "sentimientos".

– Inés -le digo, inclinándome hacia adelante-, aunque no fuera más que por Colin, es imposible. Si me caso contigo, se sentirá terriblemente decepcionado y celoso. Si tú te casas con él, yo no sería feliz tampoco. Y no está solamente Colin. Están los demás.

Colin es un argumento que le llega. Y como, además, se da cuenta de mi inflexibilidad, y de que no tiene, aun después de esto, por qué preferir La Roque a Malevil, ya ni sabe en qué está. Adopta entonces una posición muy femenina, que después de todo no es peor que otra. Se refugia en el silencio y en las lágrimas. Me levanto de la poltrona, me siento a su lado en el diván y le tomo la mano. Llora. La comprendo. Está como yo, en tren de renunciar a uno de los posibles a menudo soñados de su vida.

Cuando veo que las lágrimas se agotan, le doy mi pañuelo y espero.

Me mira y me dice en voz baja:

– ¿He sido violada, tú lo sabías?

– No lo sabía. Me lo figuraba.

– Todas las mujeres del burgo han sido violadas, hasta las viejas, hasta Josefa.

Como me quedo silencioso, sigue:

– Es por éso que…

Exclamo:

– ¡Pero estás loca! ¡No hay más que una razón, la que te he dicho!

– Porque eso sería injusto, Emanuel. Aunque haya sido violada, no soy sin embargo una puta.

– ¡Pero estoy seguro! -digo con fuerza-. ¡No es para nada tu culpa, ni se me ocurre!

La tomo en mis brazos, le acaricio con mano temblorosa la mejilla y los cabellos. En ese instante, sería únicamente compasión lo que debería sentir, pero no siento más que deseo. Me cae encima de improviso y me posee con una brutalidad que me asusta. Mis ojos se enturbian, mi respiración cambia. Me queda justo la suficiente lucidez como para pensar que debo obtener su consentimiento a cualquier precio y en seguida, si no quiero ponerme en el caso de, a mi vez, violarla yo.

La acucio. La presiono para que me conteste. Aunque está pasiva entre mis brazos, duda, resiste todavía y por fin cuando consiente es, me parece, más por haberse contagiado de mis deseos que por estar persuadida de mis razones.

Resbalamos sobre la piel blanca que encuentra así su utilidad, sin que aflore en ningún momento mi ternura por ella. Se diría que he encerrado a esta ternura en un rincón de mi conciencia para que se deje de molestarme. Y poseo a Inés con rudeza, con violencia.

Sin embargo, ese saqueo acabado, pago también mi parte. Si es verdad que se puede ser feliz en diferentes niveles, lo soy en el más humilde nivel. ¿Pero acaso después de todos esos combates y de toda esa sangre, hay todavía lugar para otra felicidad que la supervivencia del grupo? No me pertenezco más: eso es lo que le digo al despedirme, apenado también de que me deje con un poco de frialdad, como lo hizo Meyssonnier hace una hora.

A Meyssonnier, sin embargo, cuando lo vuelvo a ver en la capilla crepuscular, una vez la sesión terminada, lo encuentro más sosegado, más amistoso. Se acerca a mí y me lleva aparte.

– ¿Adónde estabas? Te han buscado por todas partes. En fin -prosigue con su discreción habitual-, poco importa. Escucha, tengo buenas noticias. No hay ningún problema. Han elegido toda la lista, luego, por proposición de Judith, han elegido a Gazel cura, por una ajustada mayoría. En fin, sobre la marcha, te han elegido obispo de La Roque.

Me quedo estupefacto. Es el colmo esta promoción episcopal, concomitante con la entrevista que acabo de tener. Es verdad que los ausentes tienen sus ventajas. Pero si debo ver en ello el dedo de Dios, veo que Él tiene una indulgencia por las debilidades de la carne que nunca se le ha reconocido. En ese momento, sin embargo, no es la ironía lo que me choca. Exclamo con vivacidad:

– ¿Yo, obispo de La Roque? ¡Pero si mi lugar es Malevil! ¿No se lo has dicho?

– Espera un poco, saben muy bien que no vas a dejar a Malevil. Pero si he comprendido bien, quieren alguien por encima de Gazel para moderarlo. Desconfían de su celo.

Se echa a reír.

– La idea fue Judith la que la tuvo y yo le di una mano.

– ¡Le diste una mano!

– Por supuesto. Primero, porque creo que es mejor, en efecto, que tengas bajo tu jurisdicción a Gazel. Y además, me dije que así te vería más seguido.

Agrega a media voz:

– Porque, de todos modos, dejar a Malevil…

Lo miro. Él también me mira. Al cabo de un momento, da vuelta la cabeza. No sé qué decir. Sé muy bien lo que siente. Desde la escuela, Peyssou, Colin, Meyssonnier y yo, no nos hemos separado jamás. La prueba, Colin, que instalando su negocio de plomería en La Roque, seguía viviendo en Malejac. Y ahora se acabó. El Círculo se rompe. Me doy cuenta de ello en ese momento. Para nosotros también, en Malevil, no verlo más a Meyssonnier va a ser un desgarramiento.

Le aprieto el hombro derecho y le digo con bastante torpeza:

– Vamos, vas a ver, harás aquí un buen trabajo.

Le digo eso, como si el trabajo hubiera alguna vez consolado a alguien.

