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Llegan Colin y Meyssonnier, les hago señas de quedarse en silencio y con la mano les muestro el grupo. Retenemos la respiración y, por entre los helechos, durante algunos segundos miramos en silencio a los hombres que vamos a matar.

Meyssonnier conduce a Melusina al lado de Amaranta e inclinándose, me dice con una voz apenas perceptible:

– Pero no son más que siete. ¿Dónde se fue el octavo?

Es verdad. Cuento, no son más que siete.

– Estará rezagado, probablemente.

Pongo a Amaranta al galope, al galope corto esta vez. La mantengo en él un buen rato, he visto durante la pausa que las yeguas blancas resoplaban. Por otra parte, la embriaguez de la carrera ha acabado para mí. La victoria no tiene ya el carácter de exaltación abstracta que le daba su encanto. Tiene ahora la cara de esos pobres tipos sudando y penando en la ruta.

Aquí está en el sendero forestal mi último punto de referencia. Lo veo de pronto en el momento en que lo rompo. Hemos llegado.

– ¿Evelina, ves ese pequeño claro? Es allí donde vas a cuidarlas.

– ¿A las tres? ¿No se pueden atar las riendas?

Le digo que no con la cabeza. Las dos yeguas se nos reúnen, los cuatro jinetes desmontan y les muestro a Colin y a Meyssonnier cómo anudar las riendas sobre el cuello para que los animales no se enganchen con los pies.

– ¿Las dejas vagar? -dice Meyssonnier.

– No irán lejos. No se alejarán de Amaranta, y Evelina tendrá a Amaranta. Colin, tú les mostrarás dónde es.

Parten y me demoro para aconsejar a Evelina, en caso de que Amaranta se vuelva incontrolable, que la monte y la haga andar al paso y en redondo.

– ¿Puedo darte un beso, Emanuel?

Me inclino y Amaranta en el mismo momento, es su gracia habitual, me empuja por la espalda con la cabeza. Me caigo sobre Evelina, más exactamente sobre mis codos. Estamos el uno y el otro tan tensos que no pensamos ni en reírnos. Me levanto. Evelina también. No ha soltado la rienda. Su cara está avejentada por la angustia.

– No los mates, Emanuel -dice en voz baja-. Les has prometido la vida salva en tu cartel.

– Escúchame, Evelina -le digo con una voz que controlo con trabajo-, ellos son ocho y tienen excelentes fusiles. Cuando los vea, si grito: ¡ríndanse! pueden muy bien preferir pelear. Y si pelean, hay probabilidades de que alguno de Malevil sea herido o muerto. ¿Quieres que corra ese riesgo?

Baja la cabeza y no contesta. Me voy sin besarla, pero algunos metros más lejos, me doy vuelta y le hago una seña a la que ella me responde enseguida. Está parada, en el claro, con una pequeña mancha de sol en sus cabellos, su "puñal" colgando de su cintura, pequeña y frágil en medio de esos enormes animales de los que veo el humear las grupas. Es un cuadro apacible y que me aprieta el corazón en el momento en que, yo, voy a ordenar esa carnicería.

El grupo me espera al lado de la ruta. Les recuerdo las consignas. No tirar antes del silbido largo. Cesar el fuego con tres silbidos breves. Recuerdo también el despliegue. Los dos árboles que sostienen el alambre y mi proclama estando, grosso-modo, en el medio de la línea recta, Colin y yo tomaremos posición veinte pasos antes del cartel, Colin del otro lado de la ruta y yo de este lado. Meyssonnier y Hervé se ubicarán veinte metros detrás del cartel. Meyssonnier de este lado, Hervé del otro.

La ejecución se hace rápido y en silencio. La trampa se cierra. Los dos declives que aprisionan el camino, batidos por nuestros tiros cruzados. Toda retirada cortada. Toda fuga hacia adelante imposible.

