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– ¿Qué significa este cine? -dice Thomas con voz baja y furiosa-. ¿A qué viene, todo esto? ¡Es absolutamente inútil, no hay más que tomar a Fulbert por el pellejo del pescuezo, pegarlo contra la pared y fusilarlo!

Me doy vuelta hacia Meyssonnier.

– ¿Estás de acuerdo con este análisis de la situación?

– Depende -dice Meyssonnier-, de lo que se vaya a hacer en La Roque.

– Se va a hacer lo que se ha dicho: tomar el poder.

– Me imaginaba -dice Meyssonnier.

– ¡Oh!, no es porque eso me entusiasme, pero es lo que hay que hacer. La debilidad de La Roque nos debilita, constituye un peligro permanente para nosotros. La primera banda que venga puede adueñarse de ella y usarla como base para atacarnos.

– Y además -dice Peyssou-, tienen muy buenas tierras, en La Roque.

También lo he pensado yo. No lo he dicho. No quisiera que Thomas me acusara de codicia. Nada sería menos exacto. El problema se me presenta bajo el ángulo de la seguridad y no de la posesión. Me he despojado, en pocos meses, de todo sentimiento de propiedad personal. Ni siquiera me acuerdo que Malevil me haya pertenecido. Lo que temo, es que un jefe enérgico se adueñe un día del burgo y que la riqueza de las tierras pueda traducirse un día en término de poderío. No quiero tener un vecino capaz de esclavizarnos. Tampoco quiero esclavizar a La Roque. Yo quiero una unión entre dos comunidades gemelas que se ayuden y se socorran, pero donde cada uno conserve su propia personalidad.

– En ese caso -dice Meyssonnier-, no se puede fusilar a Fulbert.

– ¿Y por qué? -dice Thomas agresivamente.

– Hay que evitar una toma de poder derramando sangre.

Yo intervengo.

– Y en particular, la sangre de un sacerdote.

– Es un falso sacerdote -dice Thomas.

– Poco importa, desde el momento que hay gente que lo tiene por verdadero.

– Admitámoslo -dice Thomas-. Lo que no entiendo es la razón de tu puesta en escena. ¡No es serio, es teatro!

– Es teatro. Pero con una meta bien clara: obligar a Fulbert a revelar delante de todos los larroquenses su complicidad con Vilmain, cosa que hará con tanto más cinismo cuanto que se creerá en una sólida posición.

– ¿Y entonces?

– Es una confesión de la que nos vamos a servir contra él en un contraproceso.

– ¿Pero sin condena a muerte?

– Nada me daría más placer, créeme, pero ya te lo hemos dicho, no es posible.

– ¿Entonces?

– No lo sé, el destierro…

Thomas se para y nosotros nos paramos con él, dejando que la carreta acentúe su adelanto.

– ¿Y es para eso -dice con voz baja e indignada- nada más que para desterrarlo, vas a poner tu vida en manos de esos cuatro tipos que no conoces ni por asomo? ¡Gentes de la banda de Vilmain!

Lo miro. Acabo de comprender, por fin, la verdadera razón de su hostilidad a mi "teatro". Es la misma, en el fondo, que la de Jacquet. Teme por mi seguridad. Levanto los hombros. Para mí, es un riesgo que no existe. Desde ayer, Hervé y Mauricio tenían todas las ocasiones posibles para traicionarnos. No lo han hecho, han combatido con nosotros. En cuanto a los otros dos, no piensan más que en una cosa: integrarse lo más rápido posible en nuestra comunidad.

– Además estarán armados y tú no.

– Hervé y Mauricio conservarán sus 36 y sus cargadores completos. Burg y Jeannet recibirán fusiles, pero sin municiones. Y yo, tengo esto.

Saco del bolsillo el pequeño revólver del tío que se me ocurrió buscar en el cajón de mi escritorio cuando me cambié. Es un chiche. Pero habituado como lo estoy, después del golpe de los Rhunes, a llevar constantemente un fusil al hombro, me sentiría desnudo sin un arma. Y esta, por más pequeña que sea, tranquiliza a Thomas, ya lo veo.

– Yo -dice Meyssonnier, que viene de rumiar todo el problema en los sucesivos buches de su cerebro- opino que es una buena idea. Habiéndose ido del castillo Josefa y Gazel, los larroquenses no saben hasta qué punto Fulbert era culo y camisa con Vilmain. Y solamente si aceptan condenarte él va a revelárselos. Ya está -prosigue Meyssonnier con aire serio y competente-. Es una buena cosa, finalmente. Vamos a forzar al enemigo a revelarse.