Thomas se une a nosotros y me felicita con una carita… Después viene el turno de Jacquet. No veo a Peyssou. Meyssonnier me lo señala a algunos metros, muy ocupado. La Judith lo ha arrinconado con firmeza, feliz de encontrar al fin un hombre que le lleve una cabeza. Mientras habla, pasea su mirada sobre sus amplias proporciones. Admiración del todo recíproca, porque de vuelta en Malevil, Peyssou me dirá: ¿viste ese pedazo? ¡Te apuesto a que una mujer como esa sobre el colchón debe hacer un ruido! Todavía no han llegado a eso. Por el momento, ella le palpa el bíceps. Y veo que mi Peyssou, por supuesto, lo infla. Turgencia que debe gustarle a Judith.

– Por lo de recién -me dice Meyssonnier- no hagas caso, la moral estaba un poco baja.

Estoy muy emocionado de que pida disculpas, por su frialdad, pero de nuevo no sé qué decir y me callo.

– Comprendes -prosigue-, en la ruta, después de la emboscada, cuando me dejaste para ir a buscar los demás a Malevil, me quedé un buen rato en medio de los cadáveres y se me ocurrían cosas no muy alegres.

– ¿Qué cosas?

– Bueno, por ejemplo, ese Feyrac a quien tuvimos que darle el tiro de gracia… Una suposición que fuera uno de nosotros el que se ligue una herida grave. ¿Qué hacemos? Sin médicos, sin remedios, sin quirófano. Sería estúpido dejarlo reventar sin ayudarlo.

Me callo. Me callo. Ya había pensado en eso. Thomas también, lo leo en su cara. Meyssonnier prosigue:

– Estamos en plena Edad Media.

Sacudo la cabeza.

– No. No del todo. Hay una analogía de situación, es verdad, en la Edad Media se han conocido momentos como estos. Pero te olvidas de una cosa. Nuestro nivel de conocimientos es infinitamente superior, no te hablo ni siquiera de la suma considerable de saber encerrada en mi pequeña biblioteca de Malevil. Eso, eso queda. Y es muy importante, ves. Porque un día, eso nos va a permitir reconstruirlo todo.

– ¿Pero cuándo? -dice Thomas con asco-. Por el momento, nos pasamos la vida tratando de sobrevivir. Los saqueadores, la hambruna. Mañana las epidemias. Meyssonnier tiene razón, hemos vuelto a los tiempos de Juana de Arco.

– Pero no -digo con vivacidad-. ¿Cómo un matemático como tú puede cometer semejante error? Mentalmente estamos mucho mejor equipados que los hombres de la época de Juana de Arco. No nos van a hacer falta siglos para volver a nuestro nivel tecnológico.

– ¿Y empezar todo de nuevo? -dice Meyssonnier levantando las cejas con aire de duda.

Me mira. Parpadea. Y me quedo sorprendido por su pregunta. Porque es él -el hombre del progreso- quien la plantea. Y porque veo muy bien lo que él prevé en el futuro al cabo de ese recomienzo.

NOTA DE THOMAS

Es a mí a quien corresponde terminar este relato.

Una palabra personal, para empezar. Después del linchamiento de Fulbert, Emanuel escribe que en mi mirada leyó "esa mezcla de amor y de antipatía" que le he testimoniado siempre.

"Amor" no es exacto. "Antipatía" tampoco. Sería mejor hablar de admiración y de reticencias.

Quiero explicar esas reticencias. Yo tenía veinticinco años cuando estos acontecimientos sobrevinieron, para mis veinticinco años tenía poca experiencia de la vida, y la habilidad de Emanuel me chocaba. La encontraba cínica.

He madurado. He asumido a mi vez responsabilidades y ya no pienso más así. Creo, al contrario, que una buena dosis de maquiavelismo le es necesaria a cualquiera que pretenda dirigir a sus semejantes "aunque los ame".

Como a menudo aparece en las páginas que preceden, Emanuel estaba siempre bastante contento consigo mismo y siempre bastante seguro de tener razón. No me irritan más esos defectos. No son más que el reverso de la confianza en sí mismo de la que tenía necesidad para mandarnos.

En fin, quisiera decir esto: no creo de ningún modo que en pequeña o gran escala, un grupo segregue siempre al hombre superior que necesita. Muy por el contrario, existen momentos en la Historia en los que se siente un terrible vacío: el jefe necesario no ha aparecido y todo fracasa lamentablemente.

En nuestra pequeña escala, el problema es el mismo. En Malevil, hemos tenido mucha suerte al tener a Emanuel. Mantuvo la unión y nos enseñó a defendernos. Y Meyssonnier, bajo su dirección, convirtió a La Roque en menos vulnerable.

Aun si Emanuel, instalándolo en La Roque, sacrificó a Meyssonnier al interés común, hay que reconocer que Meyssonnier hizo, en efecto, muy buen trabajo en la "alcaldía". Elevó las murallas de la ciudad, y sobre todo, hizo construir a medio camino entre las dos puertas fortificadas una gran torre cuadrada cuyo segundo piso, organizado como puesto de guardia habitable, disponía de una chimenea y, en el exterior, de troneras acodadas que permitían vistas muy extendidas sobre el campo. Un camino de ronda en madera, en el flanco de la muralla, unía esta torre cuadrada, por ambos lados, a las dos puertas. Los materiales para esta construcción fueron extraídos de las demoliciones de la ciudad baja y el cemento reemplazado por arcilla.

Alrededor de las murallas, Meyssonnier organizó una ZDA con todo un sistema de trampas y de emboscadas imitando a la de Malevil. El terreno, muy despejado aunque algo ondulado, no hacía posible la construcción de una barricada; pero Meyssonnier encontró en las dependencias del castillo rollos de alambre de púa destinados, sin duda, a cerramientos futuros, y los usó para cortar las dos rutas de acceso -el camino asfaltado de Malevil y el provincial que conducía a la capital- con todo un juego de pasos en zig-zag (abiertos de día y cerrados de noche) que debía prevenirnos contra las sorpresas.