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XVIII

La capilla donde debía desarrollarse mi "proceso" era la del castillo, dado que la iglesia de la ciudad baja había sido destruida, el día del acontecimiento, por el fuego. Los Lormiaux hacían decir la misa del domingo ahí por un sacerdote de su amistad y por concesión especial, convidaban a los notables de La Roque y de los alrededores; lo que con mujeres y niños sumaban una veintena de escogidos. En la casa de los Lormiaux no se compartía a Dios con todo el mundo.

El castillo de La Roque, ya lo he dicho, era estilo Renacimiento lo que, para un malevilés, es completamente reciente, pero la capilla databa del siglo XII. Sala estrecha y larga con bóvedas a nervaduras que se apoyan sobre pilares, a su vez apoyados sobre muros muy espesos perforados de aberturas apenas más anchas que las troneras. En el medio círculo donde está el coro, hay otro sistema de bóvedas que se asienta en el exterior sobre unos contrafuertes y en el interior sobre pequeñas columnas. Esta parte, que estaba medio derrumbada, ha sido reconstituida con mucho tacto por un arquitecto parisiense. Prueba de que cuando uno tiene mosca, todo se puede comprar, hasta el gusto.

Detrás del altar (simple placa de mármol apoyada sobre dos pilares y frente a los fieles) los Lormiaux han insistido para reabrir una abertura en ojiva que había sido tapiada y poner en ella un lindo vitral. La idea era que el sol iluminara por detrás al sacerdote que celebraba la misa. Desgraciadamente, los Lormiaux no se habían fijado que el vitral estaba orientado al oeste y que a menos que sucediera un milagro, no podía por la mañana rodear al oficiante con una aureola. Nadie, sin embargo, negó la utilidad de esta ventana pues las pocas y estrechas aberturas de los muros laterales difundían en la nave una penumbra de cripta. En esta semioscuridad misteriosa, donde los fieles se agitaban vagamente como las futuras sombras que se preparaban a ser, al menos veían con claridad el altar y la esperanza que éste les proponía.

Todos los larroquenses están allí, por lo menos hasta donde puedo juzgar. Porque emergiendo del calor y del sol límpido de la tarde, no veo ni pizca en este antro medieval donde el frío húmedo me abruma. Como había sido convenido, los cuatro hombres armados de Vilmain me hacen sentar sobre un escalón del coro. Se sientan ellos también, flanqueándome de a dos, con aire severo y el fusil parado entre las piernas. Detrás de mí, el altar moderno y despojado que he descrito y más atrás aún y más alto, el vitral de los Lormiaux. Debería iluminarse, ya que son más de las cuatro, pero no pasó nada ya que el sol se veló en el preciso momento en que yo entraba. Tengo los riñones apoyados contra la tabica del escalón superior, cruzo los brazos y en la penumbra trato de distinguir las caras. Por el momento, no veo brillar más que ojos por aquí y por allá, la mancha de una camisa blanca. Sólo poco a poco consigo identificar a los larroquenses. Algunos de entre ellos, lo noto con pena, evitan mi mirada. El viejo Pougès es uno de esos. Pero a mi izquierda, iluminado por la luz mezquina de un estrecho vitral lateral, diviso el baluarte de mis amigos. Marcel Falvine, Judith Médard, las dos viudas: Inés Pimont y María Lanouaille y dos cultivadores, de los que no estoy seguro de recordar sus nombres. En la primera fila descubro a Gazel, con las manos laxas cruzadas sobre su regazo, su estrecha frente coronada de esos bellos bucles que me hacen acordar a mis hermanas.

Cuando entré por la pequeña puerta lateral cercana al coro, no vi a Fulbert. Debía de estar caminando arriba y abajo por la avenida central y su movimiento pendular lo llevaba en ese momento hacia la gran puerta ojival del fondo. Cuando me siento, tampoco lo veo, porque la entrada de la nave es también la parte más oscura, pues en este lugar faltan las ventanas laterales. Pero en el silencio que planea a mi entrada, oigo, mucho antes de verlo, su paso que resuena en las grandes losas de piedra. Los pasos se aproximan y Fulbert emerge poco a poco de la oscuridad a la penumbra. Ni su traje antracita, ni su camisa gris, ni su corbata negra acaparan mucha luz. Y lo que veo primero es su frente blanca, el ala blanca sobre sus sienes de su casco de cabellos negros, los dos agujeros de sus ojos y sus mejillas hundidas. Al cabo de un segundo veo también la cruz de plata oscilar sobre su pecho al compás de las pasiones por cierto muy humanas que lo agitan.

Caminando hacia mí, sin apuro, con pasos mesurados y firmes, sus tacos sonando imperiosamente sobre las losas, la cabeza radiante y proyectada muy hacia adelante con relación a su cuerpo, tiene todo el aspecto de querer devorarme vivo. Se detiene sin embargo, más o menos a tres pasos de mí, y con las manos detrás de la espalda, oscilando ligeramente sobre sus piernas de adelante hacia atrás como si antes de golpearme quisiera fascinarme, me mira de arriba a abajo, en silencio meneando la cabeza. Aun a esta distancia, apenas veo su cuerpo en el que el negro clerical se funde en la oscuridad de la capilla. Pero su cabeza, que parece flotar sobre mí, la veo, por el contrario muy bien y me siento sorprendido por la mirada de sus bellos ojos bizcos. Porque no expresan con respecto a mí sino bondad, compasión y tristeza, lo mismo por otra parte que los meneos de cabeza con que los acompaña y que hacen pensar que está viviendo una situación de las más penosas.

