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– ¿Quizá, señor Fabrelâtre, no habrá usted obedecido un poco demasiado?

¡Mi Dios, qué blando es! Bajo mi acusación, se encoge como un caracol. Y a mí, los caracoles, ni con las botas he podido jamás resolverme a aplastarlos. Con la punta del pie, con un golpe seco, los apartaba.

– Escuche, señor Fabrelâtre, usted va a empezar por no agitarse, no hablar con nadie y quedarse en su rinconcito. Para su proceso, veré lo que puedo hacer.

Después de esto, los despacho, a él y a sus agradecimientos y me doy vuelta hacia Burg, quien, desde el fondo de la capilla, sobre sus cortas piernas, camina a paso largo hacia mí, con el ojo vivaz y desenvuelto, empujando hacia adelante su pequeño vientre de cocinero.

– ¡Vaya, vaya -dice con el aliento corto-, si hubiera oído esto! Hay toda una historia con Gazel, por unas personas que fueron a prohibirle que recitara oraciones sobre la tumba de Fulbert. Gazel está fuera de sí. Me pidió que lo previniera a usted del asunto.

Estoy boquiabierto. En ese momento, la estupidez y la bajeza del hombre me parecen sin límites. Me pregunto si realmente vale la pena tomarse tanto trabajo para perpetuar esta mala e ínfima especie. Le digo a Burg de esperarme, que voy a ir con él a ver a Gazel. Y pesco a Judith al vuelo y la llevo un poco aparte. Yo le hablo y, por supuesto, ella me palpa. Me resigno, y le abandono mi bíceps.

– Señora Médard -le digo-, la gente se impacienta, el tiempo apremia. ¿Le puedo dar algunas sugestiones?

Ella inclina su pesada cabeza.

– Primero: es Marcel quien me parece debiera presentar la lista del consejo. Y debe hacerlo con habilidad. ¿Puedo ser franco?

– Pero por supuesto, señor Comte -dice Judith, con su gran mano cerrada sobre mi brazo.

– Hay dos nombres que van a hacer poner mala cara, el suyo porque usted es una mujer, y el de Meyssonnier, a causa de sus antiguos lazos con el P.C.

– ¡Qué discriminación! -exclama Judith.

La interrumpo antes de que se interne cada vez más en las delicias de la indignación liberal.

– En cuanto a usted, Marcel debería subrayar las ventajas que el consejo puede obtener con su instrucción. En cuanto a Meyssonnier, debe presentarlo como un especialista en asuntos militares y como indispensable agente de enlace con Malevil. Ni una palabra de la alcaldía, por el momento.

– Debo decirle que admiro su tacto, señor Comte -dice Judith con una presión igualmente táctil sobre el músculo de mi brazo.

– Si me permite, continúo. Hay gente que quiere hacerle un proceso a Fabrelâtre. ¿Qué piensa usted?

– Que es idiota -dice Judith, con una brevedad masculina.

– Yo soy de su parecer. Unas simples amonestaciones públicas bastarán. Por otro lado, otras personas, o las mismas, quieren prohibirle a Gazel que le dé una sepultura cristiana a Fulbert. Total, tenemos a nuestro cargo un nuevo asunto Antígona.

Judith sonríe con delicadeza ante esa evocación clásica.

– Gracias por prevenirme, señor Comte. Si resultamos electos, vamos a matar en el embrión todas esas estupideces.

– Y quizá, me permito al menos sugerírselo, habría que revocar todos los decretos de Fulbert.

– Pero, por supuesto.

– Bueno, durante ese tiempo, como no quiero que parezca que hago presión sobre los larroquenses mientras votan, me eclipso, voy a ver al señor Gazel.

Le sonrío y después de un momento de duda, me devuelve mi bíceps. Pequeños defectos incluidos, es la sal de la tierra esa mujer. Estoy casi seguro que se va a entender muy bien con Meyssonnier.

Burg me lleva por un dédalo de corredores hasta la habitación de Fulbert, adonde tranquilizo a nuestra Antígona, muy acalorada en efecto, y muy resuelta a asegurarle, a cualquier precio, al enemigo caído los ritos de nuestra religión. Echo una mirada a los despojos de Fulbert. Doy vuelta los ojos en seguida. Su cara no es más que una llaga. Y alguien ha debido apuñalarlo, porque veo sangre en su pecho. Gazel, seguro de mi apoyo, me demuestra una viva gratitud y como ha empezado a poner orden en los papeles de Fulbert (sospecho que está poseído por una intensa curiosidad de solterona), me ofrece devolverme la carta en la cual yo reivindicaba, en nombre de la Historia, la soberanía feudal de La Roque. Acepto. Lo que era de buena ley para intimidar a Fulbert no lo es más en el estado actual de nuestras relaciones con La Roque. Temería, al contrario, que dejando la carta allí, fuese un día utilizada por gente malévola.

Cuando atravieso la explanada del castillo para llegar a la gran puerta verde oscuro, el sol me recibe al punto y me dilato con su calor. Me digo que el consejo de La Roque deberá encontrar en el castillo, para reunir a los larroquenses, una sala menos bella tal vez, pero más clara y menos húmeda que la capilla.

Inés Pimont vive en el atajo arriba de la pequeña librería-papelería-diarios que regentaba su marido, una pequeña casa muy antigua y muy pimpante, donde todo es pequeño, incluso la escalera de caracol muy abrupta que lleva al piso y en la que debo, en las curvas, pasar los hombros al sesgo. Inés me recibe en el rellano y me introduce en un salón minúsculo iluminado por una ventana que también lo es. Todo esto la convierte en una casa de muñecas, y para más, antes, tenía una jardinera de geranios sobre la calle. Las paredes están tapizadas con yute color oro viejo y si la pregunta no se formula respecto de los dos sillones lo más bajos y lo más apoltronados del mundo, uno se pregunta por dónde el diván tapizado como ellos en terciopelo azul ha podido pasar para penetrar hasta aquí, en todo caso ni por la ventana, ni por la escalera. Tal vez haya estado siempre ahí, aun antes de haberse construido las paredes. Tiene aspecto de bastante viejo como para eso, por más que no tenga estilo discernible aunque la fecha grabada sobre el enorme dintel de piedra de la entrada indica que la casa fue levantada bajo Luis XIII.