Puedo comunicarme a la vista con Colin, al que apenas el ancho de la ruta separa de mí, y guardo a Mauricio conmigo para enviarlo, en caso de necesidad, a llevar un mensaje, a Meyssonnier, cuarenta metros más abajo, quien podrá a su vez trasmitirlo a Hervé que está enfrente.

Esperamos. El alambre que sostiene mi cartel está intacto. Esta mañana al alba, los hombres de Vilmain, no teniendo una pinza para cortarlo, han pasado debajo del obstáculo. Van a volver a pasarlo dentro de unos minutos. Es allí donde tienen cita con la muerte. No hay viento. Mi cartel está suspendido, inmóvil y perentorio, cortando la ruta, mi papel de dibujo brillando al sol. Si tuviera mis gemelos, podría leer las letras que he trazado. Pienso en Evelina. Siento muy bien que, en efecto, hay una feroz ironía en balear a los hombres de Vilmain como a conejos al lado del cartel que les promete la vida salva. Sin embargo, la misma Evelina es una de las razones que tengo para aniquilarlos. ¿Puedo olvidarme qué hubieran hecho, si hubieran podido "cobrarse Malevil"?

La tierra está fría bajo mi cuerpo y el sol ya caliente sobre mi cabeza, mis hombros y mis manos. Mauricio está tendido a mi lado, codo con codo conmigo. Tiene una manera de callarse y de quedarse inmóvil que encuentro agradable. Nada pesa de él, ni siquiera su presencia. Hemos aplastado dos pequeños matorrales que nos molestaban, y esperamos, sin una palabra, vigilando sesenta metros de línea recta entre dos curvas. Colin ve más lejos que nosotros, porque está acostado bien al borde interior de la segunda vuelta y a condición de girar sobre sí mismo, descubre treinta metros suplementarios que escapan a nuestra vista.

El primer ruido que oigo me intriga. Es un chirrido. Parece llegar hasta nosotros trabajosamente. Ese ruido no es animal. Es mecánico. Salvo por que es intermitente, evoca la cadena de un pozo que un cabrestante enrosca alrededor de un eje. Pero su intermitencia es regular: el chirrido llega cada dos tiempos. Miro a Mauricio y levanto las cejas. Mauricio se inclina hacia mi oreja:

– ¿Una cadena de bicicleta?

Tiene razón. Y pensándolo bien, me pregunto si no es la bicicleta que Bebella había escondido cerca de Malevil y que hemos descuidado recuperar. Si es eso hemos cometido un craso error y estamos por pagarlo.

Porque el que aparece solo, en la primera curva de la parte baja de la ruta, no tengo ni siquiera necesidad de preguntarle a Mauricio quién es: me acuerdo de la descripción de Hervé. Reconozco al individuo de cejas negras que cortan su frente con una sola línea continua. Es Juan Feyrac. Y mientras empieza los sesenta metros de subida que lo separan de mí, distingo entre sus piernas el tubo del bazooka. Lo ha atado al cuadro de su bicicleta, la subida es ardua, le da mucho trabajo. Zigzaguea, no está excluido que se vea obligado a bajarse. Tenemos mucho tiempo.

¿Mucho tiempo para qué? El sudor chorrea por mi cara. Feyrac es el nuevo jefe. Para colmo, según Hervé, hombre resuelto y sin piedad. Tengo que matarlo. Pero si lo mato, doy el alerta al grueso de la tropa que se arrastra a pie a un kilómetro de aquí. A mi tiro de fusil, esos hombres van a abandonar la ruta, adentrarse en la maleza, ¿quién sabe?, caer tal vez sobre Evelina y los caballos. De cualquier manera, en la maleza, pierdo la ventaja de la posición, afronto al enemigo cinco contra siete, nada está decidido.