Estoy decepcionado y hasta inquieto. No porque yo crea ni un instante en su sinceridad, pero si juega hasta el final esta carta evangélica, mi comedia es indefinible, mi plan se desmorona y se me hace muy difícil luego condenar a un hombre que ha rehusado juzgarme. Porque su actitud de lástima parece indicar una negativa a juzgarme.

El silencio dura largos segundos. Todos los de La Roque miran alternativamente a Fulbert y a mí, y se extrañan de que Fulbert no diga nada. Y yo comienzo a tranquilizarme. Este silencio preliminar es, me parece, un truco de predicador para atraer la atención y también, lo juraría, una astucia sádica para dar falsas esperanzas al acusado. A fuerza de estudiar la mirada bizca de Fulbert fija en mí, me doy cuenta en ese instante de que la razón de su estrabismo no es solamente la divergencia de sus pupilas, sino el hecho de que el ojo derecho tiene una expresión completamente distinta de la del ojo izquierdo. Éste, en armonía con los paternales meneos de cabeza y el melancólico mohín de los labios, está penetrado de misericordia. El ojo derecho, en cambio, brilla de maldad y desmiente los mensajes enviados por el ojo izquierdo: y uno se da cuenta de eso por poco que se concentre en él haciendo abstracción del resto de la fisonomía.

Estoy muy contento de mi descubrimiento, porque a mi modo de ver completa el lado Jano de la personalidad de Fulbert: las gruesas manos con los dedos como espátulas que desmienten la cabeza de intelectual, y la cara descarnada que desmiente el torso rollizo. En el fondo, incluso los ojos, aun antes de que abra la boca, su cuerpo acumula mentiras y desmentidos.

Al fin, he aquí que habla. Lo hace con una voz baja y profunda como un violoncelo. Es musical, es untuoso. Y el contenido sobrepasa, de entrada, mis esperanzas. Fulbert no tiene bastantes palabras, dice, para deplorar la situación en que me ve. Situación que hace nacer en él sentimientos muy dolorosos (¡lo hubiera jurado!) dada sobre todo en la "calurosa" amistad que abrigaba hacia mí, amistad que yo he traicionado y a la que ha debido renunciar con mucha pena, como consecuencia de los errores a los que mi orgullo me arrastró, errores que reciben hoy un castigo donde él ve el dedo de Dios…

Abrevio ese preámbulo nauseoso. Es seguido por una requisitoria que se aleja cada vez más de la suavidad inicial. Ahora bien, desde la primera acusación que lanza contra mí -tiene relación con lo que él llama "el rapto" de Cati- se producen murmullos en la sala y esos murmullos no hacen más que crecer, a pesar de las miradas cada vez más amenazadoras que Fulbert lanza a su alrededor y el tono cada vez más duro y cortante que usa para enumerar sus quejas.

Sus quejas son de tres clases: he secuestrado, en violación al decreto de un consejo parroquial a una señorita de La Roque, y después de haber abusado de ella, la he abandonado a uno de mis hombres tras un simulacro de casamiento. He profanado la santa religión haciéndome elegir sacerdote por mis sirvientes y entregándome con ellos a una parodia de los ritos y de los sacramentos de la Iglesia. Me he aprovechado de eso, además, para dar libre curso a mis inclinaciones heréticas desacreditando la confesión con mis palabras y mis prácticas. En fin, he apoyado con todas mis fuerzas los elementos malos y subversivos de La Roque, en abierta rebelión contra su pastor y he amenazado por escrito intervenir con las armas si ellos fuesen sancionados. He reivindicado asimismo, en nombre de falaces argumentos históricos, la soberanía feudal de La Roque. Es evidente, concluye Fulbert, que si el capitán Vilmain -¿es así como lo nombra?- no se hubiese instalado en La Roque (murmullos y gritos de: ¡Lanouaille! ¡Lanouaille!) La Roque hubiera sido el blanco un día u otro de mis empresas criminales, con todas las consecuencias que se pueden fácilmente imaginar para la libertad y la vida de nuestros conciudadanos (gritos violentos y repetidos de ¡Lanouaille! ¡Pimont! ¡Courcejac!).

En ese momento, la situación en la capilla no puede ser más tensa. Las tres cuartas partes del auditorio, con los ojos bajos, guarda un silencio hostil, pero parecen, por el momento, aterrorizados por el tono de Fulbert y las miradas fulgurantes que lanza sobre ellos. La última cuarta parte Judith, Inés, Pimont, María Lanouaille, Marcel, Falvine y los dos cultivadores de los que trato vanamente recordar sus nombres, están desatados. Protestan, aúllan, y parados en su lugar e inclinados hacia adelante, hasta amenazan con sus puños a Fulbert. Las mujeres, sobre todo, están fuera de sí y si no fuera por la presencia de los cuatro hombres que se supone están para cuidarme, uno tiene la impresión de que serían capaces, en plena capilla, de abalanzarse sobre su cura para despedazarlo.

Me parece que mi proceso ha actuado como un detonante. Ha hecho estallar el repudio de la oposición por el jefe de La Roque. Estalla por primera vez a plena luz, con una violencia que deja estupefacto a Fulbert.

Hábil para mentir, debe serlo también para engañarse a sí mismo. Desde que manda en La Roque, tuvo que arreglárselas para tomar como respeto el miedo que inspira. Es de toda evidencia, que no se creía tan odiado por los larroquenses, por todos los larroquenses dado que la actitud de la mayoría, por ser más prudente y no manifestarse más que por murmullos, no le es menos hostil. El impacto de este odio sobre él resulta terrorífico. Literalmente lo veo temblar en su base como una estatua que uno derriba. Enrojece y palidece, aprieta los puños, empieza varias frases sin poder terminar una sola, su cara se marca y se convulsiona mientras que en sus ojos se suceden el terror y la furia.