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Capítulo 21

Elizabeth contemplaba cómo Ivan y Luke correteaban por el campo, saltando y zambulléndose en la hierba para atrapar las semillas de diente de león que flotaban en el aire como bolas de plumas.

– ¡Tengo una! -oyó chillar a Luke.

– Pide un deseo -le instó Ivan alegremente.

Luke la guardó en una mano y cerró con fuerza los párpados.

– ¡Deseo que Elizabeth baje del coche y juegue a Jinny Joes! -chilló. Levantó la mano regordeta, abrió lentamente los dedos menudos y soltó la bola al viento que se la llevó consigo.

Ivan miró a Elizabeth enarcando las cejas.

Luke se volvió hacia el coche para ver si su deseo se había cumplido.

Por más que Elizabeth viera su carita esperanzada no podía complacerle, ni tampoco podía bajar del coche y hacer que Luke creyera en cuentos de hadas que no eran más que mentiras disfrazadas con florituras. Y no iba a apearse. Pero volvió a ver a Luke corretear por el campo con los brazos extendidos. El niño atrapó otra semilla, la estrechó entre ambas manos y pidió a voz en grito el mismo deseo.

Elizabeth notó una opresión en el pecho y comenzó a respirar más deprisa. Ambos la miraban con los ojos tan llenos de esperanza que Elizabeth no pudo por menos de sentir el peso de la confianza depositada en ella. Sólo era un juego, se repetía tratando de convencerse; bastaba con que se apeara del coche. Pero para ella significaba bastante más. Significaba llenar la cabeza de un niño con unos pensamientos e ideas que nunca se harían realidad. Significaba sacrificar un rato de diversión por una vida entera de decepción. Agarró el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

Una vez más un jubiloso Luke se puso a saltar tratando de atrapar otro diente de león. Repitió su deseo a voz en grito y esta vez añadió:

– ¡Por favor, por favor, por favor, Jinny Joe!

Con el brazo en alto parecía la Estatua de la Libertad y acto seguido soltó la bola de semillas.

Ivan no hacía nada. Se había quedado plantado en medio del campo observándolo todo con aquella mirada y presencia suyas que tanto atraían a Elizabeth. Esta reparó en que Luke parecía cada vez más frustrado y desilusionado mientras atrapaba otra bola, la estrujaba con rabia entre las manos y la soltaba como si quisiera darle una patada.

Su sobrino ya estaba perdiendo la fe y se detestó a sí misma por ser la causante. Inspiró profundamente y alcanzó el tirador de la puerta. El rostro de Luke se iluminó y de inmediato se puso a cazar más semillas. Mientras Elizabeth caminaba hacia el campo las fucsias bailaban alocadamente como espectadores que agitaran banderines rojos y morados para dar la bienvenida a un deportista que saliera al terreno de juego.

Mientras conducía lentamente su tractor, Brendan Egan estuvo a punto de meterse en la cuneta al fijarse en lo que sucedía en un campo lejano. Contra el telón de fondo del resplandeciente mar y el sol, dos figuras oscuras bailaban sobre la hierba. Una era una mujer cuya larga melena negra ondeaba al viento envolviéndole la cara y el cuello. Gritaba de entusiasmo y alegría al saltar de un lado a otro junto a un niño pequeño, mientras trataban de atrapar las semillas de diente de león que parecían volar en paracaídas.

Brendan detuvo el tractor y la impresión le hizo contener un momento el aliento: le pareció estar viendo un fantasma. El cuerpo le temblaba mientras contemplaba maravillado y asustado, hasta que un bocinazo detrás de él le dio un susto conminándolo a seguir avanzando.

Benjamin conducía de regreso de Killarney a las 6:30 de la mañana del domingo disfrutando de la vista del océano cuando un tractor detenido en medio de la carretera le obligó a frenar. En la cabina del tractor había un hombre mayor que miraba a lo lejos con la cara blanca como el papel. Benjamín siguió su mirada. En su rostro se dibujó una sonrisa al localizar a Elizabeth Egan bailando con un niño en un campo lleno de dientes de león. La joven reía y gritaba mientras brincaba de aquí para allá. Iba en chándal y sus cabellos, que de costumbre llevaba severamente recogidos en la nuca, ondeaban sueltos al viento. A Benjamín no se le había ocurrido que ella pudiera tener un hijo, pero vio claramente cómo alzaba al niño en brazos, le ayudaba a alcanzar algo y después lo devolvía al suelo otra vez. El chiquillo rubio reía de puro deleite y Benjamin sonrió disfrutando del espectáculo. Podría haberse pasado toda la mañana contemplando a Elizabeth, pero un bocinazo detrás de él le sobresaltó y cuando el tractor se puso en marcha y arrancó de nuevo, ambos avanzaron a paso de tortuga sin dejar de mirar a Elizabeth.

Inventar hombres imaginarios y bailar en los campos a las 6:30 de un domingo por la mañana… Benjamin no pudo por menos de reír y admirarla por lo divertida que era y las ganas de vivir que transmitía. Nunca daba muestras de tener miedo a lo que pensaran los demás. Al avanzar por la serpenteante carretera pudo verla con más claridad. El semblante de Elizabeth lucía una expresión de pura dicha. Parecía una mujer completamente distinta.