Como lo había previsto, Feyrac se halla a la altura del cartel y se agacha para pasar por debajo del alambre. Es paticorto, fornido, de cara ingrata, cerrada. Mirándolo, pienso con horror en la masacre de Courcejac. Y sin embargo, he hecho mi elección, voy a dejarlo pasar, a pesar de sus crímenes, a pesar de su bazooka. Un jefe sin tropa es menos peligroso que siete hombres acorralados combatiendo para salvar su pellejo.

Llega a mi nivel. No está separado de mí más que por la altura del declive, vuelve a subir a la bicicleta de Pougès y el chirrido de la cadena recomienza, regular, exasperante. Va a llegar a la curva. Ya llega el instante en que lo voy a perder de vista. Mis manos están crispadas sobre mi Springfield y el sudor cae gota a gota sobre mi culata.

Feyrac toma la curva. No lo veo más. Todo pasa tan rápido que no lo puedo creer. Del otro lado de la ruta, veo erguirse a Colin con toda su altura, plantarse como en el entrenamiento, avanzar el pie izquierdo, armar su arco con todas las reglas, apuntar con esmero. Un silbido y un medio segundo más tarde, el ruido de una caída. Yo no veo nada, pero Colin sí, tiene vistas sobre la curva. Me hace una señal alegre con la mano y desaparece en el matorral. Me quedo boquiabierto.

No estoy muy lejos de creer que Colin es genial, y que he tenido razón de "aguantarle todo", como me lo ha reprochado Thomas y eso que en este instante, todavía no sé cómo Colin, bajo los muros de Malevil, ha abandonado su agujero y su fusil para confiar su destino a su arma favorita. Digamos para ser moderados que es un error de utilización. Cuando lo conozca, no modificará, sin embargo, mi apreciación con respecto al arco después de mi expedición al Estanque: un arma segura y silenciosa en una emboscada.

Retomo mi tranquilidad gradualmente, Feyrac era pues el octavo hombre. No estaba rezagado como yo había creído. Valientemente precedía a sus tropas en la retirada. Y a mi modo de ver, las precedía por poco porque de Malevil a La Roque hay unas empinadas cuestas. Feyrac no ha podido tener mucho adelanto y yo no tengo más que unos pocos minutos delante de mí. Sin embargo, el tiempo me parece largo, de barriga entre los helechos con Mauricio a mi lado.

Ya llegaron. Se desgranan a lo largo de la ruta, rojos, sudando, resoplando con sus zapatos sonando sobre el macadam. Miro sus cabezas de paisanos, sus manos rojas, su andar pesado; la carne de cañón de todas las guerras, incluso ésta. Si mi Peyssou estuviera aquí, tendría la sensación de tirar sobre sí mismo.

Tres caminan adelante, bastante frescos, me parece. Después otros dos, a algunos metros, luego dos más lejos, que siguen con dificultad. De acuerdo con mis consignas de tiro, los tres que van a la cabeza y los dos que se arrastran son nuestros condenados. Los más fuertes y los más débiles.

Llevo el silbato a mis labios y pongo mi mejilla sobre la culata. Se ha convenido con Colin que crucemos nuestros tiros para no tirar sobre el mismo blanco. Apunto al hombre que está más cerca del otro lado de la ruta y él al de mi lado. Meyssonnier y Hervé, en la parte baja de la línea recta, tienen las mismas convenciones que nosotros. Espero a que el pelotón haya sobrepasado el cartel. Cuando los dos del medio lo alcanzan, doy un silbido largo y tiro. Nuestros tiros de fusil salen al mismo tiempo y sólo se distingue de la detonación común la carabina 22 de Meyssonnier, de la que el chasquido, menos fuerte y más seco, llega con un tiempo de retardo. Cinco hombres caen. No caen de golpe, como en las películas de guerra, sino con una extrema lentitud, como al ralentí, los dos sobrevivientes ni siquiera piensan en aplastarse contra el suelo, se quedan parados, privados de todo reflejo. Recién después de dos o tres segundos, levantan los brazos. Era tiempo. Toco tres silbidos breves. Todo ha terminado.