Sobre el piso del salón, entre las dos pequeñas poltronas y el diván hay una moqueta y sobre la moqueta, un tapiz de Oriente fabricado en Francia y sobre el tapiz, una imitación de piel color blanco. Los dos últimos, supongo que los Pimont los han heredado y no sabiendo qué hacer con ellos en una casa tan pequeña, resolvieron apilarlos uno sobre otro. El resultado es bastante confortable. Y confortable es el recibimiento de Inés, fresca, rosa y rubia con buenos y lindos ojos castaño claro que, ya lo he dicho, me han dado siempre la impresión de ser azules. Me hace sentar en una de las poltronas en la que me encuentro tan bajo y tan cerca de la piel blanca que me hace el efecto de estar sentado en el suelo, a los pies de Inés posada en el diván.

En su compañía siento siempre una impresión de intimidad, de confianza y de melancolía. Casi me caso con ella y lejos de guardarme rencor por ese fracaso, me conserva su amistad. La estimo por eso. Ni una muchacha sobre mil, creo, hubiera reaccionado como ella. Y cada vez que la encuentro, me digo, no sin pesar: aquí tienes uno de los caminos posibles que la vida hubiera podido tomar. Me hago preguntas sobre ese posible, y preguntas de Tántalo, ya que no puedo responderlas. Me digo una vez más que ningún hombre puede afirmar que hubiera sido feliz cerca de una mujer antes de haber tentado la experiencia. Y si la tienta, ya sea feliz o desgraciada, deja de ser una experiencia para transformarse en su vida.

Una cosa es segura, de todos modos. Si me hubiera casado con ella, hace quince años, me hubiera valido la pena. Ha envejecido muy poco, sin marchitarse ni desecarse, sino poniéndose más pulposa, sin exceso. El talle es agradablemente delgado, a pesar de Cristina, pero aquí y allá todo es redondo y con la tez que tiene, tan rosa, tan fresca, parece recién salida del baño. Un poco de cosméticos y el pelo, se ha ocupado de eso, esperándome. Esto me hace las cosas más fáciles, porque siento que voy a tener contra mí, en esta entrevista, todo el peso de una civilización desaparecida.

Nada de sutilezas campesinas, ni enrevesados preámbulos. Aunque viva en una ciudad pequeña, Inés es de extracción urbana, aunque su sintaxis no sea mejor que la de la Menou. Me incrusto en la poltrona, la miro en los ojos, trato de hacer callar en mí toda emoción y voy derecho al grano:

– ¿Inés, te gustaría venir a vivir con nosotros en Malevil?

He dicho "con nosotros", no he dicho "conmigo". Pero no sé si a esta altura ha captado el matiz, porque la invaden todos los rosas profundos y un oleaje parece levantarla, partiendo de sus pies y propagándose hasta su pecho. Un gran silencio. Me mira y hago un esfuerzo para que mi mirada no diga más de lo debido, ya que tengo tanto miedo de que se confunda.

Abre la boca (que es bella y carnosa), la vuelve a cerrar, traga saliva y cuando al fin puede hablar, dice, elípticamente:

– Si eso debiera darte un gusto, Emanuel.

Me lo temía: personaliza el debate. Deberé ser más claro.

– No es solamente a mí a quien darías un gusto, Inés.

Se sobresalta -como si la hubiera abofeteado. Todo su color refluye y me dice con algo que parece a la vez una decepción y un remordimiento:

– ¿Estás hablando de Colin?

– No quiero hablar solamente de Colin.

Y como me mira no atreviéndose a comprender, le hablo de Miette, de Cati, sobre todo del fracaso que ha sido su casamiento con Thomas en nuestra comunidad. Ahí también, personaliza.

– Pero yo, Emanuel, hubiera podido decirte de antemano que con una chica como Cati…

La corto.

– Pon a Cati de lado, no es una cuestión de persona. Hoy hay ocho hombres en Malevil, y dos mujeres. Tres, si vienes tú. ¿Te parece que un hombre puede permitirse acaparar una para él solo? ¿Y si lo hace, qué van a pensar los otros?

– ¿Y los sentimientos, entonces, qué haces con ellos? -dice Inés, con una vivacidad muy próxima a la indignación.

Los sentimientos. Cierto, su posición es fuerte. Siento detrás de ella siglos de amor cortés y amor romántico. La miro.

– No me comprendes, Inés. Nadie te obligará jamás a hacer lo que no tengas ganas de hacer. Serás absolutamente libre en tus elecciones.

– ¡Mis elecciones! -dice Inés.

Es un grito. Pone todo un mundo de reproches en ese plural y no únicamente reproches, porque no ha estado jamás tan cerca de una declaración de amor. Me conmueve tanto que llevado por el flujo de su emoción, estoy a punto de ceder. No la miro. Me quedo silencioso. Me recupero. Me hace falta un buen rato para superar estos "mis". Pero veo con claridad que no es el buen camino y que una pareja durable en Malevil sería muy rápido incompatible con la vida comunitaria. Desde ese punto de vista, la desproporción del número de hombres y mujeres sobre la que me gustaría apoyarme en la discusión no es, sin embargo, lo esencial. En realidad, hay que elegir: la célula familiar o una comunidad no posesiva.